Eugenio Montejo y la cigarra

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No recuerdo cuándo ni dónde nos vimos por primera vez, pero sí sé que la amistad de Eugenio Montejo fue uno de los más espléndidos obsequios que llevé conmigo a París en 1981. Desde entonces la conservo como el aura de una presencia que ha sido constante a pesar de la distancia y de las contadas horas que hemos pasado juntos en las últimas dos décadas. Pocos e infrecuentes han sido, en verdad, nuestros encuentros. Alguna vez coincidimos en una mesa redonda en Alemania, en otra ocasión nos vimos en España y, si no me equivoco, en los Estados Unidos. Lo busco fielmente cuando paso por Caracas aunque no siempre lo encuentro. Pero luego me llegan noticias suyas, a través de nuestros amigos comunes, desde México o Ginebra. También me llegan puntuales sus libros de poesía, que leo y releo con un secreto fervor teñido de admiración y de afecto. Como enseñan los románticos y ha escrito el propio Eugenio, "nada ayuda tanto como la emoción para esclarecer lo que de verdad es necesario". En ella reposan, efectivamente, las claves de una forma de conocimiento que hace de la comprensión una intensa experiencia e inscribe sus certidumbres en el nivel más profundo de una subjetividad compartida.
     Leer a Eugenio Montejo ha sido, para mí, una de las principales vías de acceso a ese conocer otro de la poesía: el enigma de una muy particular descripción del mundo que sólo se vuelve plenamente inteligible como un eco de nuestra sensibilidad. Somos nosotros los que sancionamos la validez del poema a través de una respuesta interior que tiene el carácter de un juicio; pero es el poeta el que es capaz de suscitar, con la palabra más personal, la reacción más general: la comunión de los lectores en torno a una misma experiencia. De pronto, nos reconocemos en algo que desconocíamos, pero que ahora forma parte de las palabras —y las cosas— de la tribu. Borges afirmaba que la más difícil maestría consistía en "hermanar lo privado y lo público, lo que mi corazón quiere confiar y la evidencia que la plaza no ignora". La fuerza cognitiva de la poesía de Eugenio —su poder de revelación— procede en buena medida del logrado punto de equilibrio que consigue entre la tradición y el asombro, entre la lengua común y el habla más íntima, entre lo que pertenece a todos y lo que es único e intransferible. Conquista mayor, es ésta, sin lugar a dudas, una de las características más destacadas y singulares de su poesía en el contexto contemporáneo. Y es que, como poeta de nuestra tardía modernidad, Eugenio escribe en un tiempo de aguas revueltas y de vientos sin norte: el tiempo de la crisis del sentido. Fase última de la utopía libertaria del romanticismo, otoño de las vanguardias y de sus poderes de negación, como dijo Paz, nuestro presente traduce a menudo el viejo combate contra el academicismo y la preceptiva estética en las expresiones más torpes y perezosas de una creación tópicamente espontánea y desprovista de todo sistema de regulación interna. Pero, como solía afirmar Roland Barthes, "el régimen del sentido es el de la libertad vigilada. Si la libertad es total o nula, el sentido no existe". Innumerables son los artistas que ignoran hoy esta verdad, incontables los poetas que la desconocen. Eugenio, como los antiguos orfebres, tiene, por el contrario, una muy alta conciencia de su oficio y sabe que el principal reto del poeta en la actualidad es la producción de un sentido. "En todas las palabras de un poema —escribe— ha de leerse siempre su necesidad, vale decir, que una por una deben convencernos de que están allí porque son más necesarias que otras no empleadas, incluso, lo que todavía es más complicado, son más válidas que el mismo silencio."
