John Forbes Kerry: sensatez y sentimientos

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John Forbes Kerry tiene la compleja personalidad de los desarraigados. Hijo de un austero diplomático de origen austriaco y de una aristócrata de abolengo del noreste estadounidense, Kerry pasó buena parte de su infancia en internados. Tras conocer el Berlín de la posguerra, el pequeño Kerry fue enviado a un instituto en Suiza, donde, además de sufrir los estragos de la melancolía, trató de aprender el difícil arte de la integración social. Kerry era un niño solitario. El hombre que décadas después aspiraría a la Presidencia de Estados Unidos tuvo una niñez marcada por la seriedad y la impopularidad. El joven se concentraba no en hacer reír a sus compañeros, sino en cumplir con las altas expectativas de Richard Kerry. El padre de John Kerry había sufrido una traumática pérdida que marcaría de manera definitiva su carácter. En 1921, Frederick Kerry, abuelo de John, se había quitado la vida en el baño del hotel Copley Plaza de Boston al perder, por tercera ocasión, una fortuna. El dolor del suicidio de su padre nublaría para siempre la vida de Richard Kerry. John, el hijo mayor, resentiría la distancia con su padre y, quizá en un intento por franquear aquella brecha, buscaría triunfar en una carrera que probablemente no tendría otro fin que no fuera la presidencia.
     La seriedad de Kerry le ganó pocos amigos en aquellos años de formación. Ansioso, quería participar en todo y, a fuerza de insistir, logró destacar en distintas actividades. Pero el niño aquél, reservado y culto, tenía un aire omnisapiente que rayaba en la pedantería. En Suiza, Kerry hizo escasas amistades. Al poco tiempo, la distancia con el padre crecería sustancialmente. En 1956, los Kerry decidieron enviar a su hijo al Colegio Fessenden, un internado donde la disciplina debió haber rayado en el fascismo (el lema de la escuela es, a la fecha, “El trabajo conquista todo”). Richard y Rosemary Kerry permanecieron en Europa. En Fessenden, John vivió de nuevo como un gitano. La falta de raíces comenzó a afectarlo: “Estaba siempre mudándome y diciendo adiós […] No lo mejor para un niño.”1 Además de sentirse como un desarraigado, Kerry sufrió, en sus años en Fessenden, la crueldad de la aristocracia estadounidense. A pesar de la sangre azul que su madre le había heredado, Kerry no era rico. Richard Kerry, proveniente de una familia judía conversa, ciertamente no era el clásico padre de un muchacho de Fessenden. La familia Kerry originalmente se apellidada Kohn. Fue en 1900 cuando Fritz Kohn, abuelo de John, decidió cambiar su nombre por el de Frederick Kerry. La manera como los Kohn escogieron el apellido Kerry parece salida de una película: cierto día abrieron un atlas y dejaron caer un lápiz para que el azar le diera nombre a la nueva familia. El lápiz marcó el condado de Kerry, en Irlanda. Aunque John Kerry no supo la verdad sobre su linaje hasta el 2003, su abuelo probablemente le había hecho un favor: para un aristócrata de Massachusetts era mejor ser percibido como un irlandés católico que como un judío converso austriaco. Aun así, al linaje de Kerry le faltaba peso para que el adolescente fuera plenamente aceptado en el pedante mundillo de aquel internado. No es aventurado pensar que Kerry soñaba con ser popular. Al poco tiempo, la vida le dio a Kerry una salida. Todo muchacho que enfrenta problemas en una escuela complicada sueña con encontrar un amigo como Richard Pershing. Nieto del célebre general John Pershing, Richard Pershing era, de acuerdo con los testimonios de quienes lo conocieron en aquellos años de adolescencia, un tipo encantador. El carisma de Pershing era tal que sus amigos de la época lo comparaban con Jay Gatsby, el personaje de la novela de F. Scott Fitzgerald cuya voracidad vital no conoce límites.2 Kerry probablemente veía a Pershing con admiración: el joven, heredero de una estirpe militar incomparable, era todo lo que Kerry deseaba ser, pero, lejos de envidiarlo, Kerry decidió aprender de Pershing. Para 1957, cuando dejó Fessenden a fin de inscribirse en el Colegio St. Paul, Kerry había adquirido una nueva confianza en sí mismo.
