¿Es Mis venenos el retrato de Dorian Gray de Sainte-Beuve? Fue un libro que no publicó en vida, y manifestó en él que era obra de la sinceridad, aunque parece deducirse que –Sainte-Beuve fue un buen psicólogo– la sinceridad no ha de coincidir con toda nuestra verdad sino más bien con la parte de nuestras impresiones vinculada con las pasiones. No cabe dudar de que se trata de “juicios sinceros”, las huellas de alguien que habla consigo mismo. Pero, para decir la verdad, ¿no hay que hablar con otro? El prolífico crítico francés murió en 1869 y la primera edición de esta obra es de 1926. En ella dejó apuntes muy directos y ácidos sobre autores y obras de su tiempo, además de diversas reflexiones de tono aforístico que enlazan bien con la tradición moralista y psicológica de los siglos xvii y xviii franceses. Sainte-Beuve nos previene de que no deberían ser leídos como su verdadero pensamiento sino la confesión de sus reacciones inmediatas, como desahogos que, no obstante, él tendría en cuenta a modo de bitácora emocional a la hora de redactar sus retratos y comentarios literarios y políticos. Se podría pensar que estas confesiones –que tanto gustaron a otro gran crítico, Cyril Connolly– son la verdad de su pensamiento crítico, pero sería un error, como también lo sería pensar que no forman parte de lo que pensaba. Gautier, que ejerció ampliamente la crítica de teatro, dijo con frase que habría hecho sonreír a Fernando Pessoa que la máscara lo había hecho verdadero. Es, o debería ser, una profunda divisa para el creador literario, aquel que huye de la correspondencia objetiva entre el yo y la obra porque sabe que sólo inventándose podrá conocerse y revelarse. También Sainte-Beuve inventó sus máscaras, reaccionó frente a las que su tiempo quiso ponerle, y finalmente su obra, siendo él mismo, lo cambia. Al principio de sus numerosos volúmenes aparece un personaje inquieto, un buscador de la novedad, de lo que a su vez también se agita, y, al final (que es también el final de la vida), nos encontramos a otro o al mismo, que mira lo que se mueve desde un lugar aparentemente quieto: un observador que quizás ha renunciado ya a sufrir metamorfosis. Un observador agnóstico, de extrema curiosidad, que quiso saber la verdad, la “verdad relativa de cada cosa”.
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Charles-Augustin Sainte-Beuve (1804-1869) debutó en 1828 con una obra notable sobre la poesía y el teatro del siglo xvi. Inmediatamente, y a partir de aquí de manera incesante, escribió retratos y ensayos, comentarios y estudios en Le Goble, Revue de Paris, Le Constitutionel y otras publicaciones importantes de su época. Todos esos artículos fueron recogidos en numerosos volúmenes que llevan por título Retratos Literarios y Charlas del lunes. Además es autor de Estudio sobre Virgilio (1857), una amplia obra sobre Chateaubriand (1861), de la novela Voluptuosidad (1834), de un puñado de poesías atribuidas a Joseph Delorme (1829) y numerosos estudios históricos y biográficos. Mención aparte merece su estudio sobre Port-Royal, cuyo último volumen publicó en 1867. Su correspondencia es inmensa, y, hasta donde sé, permanece inédita en español. Sainte-Beuve fue profesor, conservador de la Biblioteca Mazarine, académico (recibido, curiosamente, en 1845 por Hugo) y sobre todo el gran iniciador en Francia de la crítica moderna, como en Inglaterra lo fue Samuel Johnson. Sainte-Beuve fue un crítico imbuido de clasicismo y nunca olvidó algo que algunos escritores franceses del xvii habían tenido como anhelo: educar, formar. Lo mórbido y lo provocador (¿qué hacer con esa pobre señora de provincia, con la arriesgada adúltera Bovary, o con Julien Sorel?) lo desconcertaban porque no perdía de vista casi nunca la dimensión educativa, al lector como agente social. Por otro lado, creía en lo irreductible del genio personal, en el misterio de la creación literaria, a pesar de que siempre estuvo tentado por el cientificismo de su tiempo (Renán, Taine y otros). Él mismo fue un obsesivo clasificador de los tipos psicológicos, hasta el punto de que a veces se llamaba a sí mismo, en este sentido, un naturalista. Pero no lo fue porque ese misterio y esa percepción de lo irreductible que he mencionado –entre otras cosas– alimentaron en él cierto escepticismo último frente a la excesiva normalización científica aplicada a lo literario y a lo humano. Algunos contemporáneos lo conceptuaron de romántico enclaustrado. Sin duda fue un hombre de gabinete, un estudioso que salía, sobre todo, para cenar con sus amigos (Baudelaire, los Goncourt, Pavie, Alejandro Dumas, George Sand), pero el romanticismo