La leyenda nuestra

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Los textos publicados por Oriana Fallaci después del ataque contra las Torres Gemelas fueron una curiosa declaración de amor a Norteamérica. Su error, su exceso, consistió en darles un matiz no sólo antitalibán sino antimusulmán o antiislámico. Fue un exceso malogrado por sus ribetes racistas, derivados de algunas malas experiencias
de periodista femenina entre musulmanes. En el arranque emocional, Yasser Arafat quedó convertido en bestia parda un tanto reblandecida y babosa. Por desgracia para ella y para nosotros, sus lectores de buena fe, Oriana Fallaci consiguió que su retrato de Arafat recordara por momentos el lenguaje de Ariel Sharon. En cambio, su experiencia de vida en Nueva York en los últimos años, recluida, en silencio, en batalla desigual contra la enfermedad, estaba contada con interés, con maestría, con reflexiones certeras acerca del mundo norteamericano, y no fue bien leída. No sé si la Fallaci en su juventud fue antiamericana, como toda su generación intelectual y toda la mía. El texto que no quisimos o no pudimos leer, el de su relación personal con Nueva York y con los Estados Unidos, es en este aspecto digno de rescatarse y de una vigencia extraordinaria. El odio a los Estados Unidos, aquello que solía llamarse antiimperialismo, ha sido una prolongada pasión, una ideología y, a la vez, en buena medida, un proceso de reducción y de simplificación. El país del Norte, como lo he sostenido muchas veces, es más complejo, más contradictorio, más rico en el sentido no sólo material de la expresión, de lo que suponemos. A mí me parece ahora que los antiguos intelectuales de América Latina, incluso los más cercanos a la llamada "revolución continental", lo sabían mejor que nosotros. Lo sabía, por ejemplo, José Martí, a pesar de haber vivido tanto en lo que llamaba "las entrañas del monstruo". Y también lo sabía, a pesar de su comunismo prosoviético y de su larga etapa estalinista, Pablo Neruda. Basta leer su poema sobre Abraham Lincoln, "Que despierte el leñador", donde recuerdo imágenes de un costurero femenino en un museo de pueblo, imágenes dignas de Emily Dickinson, y sus numerosos textos sobre Walt Whitman.
     Termino de revisar ahora el libro de Carlos Franqui sobre Camilo Cienfuegos, publicado en estos días en Barcelona, y compruebo que el tema del antiamericanismo, del antiyanquismo, jugaba un papel central, decisivo, hacia fines del año 59, en los momentos en que la Revolución Cubana definía su rumbo. El gran dogma generacional, que casi toda la gente de mi tiempo compartía a pie juntillas, fue una de las herramientas que Fidel Castro supo manejar con mayor astucia. Él había estado en los Estados Unidos en el mes de abril de ese año, invitado por la Asociación Nacional de la Prensa. Durante ese viaje prodigó un discurso moderado, conciliador, esencialmente reformista y no revolucionario, destinado a tranquilizar a la opinión pública norteamericana. Fui testigo directo de su conferencia en la Universidad de Princeton, donde habló de una reforma agraria destinada a crear nuevos propietarios, los cuales formarían un excelente mercado, dijo, para los productos de los Estados Unidos. Cuando le recordé estas palabras en mi discusión final con él, en el mes de marzo de 1971, respondió que no había estado nunca en Princeton, afirmación que fue desmentida con gran incomodidad por el ex ministro de Relaciones después fallecido Raúl Roa, quien estaba presente en la entrevista.
     El episodio del viaje a Norteamérica fue interpretado después de la siguiente manera: a pesar de sus expresiones moderadas, razonables, Fidel no consiguió convencer a la Casa Blanca del general Eisenhower y del vicepresidente Richard Nixon, con lo cual fue arrojado a los brazos de la Unión Soviética. En otras palabras, la responsabilidad primera del giro revolucionario del castrismo recaía en Eisenhower y en Nixon, no en el propio Fidel. Era una interpretación piadosa del asunto: el bueno de Castro, el David de la fábula, se estrellaba contra un Goliat insensible y torpe. Al final, no derrotaba a Goliat, pero conseguía mantenerlo a raya y le clavaba una banderilla certera. La otra interpretación, la que se desprende ahora, por ejemplo, del libro de Franqui sobre Camilo Cienfuegos, texto apasionado, a veces demasiado rápido, pero lleno de detalles reveladores, es más seria y en cierto modo más grave. Fidel Castro representaba el antiyanquismo visceral de gran parte de la izquierda de su tiempo, pero al mismo tiempo tenía poca simpatía por el partido comunista de Cuba, el que había denunciado el asalto al cuartel Moncada, el gran preámbulo de la revolución, como la acción de un pequeño grupo de aventureros y había mirado la guerrilla de la Sierra Maestra con notoria desconfianza.