     En St. Paul, Kerry tuvo que enfrentar una sociedad escolar aún más complicada y excluyente que la de Fessenden. Pero el joven se defendió con brío. En el afán de darle cauce a su afición por el arte del debate, Kerry fundó una sociedad donde podían discutirse los grandes temas nacionales. El futuro candidato demostró, desde entonces, su tendencia a la elocuente seriedad: alguna vez pronunció un discurso memorable con el ambicioso título de “La lucha negra”. Herbert Church, profesor de inglés de Kerry en St. Paul, lo recuerda como un estudiante que “quería hacer algo por el mundo […] era un idealista sincero”.3 Ser un idealista que reflexiona sobre los grandes asuntos no siempre es sinónimo de popularidad en la adolescencia y, sin un Richard Pershing junto, Kerry comenzó a sentirse alejado del grupo. En St. Paul, la salvación fue John Walter, un compasivo maestro que se convirtió en el interlocutor favorito de Kerry en el complicado ambiente escolar. Walter confirmó la pasión de Kerry por la política y, siendo el primer maestro de color en ser admitido en el cuerpo docente de St. Paul, enseñó a Kerry la importancia de la lucha por los derechos civiles. En St. Paul, Kerry escogió un ídolo político: John F. Kennedy. La fuerza política de Kennedy impresionó al joven Kerry, quien desde entonces se consideraría el potencial heredero del hombre con el que creía compartir algo más que aquellas legendarias iniciales. Un par de años después, Kerry conocería a Kennedy en Rhode Island. Kerry mantenía una amistad con Janet Auchincloss, media hermana de Jacqueline Kennedy. Janet invitó a Kerry a un paseo en velero. Kennedy iba en el yate. Las fotografías de aquel día muestran a un Kerry que trata de dar una impresión de calma pero no puede ocultar el asombro que seguramente inunda a cualquier persona que se enfrenta, de pronto, con el objeto de su idolatría. Kennedy era, después de todo, otra figura que tenía eso que Kerry tanto anhelaba: una mezcla perfecta entre fortaleza y popularidad. Desde ese momento, Kerry trataría de imitar a Kennedy a cada paso.
     Después de St. Paul, Kerry se inscribió en la Universidad de Yale, donde su culto idealismo fue mejor recibido. Entusiasta como siempre, Kerry se aprendió la historia entera de la universidad: paseaba por New Haven como quien camina por el lugar de sus sueños. “[Kerry] simplemente conocía la escuela, conocía las tradiciones. Siempre tuvo un sentido de la historia y su lugar en ella”,4 recuerda Danny Barbiero, amigo de Kerry desde St. Paul, y después compañero del futuro senador en Yale. Kerry hizo amigos con rapidez en la universidad. Primero fue Harvey Bundy, sobrino de William y McGeorge Bundy, dos de las figuras centrales de la política exterior estadounidense de la época. Después cultivó la amistad de Fred Smith, un entusiasta de la aviación que le enseñaría el oficio de piloto y fundaría, con los años, la exitosa empresa de mensajería Federal Express. David Thorne, quizá el más cercano a Kerry y quien se convertiría, con el tiempo, en su cuñado (Kerry se casaría con Julia, la hermana de su compañero), completaba el grupo de amigos. Además de Barbiero, Bundy, Smith y Thorne, John Kerry se reencontró con Richard Pershing. La amistad entre Pershing y Kerry volvió a florecer en Yale, donde Pershing siguió haciendo gala de su carisma y ayudó a Kerry a acercarse a más de una compañera de clase.