no puede definir su mundo, tan imbuido de una armonía previa, formal. Fue, sí, un realista, y en ese sentido se aparta de la exaltación del sueño y de la noche del romanticismo; también un formalista, y por lo tanto, ¿qué podía hacer con obras, por ejemplo, como las de Nerval? Su deseo como escritor consistió en dotar a la crítica de algo más de poesía al tiempo que de una fisiología hasta entonces desconocida. De ahí su atracción por el retrato. Aunque su ambición confesada fuera hacer una “historia natural literaria” –que rozó, especialmente en su clasificación inicial de los personajes de Port-Royal-, nunca llegó a aceptar para los estudios literarios el cientificismo de su siglo y creyó hasta el final de sus días en el misterio de toda verdadera obra literaria. No fue un Bacon de la historia literaria (nadie lo ha sido, porque no es posible), pero creo que se puede aceptar que fue uno de sus mejores psicólogos y un controvertido e ineludible intérprete. Para Sainte-Beuve era crucial intuir el tipo en la persona e introducir la necesaria perspectiva histórica para poder entender el verdadero valor de una obra. Es verdad que no fue nunca del todo coherente en su método crítico, en sus caminos y vericuetos, y eso hace –dado su talento- más interesante su labor. No creo que pueda conceptuarse, como quiso verlo Taine, de precursor del método científico, casi un botánico moral de la literatura, algo que horrorizó a Marcel Proust y le hizo escribir un inconcluso libro titulado Contra Sainte-Beuve. No cabe duda de que siempre quiso hallar un método, pero ni lo encontró ni se entregó a la ilusión de haberlo hallado. Si bien estuvo obsesionado por ver la dimensión moral de la obra (en el sentido más amplio de estos términos), también es verdad que escribió que “no existe biografía propiamente dicha, para un hombre de letras, mientras no haya sido un hombre público: su biografía no es más que la biografía completa de sus obras”, de ahí a que su amigo y contertulio Gustave Flaubert, tan poco sospechoso de estar en contra de la autonomía de la obra, afirmase que “Madame Bovary c’est moi” hay poca distancia.
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Mis venenos (un título llamativo, pero que no conviene del todo a esta obra al no sugerir toda su amplitud) contiene, además de numerosas observaciones sobre políticos y escritores de su tiempo, aforismos con lo mejor de esa tradición moralista francesa que se inicia en el siglo xvii. No hay que olvidar que La Rochefoucauld fue admirado sin ninguna sombra por este moralista que vivió en un siglo de grandes ambiciones. Quisiera destacar algunas de esas líneas en las que la capacidad perceptiva de Sainte-Beuve se alía a su exactitud literaria. ¿Quién hubiera dicho en España, en la primera mitad del siglo xix, esto sobre la juventud (prácticamente inexistente, salvo como picaresca, en nuestra literatura anterior al siglo xx): “En la juventud, todo nos resulta muy nuevo, y creemos ser algo novedoso para los demás”. O esta confesión de lector: “La crítica es para mí una metamorfosis” (lo que debe ser para el lector la lectura de la obra, una oportunidad para ser otro, y que Quijano vivió como protagonista). Sainte-Beuve no pudo imaginar este tiempo nuestro, en el que las urgencias de la publicidad y de la renovación continua del éxito se han convertido en el perfil de nuestros artistas y escritores, pero una frase suya nos hace suponer que vislumbró en sus días ese verdadero veneno de la obra y de la persona: “La mayor parte de los hombres famosos mueren en un verdadero estado de prostitución”, a lo que habría que añadir que no pocos comienzan así la construcción de su fama.
Para Sainte-Beuve el mundo fue un libro infinito en el que no dejaba de leer nunca. Para él los individuos y la literatura, las pasiones de los hombres y las formas, no cesan en ningún momento de ser materia de lectura, y no sólo cuando estaba frente al poema o la novela. Sainte-Beuve supo que nunca acabamos la lectura de ese libro, y que es importante tenerlo siempre abierto. ¿No es acaso esto profundamente proustiano? Volvemos a la pregunta del principio. Mis venenos no es el retrato verdadero de Sainte-Beuve. Éste sólo podemos hallarlo en sus metamorfosis, en esa vasta literatura de su obra. Pero sin duda estamos ante una pieza reveladora en muchos aspectos, preciosa en sus observaciones, significativa en lo que se refiere a las proporciones que adoptan nuestros gustos y disgustos. En fin, un veneno deleitoso.~
– Parte del prólogo a Mis venenos, que Artemisa publicará próximamente.
(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)