Al cruzar una frontera de manera legal nuestro pasaporte recibe un sello que, por lo menos en principio, indicaría que estamos libres de toda sospecha. Lo absurdo es que entre más se recopilen más sospechoso se vuelve uno ante los ojos de las autoridades migratorias.
Diversas circunstancias me han llevado a residir en tres países de manera simultánea; mi única dirección confiable es la de mi correo electrónico. En el fatigoso tránsito fronterizo que lo anterior conlleva he descubierto que la peor ocupación posible para poner en una forma migratoria es la de escritor. Así que en general opto por estudiante, la segunda peor. Aprovecho para aclarar, como con cierta frecuencia me toca hacerlo ante las insinuaciones de quienes estampan pasaportes, que mis actividades se limitan a las anteriores y no soy camello, mulita ni bestia de carga semejante.
Como además viajo lo más barato posible llegar a mi destino incluye aerolíneas exóticas, boletos electrónicos y escalas que difícilmente convencen al policía en turno de que mi tránsito en su país será generalmente fugaz. A estas alturas mi pasaporte es un documento maltrecho y lleno de marcas indelebles. Muestra un aspecto semejante al mío cuando me presento en el mostrador de inmigración después de una noche en clase turista. Mientras el oficial revisa con suspicacia las hojas del documento no puedo evitar mirarle fijamente los dedos que mi imaginación engrosa y cubre de látex. Un escalofrío me recorre al pensar que cualquier país me podría aplicar la Ley de Herodes como en el cuento de Ibargüengoitia.
Pero tal vez pronto los pasaportes y quienes los inspeccionan se vuelvan redundantes. El Reino Unido utiliza ya un método de control fronterizo que responde al acrónimo IRIS [Iris Recognition Immigration System]. Como su nombre lo sugiere, consiste en fotografiar los discos oculares que contienen la pupila, únicos como huellas digitales, y almacenar las imágenes en una base de datos confidencial.
El sistema opera en los principales aeropuertos internacionales de Gran Bretaña. Registrarme me tomó diez minutos, cinco de un cuestionario oral y cinco ante un aparato semejante a los que usan los optometristas para sacar la graduación de los lentes. Usé por primera vez el sistema después de un viaje trasatlántico en el que apenas dormí. Tenía los ojos hinchados después de haberlos mantenido durante horas imantados sobre la pequeña pantalla de plasma incrustada en la parte trasera del asiento frente al mío.
La sala de inmigración en la Terminal 3 de Heathrow estaba repleta, con varios centenares de personas formadas según su ciudadanía: europeos o resto del mundo. Caminé solo por el pasillo asignado al extraño segmento de ciudadanos con pupilas catalogadas. Al final había una mezcla de cabina telefónica, torniquete de metro y nuevamente aparato optométrico, al que acerqué mi rostro. Tras emparejar mis ojos con las dos marcas verdes sobre un espejo, las puertas de cristal se abrieron mágicamente.
Salí a las bandas de equipaje con la mirada rebosante del futuro inmediato, pero como sucede con frecuencia ante las utopías el presente y lo material se impusieron de vuelta: mi maleta se extravió durante el viaje, lo que me mantuvo en el aeropuerto varias veces el tiempo que hubiera tardado en la fila de inmigración. ~
(Ciudad de México, 1973) es autor de cinco libros de narrativa. Su libro más reciente es la novela Nada me falta (Textofilia, 2014).