     En Yale, Kerry se convirtió en una celebridad. Gracias a su empuje fue electo presidente de la sociedad política de Yale. Además, siguiendo con la tradición comenzada en St. Paul, tomó las riendas del equipo de debates de la universidad. Kerry tenía fama de ser un polemista sobresaliente: “Era famoso por debatir sobre cualquier cosa. Sus amigos aprendieron que a Kerry no le gustaba dejar un asunto por la paz. Lo que quería era una pelea de boxeo verbal.”5 Su fama era tal que nadie se sorprendió cuando fue escogido para formar parte de la misteriosa hermandad Skulls and Bones (“Cráneos y Huesos”), grupo que se precia de elegir y proteger a los estudiantes más prometedores de la universidad (por cuestiones dinásticas y no por merecimientos propios, George W. Bush sería parte del grupo apenas un par de años después). Sólo quince de mil alumnos de nuevo ingreso en Yale son elegidos como nuevos miembros de la cofradía: a principios de los sesenta, John Kerry tuvo esa suerte. Junto con Kerry ingresaron Smith, Thorne y, por supuesto, Pershing. La vida taciturna de John Kerry, el desarraigado, comenzaba a iluminarse.
     El primero de dos golpes que formaron el carácter adulto de John Kerry llegó el 22 de noviembre de 1963. Sentado en la banca durante un partido de futbol soccer (por cierto, juega, y juega bien), Kerry recibió una noticia que le congeló la sangre: John F. Kennedy había sido asesinado. El golpe fue brutal para el joven estudiante de Yale. David Thorne, que estaba sentado junto a Kerry cuando recibió la noticia, recuerda que la muerte de Kennedy fue “un shock” para su amigo: “Era su ídolo, su héroe. Fue profundamente desconcertante para él.”6 Poco tiempo después de la muerte de Kennedy, William Bundy, que trabajaba en la Secretaría de Estado, visitó Yale. Kerry escuchó a Bundy hablar de la Guerra en Vietnam y, quizá recordando las palabras de su ídolo recién fallecido,7 decidió “hacer algo por Estados Unidos”. A pesar de que tenía dudas sobre los verdaderos fines de la guerra (en un discurso de fin de cursos, Kerry declaró que los jóvenes no habían perdido el interés por servir en el ejército, pero sí cuestionaban “las raíces de aquello a lo que servimos”),8 Kerry decidió alistarse. “Yo quería estar allí”, dice Kerry casi cuarenta años después. “Quería contribuir.” Junto a él viajarían Smith, Thorne y Pershing. Todos compartían, de acuerdo con Kerry, “la sensación de ser invencibles”. Estaban muy equivocados.
     John Kerry llegó a Vietnam en noviembre de 1968 tras un agotador entrenamiento para convertirse en capitán de los botes ligeros que patrullarían los ríos vietnamitas. En los cinco meses que estuvo en Vietnam, John Kerry se convirtió en un auténtico héroe de guerra: fue herido tres veces —recibió un “corazón púrpura” en cada ocasión— y obtuvo una estrella de bronce y otra de plata como reconocimiento a su valentía y gallardía en combate. El 28 de febrero de 1969 Kerry recibió la estrella de plata por atacar una posición adversaria de manera inesperada: tras ver atrapado su navío en una emboscada, Kerry optó por dar un giro y encallar el barco justo frente al enemigo. La valentía de Kerry surtió el efecto deseado: el teniente de Massachusetts disparó y dio muerte a un soldado del Vietcong que amenazaba con lanzar una granada al navío del joven capitán. El 13 de marzo, Kerry volvió a hacerse merecedor a una condecoración cuando salvó de la muerte a James Rassman, compañero de armas que había caído de un bote en medio de una emboscada; Kerry, que iba en otra embarcación, había sido herido también: al ver a Rassman manoteando desesperado, Kerry dio media vuelta y, sin importarle el riesgo de ser alcanzado por un nuevo disparo enemigo, enfiló hacia el hombre en el agua; Kerry se asomó por la borda y alcanzó a tomar del brazo al herido; con Rassman en el bote, Kerry regresó, de manera milagrosa, a puerto. La Marina entregó al teniente Kerry una medalla de bronce en reconocimiento de su valor.
