Bernard Malamud
Cuentos reunidos
Traducción de Damià Alou Ramis, Barcelona, El Aleph, 2011, 800 pp.
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Las vidas de Dubin
Traducción de Pepa Linares, Barcelona, Sajalín Editores, 2011, 578 pp.
“Quizás la vida no sea apta para el tratamiento que le damos cuando intentamos contarla”, escribió Virginia Woolf en Las olas. Quizás Bernard Malamud (1914-1986) tuviera esta frase en la cabeza cuando pergeñó Las vidas de Dubin (1979), novela esencial de su bibliografía, a juzgar por lo que señala su protagonista, William Dubin, a saber, que “toda biografía es una ficción”.
Quizás, en efecto, la vida no resulte idónea para el tratamiento que le damos cuando queremos contarla. Tal vez toda biografía sea una ficción porque la vida en cierto modo es inefable, o cuando menos inenarrable. Tal vez por ello Malamud cae gustoso siempre en la tentación de contárnosla a pesar de todo, y quizás a ello se deba que la biografía escrita como ficción, o biofiction, y la autobiografía escrita como novela, o autoficción, los conflictos de identidad, el perspectivismo ontológico, el distanciamiento irónico respecto a la vida real y respecto a su transcripción narrativa y, de forma paralela, las disquisiciones en torno al oficio de escribir, la tematización en su narrativa de las reflexiones acerca del aprendizaje y la práctica de ese oficio, los protocolos del enfrentamiento del autor a su materia novelesca o la doble obsesión por escribir la vida y por escribir la vida constituyan el jubiloso reino de Malamud.
Al autor neoyorquino, que obtuvo el Pulitzer en 1967 por su novela The Fixer (traducida como El reparador o El hombre de Kiev), le correspondería sin asomo de duda el título nobiliario de pope indiscutible de la narrativa judeoamericana contemporánea de no ser porque les dieron el Nobel a Saul Bellow y a Isaac Bashevis Singer, compañeros suyos de promoción, y porque a su discípulo Philip Roth, que tanto lo admira –sabido es que el ídolo literario de su alter ego Nathan Zuckerman, el personaje del escritor magistral E. I. Lonoff, no es sino el monstruo que resulta de injertar la personalidad de Bellow en la de Malamud– se le ha dado siempre mejor el noble arte de atender al entorno mediático, y no cayó nunca en las patologías de la privacidad que le reprochaba su editor Roger Straus pensando en la facturación de Farrar, Straus & Giroux.
Malamud es un animal narrativo. Domina los registros y disfruta ejercitándose en el juego del pastiche. Jamás oculta su condición de narrador autoconsciente. Con suma frecuencia refleja su personalidad en el espejo de las de sus criaturas ficcionales, proyectando su vida en las ficticias vidas que alumbra (“el aspecto más intrigante de la imaginación del escritor es la distancia que existe entre su vida y su novela”, escribe Roth en La contravida (1986), cuyo título, dicho sea en passant, no es baladí). Y decíamos que se complace en retratar la vida regodeándose en sus constantes anfibologías de la identidad. Abusa del sarcasmo y no acostumbra tener el menor escrúpulo a la hora de tratar de sexo (no es libertino pero sí proclive a la libídine).
Encarna de forma modélica la idiosincrasia de la narrativa judeoamericana, en la que por descontado tienen cabida guiones como el de Desmontando a Harry (1997), en el que el famoso escritor judío Woody Allen representa al famoso escritor judío Harry Block (Block remite a blocked, esto es, ‘bloqueado’, ‘falto de inspiración’), que se sirve de sus experiencias sentimentales y familiares para escribir sus obras de ficción. De modo muy semejante, el famoso escritor judío Malamud no deja de ser Malamud cuando concibe el personaje del famoso biógrafo judío William Dubin y procede a relatarnos su biografía y la que está escribiendo del famoso escritor D. H. Lawrence para tratar de entender la suya. Es una atractiva secuencia de reconstrucciones y contaminaciones de la identidad que elimina las lindes entre las vidas empíricas y las ficcionales, que el lector sabe que encuentra en la narrativa de Bellow y en la de Philip Roth –en grado sumo en su citada novela La contravida, en la que el famoso escritor de ficción Nathan Zuckerman explora, guiñándole un ojo a la obra de Malamud y sonriéndole al lector que sabe que lo está leyendo, el estímulo de las existencias alternativas y de las vidas no tanto reales cuanto imaginadas o pretendidas y en transición–. Señala Roth, señalaría Malamud, por boca de su narrador:
La traidora imaginación es lo que hace a todo el mundo, todos somos invenciones recíprocas, todos somos imágenes evocadas por la magia de todos los demás. Todos somos autores recíprocos […] Lo que la gente envidia es el don que posee el novelista de convertirse en otro.