     Según Carlos Franqui, la desaparición de la avioneta Cessna en la que volaba Camilo Cienfuegos, en la noche del 28 de octubre de 1959, menos de un año después de la entrada de los guerrilleros en La Habana, coincidió en forma altamente sospechosa con el vuelco antiamericano y procomunista de la revolución. Todos los personajes que habrían podido representar una opción no comunista, cercana del tercermundismo y de la socialdemocracia, capaz de negociar un entendimiento razonable con los Estados Unidos, desaparecieron en cuestión de semanas. Algunos fueron acusados de traición y fusilados, otros cayeron a la cárcel, otros pudieron salir al exilio. Fueron los días en que Fidel Castro destituyó y condenó a veinte años de cárcel a uno de sus compañeros de lucha en la Sierra, el comandante Huber Matos, y a varios de sus seguidores. Matos reside ahora fuera de Cuba y acaba de obtener el Premio Comillas por un libro de memorias recién terminado. Empezaremos a saber más, por lo tanto, sobre aquellos días cruciales, que cambiaron tantas cosas en América Latina, y que sin duda las cambiaron para peor. Ya sabemos, en cualquier caso, que Matos cayó en desgracia por denunciar en una carta a Fidel la infiltración de militantes comunistas que practicaba Raúl Castro, recién designado comandante en jefe en lugar de Camilo Cienfuegos, en el ejército cubano. Era la creación solapada de un Ejército Rojo, enteramente disciplinado, en el mejor estilo soviético. Raúl Castro y el Che Guevara aceleraban este proceso de sovietización, en tanto que Fidel, por razones tácticas, para ganar tiempo, trataba de frenarlo. Si uno analiza el momento desde la perspectiva de hoy, comprende que la noción de unos gobernantes norteamericanos insensibles, enteramente obsesionados por su anticomunismo y su visión imperialista del mundo, en contraste con un Fidel Castro razonable, patriota, empeñado en hacer en su país algunas reformas necesarias, como la del campo, la educación, la salud, no podía ser más favorable para la causa. Fidel maniobraba en secreto, con su astucia fuera de serie, en dos sentidos: destruía a la vieja guardia comunista, con lo cual daba una impresión de independencia frente al poder soviético, y a la vez daba golpes mortales a los sectores moderados. Lo que consiguió, al final, fue crear un partido comunista más joven, enteramente controlado por él y dotado de un implacable sistema de seguridad, y establecer una alianza férrea con Moscú. La maniobra no se veía con claridad en aquellos meses de fines del año 59 y esta confusión permitía mantener al "monstruo", a Goliat, con todos sus aliados en el interior, que no eran pocos, más o menos adormecido.
     Carlos Franqui nos entrega una serie variada y coincidente de presunciones, pero no consigue demostrar en forma definitiva, a mi juicio, que el accidente de aviación en el que perdió la vida Camilo Cienfuegos haya sido provocado. El móvil del crimen, eso sí, existía. Camilo era el más simpático, el más alegre, el más popular de los héroes de la Sierra Maestra. Como escribe Franqui, era "fiestero, guarachero, pachanguero, comilón, amante…" Agrega que siempre se divertía, y que tenía una manera de moverse "como si bailara un son". Frente a él, Guevara era severo, duro, y Raúl Castro era un personaje pequeño, vulgar, peligroso, poco admirado hasta por los guerrilleros. Sólo dos hombres, sostiene Franqui, habían conseguido calar en el pueblo: "Uno arriba, como Dios, Fidel Castro. Y otro abajo, en el pueblo, el nuevo Cristo, Camilo Cienfuegos".
     Ahora bien, Camilo, a pesar de pertenecer a una familia de republicanos españoles y de tener un hermano comunista, Osmani Cienfuegos, quien llegaría pronto a las más altas jerarquías del castrismo, sentía una notoria desconfianza frente al comunismo. Además de eso, no participaba del antiamericanismo visceral de muchos de sus compañeros. Había salido joven de su casa y había partido al norte a ganarse la vida de cualquier manera. Tuvo serios problemas con las autoridades de inmigración, pero se sabe que en un momento determinado escribió una carta para incorporarse al ejército de los Estados Unidos. Por otro lado, se había unido al grupo de Castro en México, en la primera hora, y parecía muy difícil desbancarlo. Como sí lo demuestra Franqui, Fidel anunció su desaparición con muchas horas de retraso y la lloró con lágrimas que parecían de cocodrilo. Si no lo había mandado asesinar, su desaparición, en los días precisos del vuelco antiyanqui y prosoviético, resultaba, en cualquier caso, curiosamente oportuna. Fidel utilizaba en aquellos días toda la fuerza del dogma antiamericano para eliminar a sus rivales más peligrosos y reunir en sus manos el poder total.