     Kerry, sin embargo, estuvo en contra de la acción militar en Vietnam desde el principio. Es difícil encontrar, en un recorrido por las cartas del joven teniente desde Vietnam, alguna palabra que pueda ser interpretada como una justificación para la guerra en el sureste asiático. “Cuando uno de tus hombres resulta herido, te sientes más absurdo”, decía Kerry entonces. “Es en ese momento cuando debes encontrar una razón para que el asunto valga la pena. Y, sin poderlo evitar, Vietnam simplemente no tiene razón alguna. No pasa la prueba.”9 Cuando uno lee las palabras del Kerry de Vietnam no puede más que concluir que aquel idealista —que había decidido seguir los pasos de John Kennedy incluso al convertirse en capitán de una fragata— estaba perdiendo poco a poco la inocencia.
     El final del romanticismo de Kerry había llegado, sin embargo, meses antes. Era el 17 de febrero de 1968. Un pelotón estadounidense patrullaba un arrozal cuando fue atacado de manera sorpresiva entre los matorrales. Tras una explosión, el teniente del grupo contó a sus hombres y, al descubrir que faltaba un soldado, decidió regresar. El hombre alcanzó a dar algunos pasos antes de que el Vietcong disparara una granada que explotó un par de metros delante de él. El impacto fue brutal e instantáneo. El líder del pelotón voló por los aires y cayó de bruces. Había muerto de inmediato. Era Richard Pershing.
     La muerte de su gran amigo fue un golpe terrible y sin precedentes para John Kerry. En distintas cartas en las que habla de la muerte del carismático Pershing, Kerry define sus sentimientos como “un vacío”. “Estoy enojado, lleno de amargura y perdido desesperadamente con nada más que guerra, violencia y más guerra a mi alrededor”, escribía Kerry a sus padres. En otra carta, esta vez para su novia Julia Thorne, Kerry, el futuro candidato presidencial, escribe una oración que podría tener, en estos tiempos, repercusiones importantes —si tan sólo Kerry la recordara: “Nunca dejaré de intentar convencer a la gente de cuán torpe e inútil es el desperdicio de una vida como ésta.” Al final de su experiencia en Vietnam, el teniente Kerry, sacudido y desconcertado, llevaba el pecho lleno de medallas. Pero volvía a Estados Unidos con algo aún más importante: la firme convicción de hacer algo por darle fin a la guerra; una convicción que sólo podía venir de alguien que había vivido lo que Kerry y sus compañeros llamaban “los días en el infierno”.
     John Kerry no olvidaría la muerte de Richard Pershing ni las atrocidades que presenció en Vietnam. Cuando regresó a Estados Unidos, Kerry era otro. “Volví muy preocupado y molesto por la guerra,” recuerda Kerry. “Alguien me dijo, ‘¿Qué te pasó? Tienes los ojos hundidos’. La tensión y el trauma de la guerra me habían pasado la factura.”10 El estado de ánimo de Kerry no era infrecuente entre los veteranos del conflicto vietnamita. La mayoría regresaron a Estados Unidos para enfrentar una vida rota, llena de pesadillas. Muchos vieron pasar años antes de reintegrarse a la sociedad de manera productiva. La historia de Kerry fue distinta. Convencido de su papel esclarecedor en cuanto a la guerra de Vietnam, el futuro senador decidió cambiar el rumbo del conflicto armado, que ya había acabado con la vida de miles de soldados estadounidenses y un número no definido de vietnamitas. Primero, Kerry pensó en postularse al Senado, pero fracasó en el intento. El tropiezo fue, en realidad, un golpe de suerte. Gracias a ese descalabro político, Kerry pudo dedicarse a la organización que cambiaría su vida: Los Veteranos de Vietnam Contra la Guerra (VVAW).
