El profeta del caos

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Algunos engendros del pensamiento político tienen metástasis tardías en suelos favorables al cultivo de las plantas venenosas. El anarquismo egoísta de Max Stirner (1806-1856) no ejerció influencia en la época de oro del anarcosindicalismo, pero en el México del siglo xxi está más vigente que las ideas de Marx y Engels, quienes intentaron arrojarlo al basurero de la historia, pues presagia con pasmosa exactitud nuestro apocalipsis delictivo. A contrapelo de los teóricos anarquistas que santificaron la misión redentora del proletariado, en El único y su propiedad, la obra que le dio una efímera celebridad, Stirner propuso abandonar las causas humanitarias de la lucha social en busca de una liberación más expedita para la masa desposeída: “El pueblo ha muerto, viva el individuo –proclamó–. No busquéis la libertad en el renunciamiento a vosotros mismos, lograd que cada uno de vosotros sea un yo todopoderoso”, y, en vez de condenar la propiedad privada en nombre de la igualdad, incitó a los parias inhibidos por el respeto a la ley (un sentimiento tan deleznable, a su juicio, como los viejos temores religiosos) a convertirse por la vía de los hechos en una nueva casta de propietarios: “Mi libertad solo es perfecta cuando nace de mi fuerza, pero gracias a ella dejo de ser un simple hombre libre y me convierto en propietario. Yo aseguro mi libertad frente al mundo en la medida en que me lo apropio.”

Como el choque de fuerzas individuales podía hundir a la humanidad en el caos y destruir el tejido social, Stirner aconsejó a sus futuras huestes reemplazar el orden jurídico burgués, fundado en la hipocresía legaloide, por una asociación de egoístas confesos, en la que solo se respetaría el derecho ajeno cuando no afectara los intereses del individuo erigido en árbitro supremo. En otras palabras, propuso sustituir el derecho por la componenda entre hampones, a partir de la premisa (difícil de rebatir) de que todo propietario legal es igualmente rapaz que el nuevo propietario enriquecido por la fuerza: “Si alguien se precipita en los peligros y muere, decimos que se lo merece, pero si triunfa sobre los peligros, es decir, si la fuerza triunfa, también crea su propio derecho. La plebe deja de serlo cuando arrebata. No es el miedo de apropiarse lo ajeno, sino el miedo al castigo lo que aplebeya al hombre.”

Seguramente ningún capo de los Zetas, la Familia Michoacana o el Cártel del Pacífico ha leído a Stirner. Tampoco lo conocían los generales de la División del Norte que tomaron por asalto las mansiones de la oligarquía porfiriana al entrar en la capital (en vez de nacionalizarlas, como exigía Vasconcelos), y sin embargo, el anarquismo egoísta siempre fue su verdadera y única ideología. De hecho, la doctrina de Stirner, el ideólogo de todas las mafias, tiene una peculiaridad que la distingue de otras vertientes del anarquismo: no es utópica, ni hace falta conocerla para realizarla. En La ideología alemana, Marx acusó a Stirner de usar un discurso incendiario para perpetuar los valores pequeñoburgueses. Pero los mexicanos del siglo xxi sabemos que la realización de su teoría entraña un peligro mucho mayor: significa la guerra permanente de todos contra todos. O dicho en palabras de Stirner: “No es una revolución lo que viene, es un crimen enorme, orgulloso, sin consideración por nada, sin pudor, sin consciencia. ¿No escuchas a lo lejos estallar el trueno y no ves el cielo, cargado de presentimientos, llenarse de silencio y negrura?”

Es verdad que una de las trampas del capitalismo consiste en “travestir a la masa de esclavos en ciudadanos”, como dice Stirner, pues cuando un sistema económico condena a la miseria a enormes contingentes humanos, en los hechos les declara la guerra y los expulsa del marco legal (aunque pretenda incluirlos en él de dientes para afuera). Pero en México sabemos ya que, en materia de crueldad y barbarie empresarial, el anarquismo egoísta supera al egoísmo reglamentado que pretende suplantar. En Chihuahua, Tamaulipas, Michoacán y otros territorios gobernados o cogobernados por la aristocracia emergente, los narcos están dañando a tal punto las economías locales, que muy pronto no tendrán a quién venderle drogas. Tan desesperados están por abrirse mercados que, en Ciudad Juárez, los pistoleros de La Línea quieren imponerles su producto a los dueños de farmacias y tlapalerías. Los secuestros y asesinatos de migrantes centroamericanos que se niegan a trabajar como sicarios de los Zetas demuestran, por otro lado, que la línea divisoria entre el anarquismo y el esclavismo puede ser muy delgada. Se dice que en México hay un Estado fallido, pero tal vez haya dos: el que se fue pudriendo lentamente en los setenta años de nacionalismo revolucionario (la fachada institucional del primer anarquismo egoísta), y el que intenta fundar a punta de metralleta la nueva casta de semidioses. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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