The Waterboys: La big music (más grande aún)

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Si –como se cree o se quiere creer– los ochenta años de edad serían ahora los nuevos sesenta, entonces, musical y más que probablemente, los años ochenta fueron una suerte de años sesenta 2.0. Una buena suerte de –luego de los un tanto más reposados por resaca y confesionales y sinfónicos setenta– donde volvió a experimentarse y descubrirse. Y –acaso fortalecidas por el estallido visual de MTV y la explosión del rock’n’pop para estadios– se sucedieron modas y etnias y estéticas y sonidos y sabores para todos los gustos y oídos. Sí: hubo un tiempo dorado en el que todos querían sonar únicos y diferentes en lugar de, como ahora, producir estático y común ruido con voces homologadas por el espejismo del vocoder cantándole no a lo febril sino a lo apenas calenturiento. Un espejismo narcisista en el que ahora ya se ha asumido al rock como oasis y remedio para ya añejos melancólicos o tónico para milenaristas que se maravillan o lloran filmándose y difundiéndose on line mientras escuchan/reaccionan por primera vez a Remain in light o a Full moon fever o a So o a Let’s dance o a Sign o’ the times o a New York o a London calling o a Closer o a Making movies o a Oh Mercy o a Murmur o a Imperial bedroom o a Synchronicity o a Tatoo you o a Graceland o a…

… This is the sea de The Waterboys. Indispensable del primer al último de sus tracks. Gran hito de la década. Tercer álbum de la londinense banda al servicio del escocés Mike Scott (editado en 1985 luego de The Waterboys en 1983 y A pagan place en 1984) y destino y meta alcanzada en su búsqueda de esa big music que marcó a la primera encarnación del combo. “He oído la gran música / y ya nunca seré el mismo. / Algo tan puro / que acaba de decir mi nombre… Sombras a mis espaldas, éxtasis por venir”, cantaba allí Scott por amor y agradecimiento a aquello que honraba al aterciopelado y subterráneo Lou Reed ya desde el nombre del grupo y tenía a Patti Smith (protagonista de su primer casi hit, “A girl called Johnny”) como gloriosa sacerdotisa. Y vino el éxtasis. Y, sí, Mike Scott y los suyos (a destacar los decisivos aportes de Anthony Thistlethwaite y el nunca del todo ponderado y recientemente fallecido Karl “World Party” Wallinger) conseguían el oleaje de un sonido épico-epifánico mucho más sofisticado y maduro y literario y personal que las por entonces grandilocuencias un tanto adolescentes y mesiánicas de Simple Minds o The Alarm o Big Country o, muy especialmente, de U2 (“Ellos tenían la firme intención de ser la banda más grande del mundo y Bono era un gran frontman, pero ser los mejores songwriters no parecía algo que fuese parte de sus deliberaciones”, diagnosticaría con acidez Scott).

Así y de ahí, en This is the sea Scott parecía proponerse –y ser aceptado sin mayor dificultad y resistencia– como el chamánico eslabón perdido entre Bob Dylan y Nick Cave en nueve tracks tan encandiladores como encandilados y tan enceguecedores como visionarios, donde comulgaban lo carnal y lo espiritual, lo dionisíaco y lo evangélico, la decadencia del Imperio y la fortaleza de Brigadoon, las canciones de odio y las de amor, los tambores a aporrear y las trompetas amorosas y saxos como cometas y tsunamis de teclados, esos ululantes marca de la casa whoo-oohs! de garganta profunda y, sí, el oceánico mar y la luna al completo. Allí, la muy versionada (y protagonista de una emocionante escena final con flash-mob nupcial al final de la serie The affair) “The whole of the moon”. Canción que es, sin duda, no solo lo mejor del álbum sino que se cuenta y canta entre lo mejor de la década (y así lo certificó un Premio Ivor Novello a su soberbia humildad y a su rendida grandeza). Ese himno que Scott comenzó a escribir en el preciso instante en que su novia, “en una ventosa calle de Nueva York”, le preguntó si era muy difícil escribir una canción y “¡Claro que lo es!”, fue la respuesta del novio. Y, sí, la novia contó que se quedó muy pero muy impresionada con su novio. Pero todo el conjunto funciona en su totalidad desbordando de melodías en llamas y versos encendidos que Scott fue rimando en un black book of shadows para apuntar hechizos comprados en Magickal Childe, “una tienda de magia y hechizos” alguna vez frecuentada por John Lennon. En sus páginas blancas, Scott –confeso maniático referencial– dio fondo y forma a un ciclo de canciones en las que se disfruta de guiños y agradecimientos al “Penny Lane” de The Beatles, la Narnia de C. S. Lewis, la sweet thing de Van Morrison y la lost highway de Hank Williams, el Wounded Knee de Dee Brown, The Clash, W. B. Yeats (a quien años después dedicaría un álbum entero), David Bowie, la Manhattan realista-mágica-dickensiana de Mark Helprin, Prince, el jardín secreto de Frances Hodgson Burnett, Bruce Springsteen, James Joyce, Jimi Hendrix, Walt Whitman, los Rolling Stones circa Brian Jones, los darwinianos bebés acuáticos de Charles Kingsley, Steve Reich, Jack Kerouac, The Doors, James Welch, sus contemporáneos The psychedelic furs y Echo and the Bunnymen, Rimbaud, The first edition, George Armstrong Custer y Toro Sentado, Woody Guthrie, Handel, Dylan Thomas y Bob Dylan y siguen las firmas y los afirmados. Mike Scott contó en detalle todo el proceso de creación en su muy recomendable autobiografía –Adventures of a Waterboy–, pero, hasta hoy, faltaba el asomarse a la totalidad sónica de la experiencia. Algunas piezas se habían movido ya en las recopilaciones y demos The secret life of The Waterboys, Too close to heaven, In a special place o en la versión doble de This is the sea. Pero quedaba mucho por navegar.

