No me aconsejes, sé equivocarme solo

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I

Consejos de un padre a su hijo.

Entre los apacibles y más comunes procedimientos retóricos, útiles al escritor, merecedores de estudio, figura ese postrer salvavidas que intenta ceñir el padre a la cintura de su hijo antes de que este, ya vibrante de oscuras premoniciones, se eche a navegar en las procelosas aguas de la existencia. El salvavidas verbal se suele expresar en una especie de decálogo de advertencias o consejos con los que el muchacho deberá, supone el padre, regir su conducta, cuando allá lejos, entre desconocidos, se aventure sin tutela en los riesgos de la autonomía.

Ciertamente estos avisos o exhortaciones tienen poca esperanza de ser observados por el muchacho, no por desobediencia contumaz, sino porque las acciones humanas se vienen encima demasiado aprisa y en confusión, no con la calma y claridad que permiten deliberar, y porque, además, es improbable que en una persona en pleno ardor juvenil una razón logre desmontar, atenuar o suprimir en forma alguna un deseo. Antes al revés, como estableció Hume, la razón suele ser sirvienta de la pasiones.

No obstante, estos códigos paternales han tenido cierto desarrollo literario, pues son oportunidad de exhibir in nuce el conjunto de ideales de conducta de una época, y con eso, en parte, la paideia o educación de esa época.

De estos decálogos el más famoso es, creo, el que Polonio expone a su hijo Laertes, antes de partir para Francia, en Hamlet, de Shakespeare. Dice así:

 

Lleva contigo mi bendición, y en la memoria estos consejos: no prestes tu lengua a tus pensamientos ni hagas cosas sin pensar. Sé afable, pero no vulgar en tu trato. Une a ti con vínculos de acero a aquellos amigos firmes que ya hayas calado. Pero no te prodigues con los que acaban de salir del cascarón, aún sin plumas. No entres en contiendas, pero, si entras, que tu adversario tenga que huir de ti. Presta tu oído a todos y a pocos tu voz. Oye las murmuraciones de los demás, pero reserva tu propio juicio. Que tu atavío sea tan caro como pueda tu bolsa, pero que nunca sea afectado. Rico, pero no ostentoso, porque el traje proclama a quien lo lleva, y caballeros y principales franceses tienen apreciaciones refinadas en esta materia. No prestes ni pidas prestado porque quien presta pierde dinero y amigo, y quien suele andar pidiendo falta al sentido de orden y economía que es indispensable tener. Pero esto sobre todo: sé sincero contigo mismo y sigue a esto, como la noche al día, que no vas a poder ser falso con los demás. Adiós y recibe mi bendición.

Poco o nada tiene de peculiar, inventivo o particular este decálogo; es sapiencia heredada, lugares comunes de una época, y en parte por eso es revelador.

 

II

Más consejos.

Salgari, Verne, Kipling, Stevenson, Sabatini, Dumas y ahora Pérez-Reverte (que ya no me tocó en la edad debida, no obstante me gusta) son inevitables lecturas de adolescencia. Es un don peculiar la intuición de lo que puede estremecer y dejar expectante que atraviesa la pubertad, no cualquiera puede hacerlo, sino más bien unos cuantos autores. Con los que siempre somos malagradecidos, avergonzados en nuestro empaque adulto y pedantesco de que esa literatura nos haya emocionado tanto. Pocos son los que, como Graham Greene, se atreven a confesar que prefieren leer a Conan Doyle que a Virginia Woolf, aunque muchos reconozcan in pectore predilecciones como esta.

Entre los pocos y escogidos maestros de la aventura vertiginosa figura también Miguel Zévaco. Gozó fama, está hoy olvidado casi por completo, no figura en la hoy olvidada, pero no por mí, que la estimo muy superior a lo que he visto en internet, Enciclopedia Británica (la última entrada de la Enciclopedia es el nombre Zywny, Zywny, Wojciech Adalbert, pianista y violinista del siglo XIX, primer maestro de piano de Chopin.)

Pero sigamos, Zévaco es autor de Los Pardaillan, maravillosa serie de novelas de capa y espada, de tiempos de las hostilidades entre católicos y hugonotes. Pues bien, ahí, en el primer tomito, prometedoramente titulado En las garras del monstruo, se pueden leer los tres consejos que le dio su padre a Juan Pardaillan, su hijo, y son en esencia estos tres pintorescos avisos:

 

Primero, desconfía de los hombres. No hay ninguno que valga tanto como la cuerda que podría ahorcarlo. Si ves a uno que se ahoga, échale tu sombrero y pasa de largo. En segundo lugar, desconfía de las mujeres. La más dulce oculta una furia. Sus finos cabellos son otras tantas serpientes que rodean los cuerpos de sus víctimas y las ahogan. En tercer lugar, desconfía de ti mismo. Sobre todo de ti mismo…

 

De estos consejos se siguen los 24 tomos con las aventuras del destinatario de los avisos. ~

 

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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