     La distinción y el porte aristócrata de Kerry lo hacían el líder ideal para una agrupación pacifista. A diferencia de la mayoría de los veteranos, que se dejaban el pelo largo y preferían no bañarse, Kerry resultaba una figura elegante y respetable. A principios de abril de 1971, Kerry apareció en televisión nacional. Con voz grave, el veterano teniente explicó el porqué de su crítica al conflicto en Vietnam. Kerry habló fuerte e incluso acusó a algunos miembros del ejército de su país de cometer crímenes de guerra. Aquel discurso tuvo el efecto deseado: el movimiento de rechazo a la guerra creció en cantidades exponenciales. Richard Nixon, preocupado por la nueva estrella de los veteranos, pidió que alguien de su equipo encontrara algún dato que descalificara a Kerry: nadie halló nada que pudiera servir al mandatario. Nixon no pudo más que defenderse con lo único que le quedaba: su propia idea de Kerry. “Es un farsante”,11 dijo Nixon, seguramente escéptico ante la posibilidad de que un patricio postadolescente de Massachusetts pudiera ser, también, un héroe de guerra.
     Pero Kerry era mucho más que un soldado lleno de condecoraciones; a sus veintisiete años, era también un hombre elocuente. El momento de gloria del Kerry pacifista llegó el 22 de abril. Sentado frente al Comité de Relaciones Exteriores del Senado, Kerry dio un discurso que se convirtió en la plataforma de todas las protestas en contra de la presencia estadounidense en Vietnam. Las últimas palabras de Kerry resultaron particularmente memorables: “¿Cómo puede pedírsele a un hombre que sea el último en morir por un error?”12 Poco tiempo después se reunió con un numeroso grupo de veteranos que aventaron sus medallas frente al Capitolio. Kerry, sin embargo, no se deshizo de sus medallas: arrojó las de un compañero. El cuidado que tuvo Kerry de no desprenderse de sus propias condecoraciones causó una justificada molestia entre los veteranos. Algunos comenzaron a preguntarse si Kerry no hacía todo aquello con el afán de impulsar su propia carrera política. La teoría es posible, pero no probable: en el Estados Unidos de principios de los setenta había maneras mucho más sencillas de tener éxito en la política que ser líder de una asociación pacifista. De una u otra manera, la magnética presencia de John Kerry fue, con toda seguridad, uno de los factores que llevaron a Estados Unidos a retirarse de Vietnam en 1973.
     En 1982, ya con dos hijas con Julia Thorne, y tras dedicarse durante diez años a estudiar leyes y ejercer su profesión como fiscal en el distrito de Middlesex, John Kerry regresó al mundo de la política. En 1972, Kerry había perdido otra batalla electoral cuando guardó silencio ante los ataques en la prensa de un experimentado contrincante. Kerry aprendió la lección y, ya sin ingenuidades, volvió por sus fueros en 1982. Tras una breve pero complicada campaña, Kerry fue electo vicegobernador de Massachusetts. Ahí, se concentró en los asuntos del medio ambiente y fue un verdadero brazo derecho para el gobernador Michael Dukakis. En 1984, sin embargo, Kerry buscaría otra oportunidad: un puesto de mucha mayor relevancia. Fue una oportunidad inesperada: Paul Tsongas, senador por Massachusetts, había anunciado el abandono de su escaño debido a un severo caso de cáncer linfático. A pesar de los riesgos (con sólo un año en la oficina de gobierno, Kerry no era un hombre particularmente experimentado), el vicegobernador decidió buscar un lugar en la máxima instancia del poder legislativo. Kerry ganó la candidatura de su partido después de una disputada elección primaria contra el representante James Shannon. Kerry se alzó con la candidatura sólo después que Shannon cometiera el error de cuestionar la trayectoria de su rival en Vietnam. Poner en duda las acciones de John Kerry en aquella guerra equivale, probablemente hasta el día de hoy, a un suicidio político: un grupo de veteranos se dedicó a perseguir a Shannon por el Estado para reclamarle su osadía. Al poco tiempo, Kerry recobró la ventaja. En la elección, Kerry no tuvo mayor problema para derrotar al aspirante republicano y, así, llegar por primera vez a Washington como legislador electo.