El mismo estímulo que rige la construcción de Las vidas de Dubin, novela en la que el caramelo de la biografía del creador se envuelve en el papel de color chillón de la vida del personaje, un biógrafo bloqueado que mientras trata de avanzar en el relato de la vida de D. H. Lawrence advierte cómo retrocede su propia vida, disuelta, como el caramelo de la biografía en la boca del relato, en la de su esposa Kitty, en la de su amante Fanny Bick, el elixir de su vida, y en las de sus hijos Maud y Gerry.
No importa en absoluto la solución al problema de si Dubin es Malamud; importa el problema en sí, el alambique en el que el relato se convierte cuando destila la vida del autor, la frontera entre la imaginación y la memoria, la memoria inventada, la imaginación verdadera. Es el berenjenal por el que se paseó feliz Nabokov, cazando mariposas mientras tarareaba frases de Gogol, a lo largo del proceso de escritura de La verdadera vida de Sebastian Knight (1941), otra novela de biógrafos y biografiados, de vidas infectadas por el recuerdo ficticio, de paranoica usurpación de personalidades. “Como habrá advertido el lector, he tratado de no poner en este libro nada de mí mismo. He tratado de no aludir a las circunstancias de mi vida”, escribe el tramposo narrador nabokoviano.
A esta cuestión dedica también algunos de los relatos de Cuentos reunidos. Este volumen recoge lo más granado de su narrativa breve por vez primera en español, en nueva traducción, y que incluye los cuentos que Roth ha destacado siempre de entre la producción de su maestro: “El préstamo”, “El caballo que habla”, “El pájaro judío” –en los que el humor se desborda– y “Angel Levine”. Disfrutará el lector con “La dama del lago” –un cuento de hadas con el genocidio nazi de decorado de fondo–, con “La vida literaria de Laban Goldman” –acerca de la falacia de pensar que al escritor lo curte la experiencia de la vida y no la práctica de la escritura–, y con cuadros de la vida dolorosa del émigré en la tierra prometida de los Estados Unidos como los que pinta en “La muerte de mí” o “El préstamo”. Y dos obras maestras del estilo y de la complicidad del narrador con su propio oficio, “Retratos del artista”, suerte de reescritura abreviada y sarcástica de aquel joyciano Retrato del artista adolescente, y “Un exorcismo”, poderosa fábula de la relación entre escritor consagrado y autor novel. El primer relato debe entenderse como un collage y un falso stream of consciousness alegórico y burlesco en torno al arte a través de la mirada holística y vertiginosa de su alter ego Fidelman, una antología de autor de las artes plásticas, de Praxíteles a Rauschenberg, escrita con un virtuosismo lírico impactante, mientras el segundo relato puede verse como un jugosísimo compendio práctico de escritura creativa: escribir mucho no siempre conduce a escribir bien, “la memoria es un ingrediente, no todo el potaje”, ni la frivolidad ni la improvisación son la mejor terapia contra el bloqueo, inventar rinde más que recordar y la perfección solo es trabajo… Todo esto predica Fogel, el famoso escritor de ficción que maneja a su antojo Malamud para que sepamos del oficio.
En “Retratos de Malamud”, recogido en El oficio. Un escritor, sus colegas y sus obras, Roth describe al autor de El dependiente (1957) como “el apesadumbrado cronista de la necesidad enfrentada a la necesidad, de las vidas bloqueadas y menesterosas de luz, de impulso, de la aspiración de superar los férreos límites del yo y las circunstancias para vivir una vida mejor”. Malamud, un maestro de la tragicomedia obstinado en escribir la vida distanciado, risueño, travieso, escéptico y a un tiempo esperanzado, en escribirla como un solemne ejercicio de estilo o como un baile de disfraces en un salón de los espejos, como un rito de travestissement ocomo una broma muy seria, en escribirla con trampas y a lo loco. ~
(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.