Vacaciones en La Pera

Un recuerdo del viaje vacacional de infancia a Cuernavaca
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No tuve muchas vacaciones de niño: éramos muchos y éramos pobres. Salir de la ciudad dependía de la benevolencia de mis tíos Chata y Nacho, que solían agregarme a sus hijos para ir a Cuernavaca: viajes cuya brevedad es proporcionalmente inversa a la redacción meticulosa con que los guardo en mi memoria.

Mi tío Nacho manejaba con un estilo curioso: oprimía el acelerador unos segundos y luego lo soltaba hasta agotar la inercia para, sólo entonces, volver a pisarlo. Esto le ponía al viaje un ritmo fabril de avances y retrocesos enervantes. El auto, un De Soto obeso típico de los cincuentas, de asientos como sillones, subía el lento Ajusco a ritmo de mazurka.

Yo apenas alcanzaba la altura para ver por la ventana. La caseta de cobro. Los magueyes azules que brotaban del lodo volcánico. Allá abajo, se quedaba la ciudad fulgurante. La atmósfera de garnacha de Tres Marías. La viril estatua de Morelos. El bochornoso momento en que pedía bajarme a hacer pipí, entre el enfado general. Y luego el momento crucial: el terror de acercarse a “La Pera”…

“La Pera” es la curva en forma de ídem que, al descender al valle de Morelos, hace las veces de una garita temible. En la imaginación de mi tía (y por ende en la de todos los que íbamos en el automóvil), “La Pera” escogía qué paseantes enviar al más allá y a cuáles otorgar salvoconducto a Cuernavaca. Mi tía comenzaba a anunciar la inminencia de “La Pera” desde kilómetros antes y disponía las precauciones del caso. Había que agarrarse de los asientos, encomendarse a Dios y guardar un silencio aterrado. El tío bajaba aún más la velocidad y convertía sus estira y afloja en una réplica de nuestra frecuencia cardiaca. “Ahí viene La Pera”, pensábamos con pánico reverencial, como si fuésemos a navegar entre Caribdis y Escila. El tío Nacho se convertía en el audaz Ulises, el De Soto en su  heroico navío y nosotros en los aterrados marineros. En el umbral de la curva el terror ya se medía en kilogramos. Mi tía –que solía persignarme precaviéndome de una “muerte repentina” (como si hubiera otra)— oraba con los ojos cerrados. Maniobraba el tío Nacho, a trompicones, meneando el manubrio descomunal. No se respiraba durante treinta tensos segundos. Y por fin, con un vanidoso acelerón triunfal librábamos la prueba, respirábamos aliviados, escuchábamos el acorde sinfónico del sol que acompañaba la visión del valle, el pezón del Tepozteco y la pequeña Cuernavaca como un pañuelito tirado en un jardín.

El destino era un hotel céntrico que se llamaba la “Casa Latinoamericana”. Bajábamos del auto y corríamos por el garage subterráneo hacia una puerta que subía al jardín. Al cruzarla se sentía de golpe el aroma agridulce de las retamas. Había que comprobar la alberca, imagen de una dicha rectangular: una enorme joya móvil atrapada en sus propias redes de luz, oasis pletórico de mi infancia desértica. Supongo que no son muchas las personas para quienes la felicidad huele a cloro.

Las sesiones infinitas en la alberca, el retozo elemental de alcanzar el fondo y volar luego entre burbujas hacia la superficie, deslizarse por la resbaladilla debían interrumpirse para acudir a la catedral y sufrir el viernes santo. Era una transición incómoda de las retamas al incienso y del azul clorinado al púrpura adusto; de los gritos felices a los murmullos opacos del dolor, la ansiedad o el arrepentimiento; del agua de la alberca a la promiscua pileta del agua bendita. Y lo más antitético: pasar de los cuerpos rollizos embutidos en licra al dramático guiñapo del Cristo crucificado con su taparrabos sanguinolento. 

Y así, entre el “muéveme el ver tu cuerpo tan herido” del soneto misterioso y la “pausa de libertad y esparcimiento” de Alfonso Reyes cuando canta “¡A Cuernavaca!”, la vacación adquiría un equilibrio didascálico: se goza y se sufre. Al regreso, Cuernavaca se quedaba atrás, en su valle, como una niña endomingada. Hoy, desde luego, es otra excesiva suripanta. Y hoy, desde luego, “La Pera” es ambulante y recorre al país entero…

 

(Publicado previamente en el periódico El Universal)

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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