     Los años de John Kerry en el Senado estuvieron marcados, al menos al principio, por posturas francamente liberales. Lo primero que hizo en Washington fue oponerse a cualquier tipo de ayuda a los contras nicaragüenses, causa consentida del presidente Reagan. Kerry y Tom Harkin, otro veterano de Vietnam que también llegaba al Senado por primera vez, decidieron hacer lo posible por detener lo que consideraban un nuevo Vietnam. Kerry, en particular, parecía obsesionado con la idea de “detener la matanza” en Nicaragua. Uno puede imaginarse al senador de Massachusetts sobrevolando el paisaje nicaragüense y teniendo una regresión traumática: “‘Mire,’ le dijo Kerry a un reportero sentado junto a él en el momento en que el avión aterrizó en Managua. ‘Me recuerda tanto a Vietnam. La misma exuberancia. Los árboles’.”13 En abril de 1985, Kerry y Harkin aterrizaron en tierra nicaragüense para una breve visita. Los jóvenes legisladores pretendían dar un empujón a las pláticas conciliatorias entre los sandinistas y Reagan. Al final de su estadía, el gobierno de Daniel Ortega extendió una oferta: los sandinistas harían un alto al fuego si Estados Unidos dejaba de apoyar a los contras. Al volver a Estados Unidos, Kerry creía ser Churchill cuando en realidad era Chamberlain: el papel que llevaba en la mano no sería el final de las hostilidades entre Washington y Managua, y para Kerry se volvería un dolor de cabeza. Quizá guiado por un deseo casi instintivo por detener un conflicto que parecía tan similar al Vietnam de sus pesadillas, Kerry olvidó que, en efecto, había lidiado con un régimen comunista. Las buenas intenciones de Kerry se vieron truncadas cuando Daniel Ortega voló a Moscú en busca de ayuda económica. El viaje del líder sandinista a Moscú acabó con el plan de Kerry y Harkin y dio a los republicanos una oportunidad dorada para ridiculizar a los dos idealistas veteranos: el secretario de Estado George Shultz inyectó algo de ironía cuando dijo que resultaba problemático “que senadores comiencen a pactar con comunistas”. Los colegas demócratas de Kerry tampoco vieron con buenos ojos la cruzada conciliadora de los dos novatos del Capitolio: “Francamente, nos han avergonzado”, dijo el líder demócrata Tip O’Neill, mientras que Chris Dodd, senador de Connecticut, se preguntaba, tras el viaje de Ortega a Moscú “¿A dónde creían mis colegas que iría [Ortega]? ¿A Disneylandia? El hombre es un marxista”.14
     No pasaría mucho tiempo para que Kerry obtuviera una revancha. El Senador retomó sus habilidades como fiscal para investigar las ligas entre el gobierno de Reagan (que se había convertido en una especie de némesis para Kerry), los contras y el gobierno iraní. El trabajo de Kerry resultó fundamental para el descubrimiento del escándalo que sería, a la postre, una mancha imborrable en el historial de Reagan. Ese par de años dejaría, a su vez, una huella indeleble en el expediente del propio Kerry: para los republicanos, el Senador sería, de ahí en adelante, un liberal sin redención. La etiqueta no desaparecería jamás. Mucho menos después de que, en 1991, Kerry de nuevo usara a Vietnam como ejemplo precautorio antes de votar en contra de la Guerra del Golfo. Lo vivido por Kerry en el sureste asiático se había vuelto ya el leitmotiv del Senador. La herida vietnamita necesitaba una catarsis.