Ahora, 1985 es la tercera box arqueológica de Scott & Co. luego de Fisherman’s box The magnificent seven dedicadas a los inmediatamente posteriores Fisherman’s blues y Room to roam. Los seis cd de 1985 incluyen todo lo registrado durante el durante en 95 tracks (63 de ellos inéditos) más una versión remasterizada de This is the sea y un exhaustivo cuadernillo (a una versión limitada y deluxe se añade un libro de 220 páginas) en el que Scott explica canción a canción y se zambulle y flota y da cuenta de la magnitud de la magna empresa. Aquí, los modos y maneras en los que la banda se va acercando a cada canción. En directos o en versiones ajenas o en emisiones de radio o con invitados del calibre de Tom “Television” Verlaine o en mensajes en contestadores telefónicos. Buena parte de todo esto quedándose fuera en su momento no por falta de calidad sino de espacio (“Son of dirt”, “The ways of men”, la versión live de “Bury my heart” o las sucesivas aproximaciones a “Beverly Penn” ya justifican precio y pago). Y todo como arrojando redes y anzuelos hasta atraparlas y exhibirlas triunfal como trofeos.

Luego, habiendo destilado a la perfección esa big music a la que le había cantado en A pagan place como se le canta a una amada –y pareciendo a punto de consagrarse como proverbial next big thing–, Scott dejó atrás las luces artificiales de Londres por la iluminación de velas de la campiña irlandesa. Así, The Waterboys mutó en algo así como muy aviolinada bandada celta-folkie con Steve Wickham como paternal hermano de sangre y, en su propia definición, raggle-taggle orchestra,para conseguir su en principio desconcertante para muchos pero casi enseguida considerada segunda indiscutible obra maestra: Fisherman’s blues. La primera de sus muchas e imprevisibles transformaciones (incluyendo paréntesis solista de dos álbumes) con un Mike Scott para muchos insoportable y megalómano y autosaboteador profesional (actitud a la que se refiere en una canción conveniente y confesionalmente titulada “Lucky day / Bad advice”) pero, también, evidentemente genial con todos los problemas que ser eso implica.

Pero no importa.

The Waterboys siguen en activo, sus últimos y siempre polimorfos y perversos discos (llegando incluso a coquetear con la electrónica-dance o el funk-hip hop o el jazz-rock, pero nunca dejando de ser inconfundiblemente aguateros con sed de big music, porque la canción puede cambiar pero la voz de Scott es la misma) siempre incluyen profundas perlas. Sus conciertos son como una fiesta en playa o taberna de muelle. Y (seguramente no hay mayor gloria que la de que el maestro admire al discípulo) Bob Dylan sigue siendo fan de ellos.

A sumergirse entonces, pero nunca a hundirse ni ahogarse.

A mojarse de nuevo –1985 en 2024– como si fuese la bautismal primera vez.

Y a no olvidarlo nunca: aquello era el viejo río, pero esto es el por siempre joven mar. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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