Una modesta utopía

A treinta años de distancia, aquella modesta utopía es, con todas sus limitaciones y defectos, una realidad mexicana. Ya no tiene los adjetivos que despectivamente, pero tiene otros que la distorsionan: es manipulativa y es intolerante.
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En enero de 1984, hace treinta años, la revista Vuelta, dirigida por Octavio Paz, publicó mi ensayo "Por una democracia sin adjetivos". Desde octubre de 1982, en "El timón y la tormenta", había yo llegado a la conclusión de que México no tenía más ni mejor alternativa que probar aquella que encarnaron Madero en 1910 y Vasconcelos en 1929: dejar libre el destino del país en las manos de los ciudadanos, de los votantes.

¿Qué experiencias históricas podían servirnos como lección? La lectura de los clásicos de la historia política inglesa (Lewis Namier, G. M. Trevelyan) me introdujo a un mundo remoto pero extrañamente similar al del PRI: varias décadas de hegemonía basadas en el patronazgo, la corrupción, la ineficiencia en el uso de los recursos públicos, el abuso del poder, la manipulación de las elecciones. Me pregunté cómo habían transitado los ingleses de ese sistema corporativo a una paulatina democratización. Y encontré que la clave no estaba en una revolución sino en una serie de reformas.

No era mucho pedir. Ya Cosío Villegas y Octavio Paz habían insistido, a partir de 1968, en alentar el ejercicio de la libertad política. Ya Gabriel Zaid había publicado en 1979 un pequeño texto en el que sugería la más sencilla de las reformas: no hacer nada, sólo contar honestamente los votos. Luego del 68, luego de la falsa "apertura democrática" de Echeverría, luego de la fallida "administración de la abundancia", el poder debía regresar a su origen soberano: el pueblo, encarnado no en una entelequia colectiva sino en la suma de la voluntad individual de los votantes.

Esa era la vía posible y deseable para México: una profunda reforma democrática, pero no sólo la que de manera fragmentaria tutelaba desde 1977 el PRI, sino una democracia plena, en la que los votos contaran y se contaran, en la que hubiera genuina competencia de partidos, en la que el Estado (y sobre todo el Presidente) encontrara límites tangibles a sus caprichos, en la que la libertad de expresión ejercida por el Cuarto Poder (la prensa, los medios) fuera el faro vigilante de los otros poderes.

En esos días, un agravio histórico enrarecía el ambiente: la desigualdad social frente al despilfarro del gobierno del Presidente José López Portillo. Este contraste fortaleció la creencia de que la democracia debía entenderse como un mecanismo de justicia redistributiva. Sin negar la importancia de ese fin, mi propuesta proponía a la democracia como el medio necesario para alcanzar ese y otros altos fines.

La reacción adversa a mi texto provino de dos ámbitos: el gobierno y algunas voces y corrientes de la izquierda. El gobierno mantuvo su posición antidemocrática hasta 1994, cuando el sistema le estalló en las manos. Pero las corrientes políticas de izquierda recapacitaron al poco tiempo y adoptaron el camino democrático que las llevaría a ocupar el lugar histórico que tienen ahora.

No olvidaré, en ese contexto de toma de conciencia, una frase de Adolfo Gilly. Había que tomar en serio -escribió- "la democracia sin adjetivos", aunque fuese una "modesta utopía". Yo aprecié mucho esas palabras porque venían de un intelectual revolucionario que, de pronto y contra sus convicciones arraigadas, ponderaba el valor de la democracia, su dignidad como sueño de una sociedad mejor.

A treinta años de distancia, aquella modesta utopía es, con todas sus limitaciones y defectos, una realidad mexicana. Ya no tiene los adjetivos que despectivamente se le endilgaban: "burguesa", "formal". Pero tiene otros que la distorsionan: es manipulativa y es intolerante. La manipulación ha corrido por parte de los llamados poderes fácticos, en la intolerancia incurren varios actores individuales, diarios y medios de comunicación.

¿Qué hace falta ahora para arraigar definitivamente entre nosotros a la democracia? Ante todo reconocer que es frágil, y alentar por ello -en las escuelas, los medios, las calles, los centros de trabajo- sus valores específicos: la tolerancia, la vigilancia crítica de los poderes, la fe en las leyes y la vida institucional, la disposición a escuchar y ser escuchado, el hábito del debate, respetuoso y fundamentado. En una palabra, crear una cultura de la democracia.

La sólida construcción material y jurídica de México (su prosperidad, su posible equidad, su seguridad) es un proceso largo y difícil, en el que avanzamos con dificultad. En el trayecto, no olvidemos que la democracia es un medio, no un fin en sí mismo. Y si los problemas persisten, no debemos desencantarnos de ella sino trabajar dentro de ella. Esa es la tarea de las nuevas generaciones. A la mía le tocó luchar por la democracia, criticar el abuso de poder y el despotismo del antiguo régimen.

Me gustaría que la posible lectura de aquel ensayo  ayudase a la concordia política en México, entendida no como la convergencia entre las diversas posiciones sino al diálogo respetuoso y civilizado entre ellas. Ocurrió hace treinta años, cuando Gilly y yo (un trotskista y un liberal) nos sentamos a la mesa a dialogar. Puede y debe ocurrir ahora.

(Reforma, 5 enero 2014)

Descarga gratis la aplicación de "Por una democracia sin adjetivos" para itunes y para Google play

 

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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