     Tras vivir años complicados, que incluyeron un doloroso divorcio de Julia Thorne, su novia de juventud que sufrió, en la edad adulta, depresiones constantes, Kerry volvió al escenario de su obsesión. Kerry logró sanar sus heridas resolviendo uno de los grandes enigmas de la historia moderna de Estados Unidos: la posibilidad de que hubiera soldados estadounidenses aún perdidos en Vietnam. Desde el final de la guerra se desconocía el paradero de más de dos mil hombres del ejército de Estados Unidos. ¿Qué había pasado con ellos? El asunto estaba ahí, incrustado en la intranquila memoria de la sociedad estadounidense. Rambo, la historia de un veterano que regresa a un mundo que lo rechaza y lo lleva al borde de la locura, no era, después de todo, sólo una ficción. Para restablecer el contacto diplomático con el gobierno vietnamita, John Kerry reclutó a John McCain. El Senador de Arizona había sido tan brutalmente torturado —atado por horas, golpeado cada mañana durante años— que no pudo volver a levantar los brazos por encima de la cabeza. Al principio, McCain, un republicano moderado, desconfiaba de Kerry. Con el tiempo, ambos veteranos se hicieron amigos (aunque, como Kerry descubriría años después, la amistad también tenía límites) y decidieron buscar juntos el bálsamo para la cicatriz que compartían. Kerry viajó a Vietnam una y otra vez; investigó hasta el cansancio y agotó las instancias para encontrar algún soldado que, preso o en libertad, se hubiera quedado entre los arrozales vietnamitas, olvidado por el ejército de su país. El comité de Kerry tuvo que aguantar la presión de decenas de familias que dieron rienda suelta a veinte años de frustración e incertidumbre. Para honda mortificación de los familiares de aquellos soldados perdidos, Kerry y sus colegas determinaron, a finales de 1992, que ningún ciudadano estadounidense permanecía en Vietnam. John Kerry consiguió lo que buscaba: a pesar de la desilusión que provocó el anuncio, Estados Unidos se acercó a la purga que tanto necesitaba. En 1995, con McCain y Kerry a su lado, Bill Clinton formalizó relaciones diplomáticas con el gobierno de Vietnam.
     La carrera de Kerry en el Senado se dirigió, en los siguientes siete años, hacia el centro. En la era del nuevo partido demócrata y su rechazo del antiguo liberalismo, Kerry tenía que acercarse a posiciones más moderadas. Para su desgracia, el establishment demócrata —que tiene su sede ideológica en Massachusetts— no vio con buenos ojos el cambio de rumbo de su Senador. Durante años, Kerry peleó porque su postura en contra de asuntos tradicionalmente demócratas —como la “Acción Afirmativa”—15 fuera respetada. Para conseguir la aceptación no sólo de los demócratas de cepa sino del resto del escenario político nacional, Kerry optó por moverse paulatinamente hacia el centro. En 1992 apoyó la campaña de Bill Clinton defendiendo al candidato de los ataques republicanos sobre el penoso asunto de Vietnam (Clinton evadió el servicio militar de su país). Dos años después, Kerry contrajo matrimonio con Teresa Heinz, la viuda de John Heinz y heredera de la fortuna de la familia productora de alimentos. La nueva señora Kerry, una sofisticada políglota de origen portugués nacida en Mozambique, le dio a su esposo una inesperada solidez. Las ideas políticas de Teresa le vinieron como anillo al dedo al Senador de Massachusetts. Hasta su muerte en 1991, John Heinz había sido un republicano moderado, posición compartida por Teresa. Al casarse con Kerry, Teresa Heinz jaló aún más hacia el centro a su segundo marido. Además, a Kerry seguramente no le cayeron mal los más de seiscientos millones de dólares en la cuenta de banco de su mujer. Era la segunda vez que se casaba con una compañera más adinerada que él.