     En días recientes, en una velada literaria más bien confusa, un escritor francés me dijo que Fidel Castro, a pesar de todos sus defectos y hasta de sus abusos, representaba "el orgullo de América Latina frente a los Estados Unidos". Me quedé pensativo y llegué a la conclusión de que todo eso no era más que una perfecta frase hueca. El orgullo nuestro debe consistir en crear sociedades más desarrolladas, más modernas, más democráticas y justas. Los intelectuales europeos están casi siempre convencidos de que no somos capaces de hacerlo y nosotros les damos buenas razones para que piensen así. Da la impresión, entonces, de que Fidel Castro es la única alternativa posible para la región nuestra. Pues bien, me niego por principio, digan lo que digan, a ser tan masoquista y tan pesimista. Comprendo, por el contrario, que el antiyanquismo ambiental, desprovisto de verdadero análisis, como todos los dogmas, como todas las peticiones de principio, permitió que Castro hiciera ganancias a río revuelto.
     A fines de diciembre de 1958, a días y horas de la entrada de los guerrilleros en La Habana, hice un viaje a Washington con un grupo de amigos de Princeton. Corríamos alegremente en un Nash viejo y se nos fundió el motor en las cercanías de Washington D.C. Dejamos el automóvil tirado en alguna parte y nos subimos a un bus de pueblo. Hubo un detalle que me impresionó, que recuerdo hasta ahora: negros ancianos, de expresiones cansadas, humilladas, que nos cedían el asiento. He regresado a Washington muchas veces y he sido testigo de un cambio asombroso en las relaciones raciales. Fue una lucha iniciada por los sectores negros, con gente como Martin Luther King y tantos otros, pero apoyada por muchos blancos. Y fue, me parece hoy, una lucha enormemente exitosa. Nosotros, desde el sur iberoamericano, criticamos con facilidad, nos alegramos de las dificultades de los gringos, como se volvió a comprobar por ahí después del ataque a las Torres Gemelas, pero hemos mantenido sociedades mucho más retrógradas. Ni el Brasil, ni Colombia o Ecuador, para citar casos evidentes, han hecho avances importantes en su integración. Son ahora, como lo eran hace medio siglo, países de mayoría negra e india dirigidos por una minoría blanca. Es duro decirlo, pero es una evidencia histórica: estamos muy lejos de la apertura y de la flexibilidad de la sociedad norteamericana. Oriana Fallaci describe el abrazo emocionado, unitario, de gente de diferentes razas frente a las ruinas humeantes y llenas de cadáveres del mediodía del 11 de septiembre. No creo que ella exagerara en esto. Soy capaz de imaginarme bien ese abrazo, esa emoción profunda de la unidad en la diferencia. Son factores que tenemos que conocer y tomar en cuenta, para no ir repitiendo por todos lados un conjunto de consignas huecas. La corrección política a toda prueba equivale a lo que el poeta Vicente Huidobro llamaba la "esclavitud de la consigna".
     Mientras más reflexiono sobre el asunto, más me afirmo en la conclusión de que el antiyanquismo ambiental, visceral, por así decirlo espontáneo, es una forma de echarle la culpa de todos nuestros males al otro. Se puede y se debe someter a la crítica las decisiones de Washington. Por ejemplo, la tendencia al aislamiento, a la indiferencia frente a los problemas del mundo exterior, que predominó con gran fuerza negativa en los comienzos de la nueva administración y que es una de las limitaciones tradicionales de la política norteamericana. Pero debemos criticar con espíritu abierto, amistoso, y comprendiendo también las graves limitaciones nuestras. El antiyanquismo adopta muchas veces la forma peligrosa de un rechazo nuestro de la modernidad. El problema puede tener raíces religiosas que nosotros mismos no hemos sido capaces de analizar bien, como ocurre en estos días en el Islam. Quizás seamos más modernos que ellos, pero no conviene sentirse demasiado seguro de esto último. Es probable que el sincretismo católico, arraigado, sombrío, cargado de ritos, nos vuelva desconfiados frente a la interioridad religiosa de los protestantes. Porque hasta los católicos de los Estados Unidos parecen mucho más cerca de la Reforma, de las libertades modernas, de la idea esencial del libre examen, que los del sur. No es aventurado pensar, entonces, que el desarrollo económico de América Latina, si termina de producirse, si no se queda, como hasta ahora, en eternos comienzos, tendrá que ir acompañado de algún tipo de reforma religiosa de aire más o menos protestante.