     Piedra angular de su poesía, esta necesidad recorre cada uno de sus versos y los va asociando en la límpida arquitectura de exactas prosodias que conforma el poema. No en vano destacaba Guillermo Sucre, en La máscara, la transparencia, la pasión constructiva de Eugenio, una de las más notables cualidades de su obra que aparece ya con su primer libro, Elegos (1967), y allí se compara con la labor de una araña. A través de los años, en Muerte y memoria (1972), en Algunas palabras (1977), en Terredad (1978), en Trópico absoluto (1982), nuestro poeta no ha cesado de tejer sus espléndidas estructuras rítmicas y verbales. Pero su empresa no sólo tiene un contenido estético, sino que expresa además una ética de la escritura. Como él mismo señala en uno de sus ensayos, "la simetría con que la araña reproduce cierto orden innato es la base de subsistencia de su especie, como también en el poeta establece el lenguaje una cierta simetría, que constituye una parte ciertamente vital para la pervivencia de todos". Cabe preguntarse, sin embargo, por qué considera Eugenio que es tan ciertamente vital esta construcción de redes o correlaciones. La respuesta está en los memorables poemas de sus libros donde la rigurosa música de las palabras pone en marcha, una y otra vez, la gran cadena del ser que nos une a nuestro destino terrestre y, ante el vacío de la historia, nos recuerda que no estamos solos, que somos una criatura entre las criaturas. Como en una espiral infinita, pasan y vuelven hombres, pájaros, astros, árboles y ciudades enlazados en un canto de claro designio religioso que viene de muy lejos y avanza contra el tiempo: el antiguo canto de Orfeo. Aunque a veces se tiña de ironía moderna, aunque a veces se quiebre ante la duda agónica, la voz del mítico vate persiste en la voz de Eugenio y le aporta un sentido y un fin: su profunda vocación unitiva. De ahí que a menudo se tenga la impresión de que nuestro poeta ha escrito desde siempre un solo y único poema bajo el signo de la reconciliación; de ahí que, con no menor frecuencia, fiel a su herencia romántica y simbolista, se enfrente con los límites del lenguaje y, como su heterónimo Blas Coll, sueñe con escribir con el rumor del viento, o con la solidez de la piedra o el perfume de una taza de café. Alfabeto del mundo (1996) es el lugar privilegiado de esta utopía mitológica que se realiza al fin de un modo prodigioso e inesperado en la reciente Partitura de la cigarra (1999), uno de los libros más importantes de nuestra poesía en los últimos años. Allí el poeta no sólo nos habla del paisaje sino desde el paisaje: lenta e imperceptiblemente, su voz se va convirtiendo en el canto mismo de la cigarra, que se repite y se renueva a través del tiempo, de generación en generación.
     Algo queda, nos dice Eugenio: esa música de la vida más necesaria que el silencio, esa música que, en cada uno de sus poemas, se despliega en una hermosa trama de palabras. No es esta, sin embargo, la única enseñanza que retengo de su poesía. A lo largo de estos veinte años lejos de Venezuela, he aprendido leyendo a Eugenio otras cosas. Sé, por ejemplo, que "esta tierra feraz, sentimental, amarga, / que no se deja poseer, / no será de nosotros ni de nadie / pero hasta en la sombra le pertenecemos". También he comprendido que, en cada uno de mis viajes, "estoy contemplando esta tierra como si la viese / por primera vez / o fuese a dejarla". Y, cuando escribo, lo hago ahora con la conciencia de que mi tradición es pobre y muy grande mi soledad: "Poeta expósito, errando a la intemperie, / mi único padre es el deseo / y mi madre la angustia del huérfano en la tierra".
     Para cerrar este mínimo homenaje, sin apartarme de las reglas del género, creo que lo mejor es repetir algo que ya he escrito en otro lugar, no sólo como un brindis sino como un gesto de reconocimiento: Venezuela no tuvo un poeta modernista de la talla de Martí, de Darío o de Lugones ni una figura que brillara en los furiosos años de las vanguardias, pero terminamos el siglo xx con tres o cuatro nombres que son hoy indispensables para entender la historia más reciente de la poesía hispanoamericana. Entre ellos está, por supuesto, Eugenio Montejo. Nuestra deuda con él es inmensa.
     Palabras pronunciadas en el Homenaje a Eugenio Montejo, Bienal de Literatura Mariano Picón Salas, Venezuela, junio de 2001. –

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