Opiniones mohicanas, de Jorge Herralde

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El ojo del editorJorge Herralde, Opiniones mohicanas, Aldus, México, 2000, 197 pp.Jorge Herralde es una síntesis bastante equilibrada de agitador intelectual, lector incisivo y avisado homme d'affaires. Tres personas distintas y un solo fervor verdadero: Anagrama, la casa barcelonesa que fundó hace ya más de treinta años y que es, hoy por hoy, uno de los grandes orgullos del paisaje editorial de nuestra lengua. Atendiendo a la reiterada solicitud de varios autores y amigos, el conocido editor retrata, en Opiniones mohicanas, la historia de esta formidable empresa a través de una serie de prosas de circunstancias en las que el creador y su criatura se hacen tan inseparables como el bailarín y la danza. En efecto, cada escrito —nota de prensa, homenaje, charla o discurso de agradecimiento— lleva aquí el sello original de un hombre totalmente entregado a su pasión, un hombre que viaja, discute, lee y edita, pensando siempre en la composición de un catálogo que represente algo más que una mera lista de títulos. No es otra, sin lugar a dudas, la clave del respeto que inspira Anagrama. En un tiempo bajamente crítico y altamente oportunista, su director ha sabido mostrarnos que la exigencia de un proyecto editorial lúcido y coherente no está necesariamente reñida con la lógica del mercado. De ahí que, a diferencia del sonado libro de Schiffrin o de las recientes memorias de Muchnik, Opiniones mohicanas no consigne el lamento por un oficio difunto —la tópica elegía del pequeño y sofisticado editor que se siente condenado a desaparecer en un espacio económico de fusiones y megagrupos. Por el contrario, fiel a su pasado militante y vanguardista, Herralde defiende con entusiasmo su idea de la edición como propuesta literaria, teórica e ideológica, y la convierte incluso en la bandera del editor independiente, tal y como se lee en su enfática intervención de 1997 en el coloquio de la Universidad Menéndez Pelayo:
      
     […] el papel personal y colectivo de los editores independientes que aquí nos importan, es decir, aquellos editores de vocación inequívocamente cultural, consiste en llevar a cabo una política de resistencia respecto a la creciente banalización y estandarización de tanta producción editorial. Una resistencia no estática, claro está, sino imaginativa y creativa, bajo el signo de "la mejor defensa es un buen ataque", o sea, la anticipación, la creación de una demanda.
      
     Este aspecto combativo de Opiniones mohicanas no es el único que merece elogio. Hay que subrayar también la perspicacia, el humor y la muy fina ironía que recorre tantas y tantas páginas donde Herralde plasma sus encuentros con algunos autores, sus diálogos con numerosos colegas y hasta un viaje al Salón del Libro de París —pequeña reseña etnográfica de nuestra permanente feria de vanidades. La lectura resulta siempre grata y se vuelve, por momentos, sencillamente divertida. Parece imposible así no esbozar una sonrisa cuando descubrimos a nuestro editor hasta los topes de marihuana con Copi y apurando la noche en un local de travestíes de Barcelona. "Alguien que se acuerda de lo que hizo en los sesenta no estuvo en los sesenta", dice el refrán. Y Herralde añade: "También podría valer para los setenta". Pero, ¿por qué detenerse ahí? Los ochenta son los años de una aparatosa visita a la casa de Bukowski que termina, casi como una road movie, en una carretera secundaria, con ocho botellas de vino, un hueco en el radiador y dos patrulleros californianos.
     Con esta simpática visión de los gajes del oficio, que ofrece además retratos de Alejandro Rossi, Carmen Martín Gaite, Sergio Pitol y Enrique Vila-Matas, entre otros, Opiniones mohicanas va dibujando el perfil de un editor que conoce íntimamente a muchos de sus autores y es consciente de sus logros —y también de sus límites. Rara avis en la época del fax y del correo electrónico, Herralde no ha olvidado que el trato personal es el fundamento del clima de confianza indispensable para llevar a cabo una buena labor editorial. Y es que, para él, editar es, ante todo, una aventura intersubjetiva y crítica: la del primer lector que debe responder al reto del texto inédito e imaginarlo como libro, es decir, como un objeto comunicacional en el que se reconcilian la intención de un autor y la atención de un público. Para desempeñar cabalmente este rol, que no es el de un simple intermediario comercial, no sólo hace falta mucho olfato, bastante oído y una vasta cultura, sino también —y sobre todo— la solvencia intelectual que garantiza un juicio digno de crédito. No creo equivocarme si digo que el éxito de Anagrama obedece en buena medida a la calidad del diálogo que Herralde ha sabido mantener con sus autores, como lo muestran repetidamente estos escritos. Quizá la mejor manera de agradecerle todo lo que ha hecho por la difusión de la literatura y el pensamiento contemporáneos es decirle que sus opiniones no son tan mohicanas como parecen. No, Jorge Herralde no será el último que crea en la vocación cultural de la edición independiente, ni el último que defienda el precio fijo del libro en Europa o que siga sosteniendo que el trato personal con el autor es el secreto de la mejor cocina editorial y literaria. Su ejemplo, como el de Giulio Einaudi, tiene aún muchos seguidores en nuestra profesión y acaso ha de extenderse en los espacios generados por las nuevas tecnologías. Allí, aseguran, nos ha dado cita el milenio y no dudo que Anagrama acudirá puntual con más de una sorpresa. !Força, Jordi! –

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