     En 1996, John Kerry enfrentó la contienda electoral más complicada de su vida. Después de ocho años en el Senado, Kerry finalmente tendría frente a sí a un rival que pondría a prueba la madurez política del futuro candidato presidencial. William Weld, otro aristócrata bostoniano, fue un contrincante formidable para Kerry. Weld, el respetado gobernador del Estado, era un republicano engañoso: Weld se había acercado, como Kerry, al centro de su partido y, gracias a su simpatía y habilidad política, había logrado conquistar el ánimo de la gente de Massachusetts, demócrata por tradición y convicción. Tras un periodo y medio como gobernador de la entidad, Weld era muy popular. Kerry, en cambio, se había alejado de los votantes. Sus ocho años en el Senado lo habían convertido en un hombre lejano y distante para el elector promedio, lo que, de acuerdo con los reporteros del Boston Globe que lo habían seguido por años, era “un pecado imperdonable en un Estado donde la política es un asunto serio”.16
     Weld se mantuvo al frente de las encuestas durante buena parte de la campaña. El estilo claro y directo de Weld contrastaba con la retórica convulsa y compleja de Kerry. En los ocho debates que sostuvieron, Kerry tuvo pocos momentos memorables. Sin embargo, el Senador se las ingenió para tener un instante de verdadera inspiración que, a la larga, probablemente le ayudó a ganar la elección. En el primer debate, John Kerry manifestó su desacuerdo con la pena de muerte para los homicidas de policías. Weld quiso aprovechar la postura de su rival y le señaló a una mujer sentada entre el público. Era la madre de un uniformado asesinado. “Dígale por qué la vida del hombre que mató a su hijo vale más que la de un policía”,17 dijo Weld en un momento que debe haber sido dramático. Kerry, recordando sus días como un experto del debate, respondió con maestría: “[La existencia del asesino] no vale nada. Es basura que merece estar en la cárcel por el resto de su vida”, dijo el Senador: “Pero sí, me he opuesto a la pena de muerte. Yo sé de lo que hablo cuando se trata de matar a una persona”, concluyó Kerry con firmeza, recurriendo, de nuevo, a sus años en Vietnam como arma política.
     Rumbo al final de la elección, la campaña de Weld cuestionó el servicio militar de Kerry. Una vez más, el Senador convocó a los veteranos. Su “banda de hermanos”, como se llaman entre ellos, se mostró dispuesta, como siempre, a apoyar al condecorado ex teniente. Esta vez, sin embargo, Kerry recurrió a una figura de mayor peso. Elmo Zumwalt, comandante en jefe de la Marina estadounidense en Vietnam, declaró que las imputaciones de Weld eran “un insulto terrible, una interpretación descabellada de los hechos”. Junto con Zumwalt, Kerry recibió el apoyo de Bill Clinton. La popularidad del Presidente y la fuerza del testimonio de los veteranos de Vietnam dieron a Kerry una estrecha victoria frente a Weld.
     Kerry sonrió. Al poco tiempo, el Senador volvió a Washington. Seguramente, como lo había hecho por años, Kerry caminó hacia el monumento en recuerdo de los cerca de sesenta mil soldados estadounidenses muertos en Vietnam. Recorrió despacio la inmensa pared de granito. De pronto, el Senador se detuvo, saco papel y lápiz y comenzó a raspar sobre un nombre. Con la cabeza ligeramente inclinada, Kerry observó el resultado. Teniente Segundo Richard W. Pershing. Exactamente ocho años más tarde, y tras ganar de manera histórica las primarias de su partido, John Kerry sería el candidato del Partido Demócrata a la Presidencia de Estados Unidos. –

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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