     El tema daría para un largo ensayo y sólo he querido esbozar algunas reflexiones. Más bien, las nuevas etapas y matices de una reflexión antigua. En la Universidad de Princeton le dije al profesor Stein, que conducía una cátedra llamada "American Institutions", que deseaba leer literatura. "Lea entonces a los Padres Fundadores", me respondió: "Eso es pura literatura, y de muy buena calidad". Hice un estudio sobre Henry Adams, hijo del presidente Adams y autor de una especie de autobiografía intelectual, y empecé a comprender las claves de una revolución anterior, más moderna y menos sangrienta, como apunta precisamente la Fallaci, que la Revolución Francesa, la gran antecesora de la rusa y la cubana. No hubo, desde luego, un Robespierre y un Comité de Salud Pública, como los hubo, sin la menor duda, con nombres diferentes, en Moscú y en La Habana. Ahora bien, lo esencial de la construcción jurídica de los Padres Fundadores es el sistema de distribución, de equilibrio y de control del poder, los famosos checks and balances. Nosotros estudiábamos a los revolucionarios franceses y leíamos después a Carlos Marx, pero siempre demostramos una ostentosa ignorancia del sistema político de Norteamérica. En otras palabras, hemos desdeñado aquello que ignoramos, actitud muy nuestra y que siempre nos empobrece. Por ejemplo, nos gusta mucho satanizar a los presidentes de allá, pero no sabemos, o no queremos saber, que su poder, sin duda peligroso, está mucho mejor controlado que los poderes de los gobernantes nuestros, como se demostró en forma sorprendente en el caso de Richard Nixon y Watergate.
     ¿Dónde queda, me pregunto, el famoso orgullo de América Latina, en qué diablos consiste? En la leyenda nuestra de David y Goliat, David es autoritario, obcecado, retrógrado, palabrero, y Goliat es un gigante con más libertad de espíritu que nosotros, aun cuando tiene a lo largo de su cuerpo más de algún sector de enfermedad, de parálisis, de ceguera. Podríamos haber inventado alguna forma de convivencia inteligente, pero nos falta mucho. Y toda la historia está deformada. Tendríamos, por ejemplo, que comprender mejor, más a fondo, de un modo más maduro, ese cambio de rumbo de Cuba a partir de octubre de 1959, un cambio en que el sentimiento antiamericano fue manipulado con notable habilidad y para fines desgraciados, cuyas consecuencias todavía perduran. Otro caso interesante es el de la interpretación histórica de la guerra civil chilena de 1891, que terminó con el suicidio del presidente Balmaceda. Los historiadores marxistas han examinado esa guerra con lupa y han creado la figura de un héroe del nacionalismo de izquierda y antiyanqui. En los discursos de los últimos días, Salvador Allende citaba con frecuencia, con un sentimiento evidente de identificación, al gran presidente suicida. Ninguno de estos historiadores dice, sin embargo, que mientras las fuerzas contrarias a Balmaceda contaban con el apoyo decidido de Inglaterra y de Alemania, el único aliado internacional que tuvo hasta el último momento el gobierno legítimo fue Estados Unidos.
     La memoria nuestra es siempre difícil. La historia está siempre mal contada. Tenemos poderosos mecanismos de censura y autocensura, aun cuando no figuren en las leyes escritas. A la vez, tenemos una necesidad profunda, para poder desarrollarnos, para construir sociedades libres, cultas, abiertas, de conocer el pasado sin los prejuicios habituales. De lo contrario, siempre nos vamos a mantener anquilosados, en conflictos internos y externos: en el caso de Chile, en relaciones anacrónicas con nuestros vecinos. Por ejemplo, no somos capaces de resolver de una vez por todas, para siempre, el problema de nuestras relaciones con Bolivia, que ya tiene más de cien años y que envenena de algún modo toda la situación del Cono Sur. Es una historia del siglo XIX que todavía no sabemos contar con madurez, con auténtica libertad, en el siglo XXI. ¿Será que la culpa la tiene el imperialismo yanqui? Dejémonos de bromas. El David de la leyenda latinoamericana es un ser neurótico, de mente estrecha, medio paranoico. Tenemos que someterlo a una terapia a fondo, una terapia que comienza en nosotros mismos. –

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(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.


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