Ha muerto Michi Panero, a los 51 años, en la ciudad de Astorga, de donde procedía la familia de su padre. En los últimos meses, había dejado Madrid, que se había vuelto infernal para él y, enfermo de varias enfermedades, se había replegado en Astorga. En un gesto no sé si deliberadamente literario (muy a su pesar, él lo era mucho), había vuelto a la pequeña ciudad de la infancia, aquella en la que, en un día de un verano ya lejano, había sido feliz. En un gesto entrañable, la antigua criada de la casa familiar, sorprendida al ver regresar, cuarenta años después, a Astorga al pequeño de los tres hermanos Panero, le cuidó hasta la muerte, le pasaba la comida y la cena cada día, respetando su aislamiento, su desaparición del mundo exterior. Astorga, en un gran funeral, le ha enterrado como a uno de los suyos.
Michi tenía aburrimiento (ennui, dicen los franceses), lo tuvo casi toda su vida. Bebía para no aburrirse o tal vez para aburrirse más. En los periodos de ley seca, yo sé que se aburría el triple. A su muerte, los periódicos españoles lo han tratado de escritor, cuando fue o quiso ser todo lo contrario. Harto de tener padre, tío paterno y hermanos poetas, todos poetas, inició desde muy pequeño un alejamiento de la escritura, huyó de la poesía como de la peste. Su gran sueño, siempre en clave muy irónica, era “dejar de ser un niño pobre, salido de un cuento de Dickens” y casarse con una millonaria como Bárbara Hutton para divorciarse pronto de ella, y desde luego no tener que escribir. Curiosamente, escribía muy bien, pero no fue nunca un escritor. Nunca trabajó en nada que pudiera ser nombrado con solemnidad en su biografía. Trabajó a fondo su propio aburrimiento, eso sí. Lo mejor que, poco después de su muerte, he oído decir de él, se lo escuché a Javier Rioyo en el programa de Iñaki Gabilondo: “Michi no hizo nunca nada, pero tenía mucha gracia.”
Se sabía de memoria la historia de la poesía, que contemplaba con una mirada que oscilaba entre la risa, el tedio y el desdén. Entre otros epitafios, le sentarían bien a Michi estas palabras de Valéry: “He venido al mundo con veinte años, furioso por la repetición, es decir, furioso contra la vida. Levantarse, vestirse, comer, defecar, acostarse. Y siempre esas estaciones, esos astros. ¡Y la Historia! Sabida de memoria, hasta la locura.”
No sólo protestaba Michi de la estructura repetitiva de la vida cotidiana, sino que también le irritaba la exigencia excesiva era un admirable dandy de que todos los demás hombres fueran sus iguales. A su muerte, alguno de esos que él ya veía que no eran sus semejantes le ha llamado gandul en un artículo repugnante. En realidad, tras su ociosidad, ligada estrechamente a ese ennui que le condujo al aislamiento y a la pérdida temprana de la necesidad de tener un currículo (palabra extraña de la que tal vez se deriva el verbo currar o viceversa; hay quien curra para tener el Nobel, pero sólo tiene un premio en Perpignan), se escondían los lúdicos ademanes de la protesta vanguardista, con sus anhelos de que las cosas fueran de otra forma. Recuerdo un texto bellísimo de Michi (incluido en un libro que editó Querejeta sobre la película El desencanto) que se llamaba sencillamente “Michi”, donde él se veía a sí mismo como un niño pobre de Dickens mirando los escaparates de las pastelerías de Londres. Y no olvidaré la última visita que hice al domicilio familiar de Ibiza 35 en Madrid, cuando Michi debía ya dejar la casa (no podía pagar el alquiler) en la que había nacido y en la que, al igual que después haría en Astorga, se había replegado. No he visto, en el ámbito de los espacios habitados por mis amigos, una ruina mayor. Había estado yo de visita en otros días en aquella casa, en vida de la madre, Felicidad Blanc, no sospechando por mi parte que aquellas cuatro paredes se convertirían con el tiempo en una catástrofe total. Y lo que ahora veía, al ir a despedirme de Ibiza 35 (por donde en otra época había pasado toda Madrid), era un paisaje desolador después de una batalla. La biblioteca familiar, por ejemplo (con todos los libros dedicados por Baroja, Gómez de la Serna, Valle-Inclán y compañía), había desaparecido por completo. Al caer la tarde, la ya de por sí deprimente conversación comenzó a extinguirse de una forma que evocaba “Nadie encendía las lámparas”, un cuento de Felisberto Hernández. La causa de esa extinción no era sólo el lento fin de las palabras, sino también algo más prosaico, la falta de luz, pues sólo quedaba una bombilla en toda la casa. Para colmo, un fotógrafo de una revista femenina, que llamó al timbre al atardecer, se llevó esa lámpara, con la última bombilla, a la calzada central de la calle Ibiza, donde, en un improvisado plató, bajo la lluvia, retrató a Michi (que entonces era crítico de televisión) sentado en un desvencijado sillón, bajo un paraguas, en plena calle, junto a la lámpara y la bombilla última, mirando a un televisor que obviamente no estaba encendido. Una locura, entre otras cosas porque llovía y porque, además, habían bajado a la calle la última ruina de la casa. Michi se dejó fotografiar con tanta desgana que en ningún momento se cubrió con el paraguas, y yo me di cuenta de que todo aquello no tardaría mucho en convertirse en un extraño recuerdo. Y Michi, que lo advirtió, me dijo que no le diera tantas vueltas al asunto, que también para mí habían llegado los días del recuerdo. De modo que logró que ese atardecer se convirtiera en algo tan entrañable y oscuro para mí como oscura es la tumba en la que yace hoy mi amigo. También para mí han llegado los días del recuerdo. Lo comprendí entonces y lo comprendo aún mejor ahora mientras recuerdo aquel desvencijado sillón, el paraguas inútil y el televisor falso, todo tan grotesco como emocionante, la lluvia cayendo implacable sobre la dignidad invencible del último de los Panero. ~
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