El problema Woody Allen

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Cada vez que un artista querido por el público es acusado de abuso salen a la luz –parece que obligatoriamente– tres argumentos: “hay que separar la obra del artista”, “si solo consumiéramos arte hecho por buenas personas nos quedaríamos sin nada que mirar o escuchar” y “no somos jueces, no sabemos qué sucedió en realidad”. Afirmaciones de este tipo han permitido que celebridades desde Roman Polanski hasta Charlie Sheen (y, hasta hace poco, Bill Cosby) continúen trabajando y que el legado de otros permanezca intacto. Esta ha sido también la manera en que se ha defendido a Woody Allen, que en 1992 fue acusado de abuso sexual por su hija Dylan Farrow. En ese momento ella tenía siete años y, en las siguientes décadas, no ha desistido en contar su historia (en 2014, por ejemplo, publicó una carta abierta para The New York Times).

Para comprender por qué Allen no ha enfrentado mayores consecuencias ante una acusación tan seria hay que mirar tanto su estrategia personal de relaciones públicas como la cultura de la que forma parte. En un reciente artículo para The Hollywood Reporter, el periodista Ronan Farrow, hermano de Dylan e hijo de Allen y Mia Farrow, explica de forma muy clara que la percepción pública sobre este caso no se basa solo en datos objetivos, sino que ha sido formada en buena medida por la publicista Leslee Dart, quien por décadas ha trabajado para el director. Dart ha ayudado a crear la imagen de Mia Farrow como una mujer deshonesta, inestable y vengativa, lo que ha sido beneficioso para Allen, quien no ha perdido prestigio ni trabajo en las décadas que sucedieron al escándalo inicial. La labor de relaciones públicas también se extiende a castigar de algún modo a los medios que recogen las acusaciones. Un ejemplo muy próximo: un día después de la publicación de la columna de Ronan Farrow, a The Hollywood Reporter se le negó la entrada a un almuerzo de prensa con motivo del estreno en Cannes de la más reciente cinta de Allen.

Sin embargo, el trabajo de Dart no explica por sí solo todo el apoyo que recibe Allen por parte del público y las condiciones que le permiten seguir dirigiendo. La cultura de la violación (que engloba comportamientos como trivializar la violencia sexual, responsabilizar a la víctima o pensar que una violación no merece una sentencia severa), y el culto a las celebridades, en especial cuando son consideradas artistas, sirven para ver un panorama más completo. La sociedad fácilmente culpa o ignora a las víctimas de abuso (o, si son niñas de siete años, a sus madres) al tiempo que cierra los ojos ante las acciones violentas o poco éticas de quienes crean arte de prestigio. Por otra parte, como espectadores es posible que cerremos los ojos porque queremos disfrutar sin estorbos las obras de nuestros creadores favoritos.

Analizar la información ofrecida por la familia Farrow y por las autoridades no es una experiencia agradable. Toma mucho tiempo eliminar los propios sesgos y las tendencias de los medios de comunicación, pero al final nos quedamos con una historia que se ha contado una y otra vez sin contradicciones: es muy probable que Allen haya abusado de su hija menor de edad. Una vez que se llega a una conclusión así, se vuelve inevitable una pregunta que es al mismo tiempo personal y cultural: ¿qué hacemos al respecto?

En su texto, Ronan Farrow pide a la prensa que no ignore las acusaciones contra Allen (quien, no sobra decirlo, no fue juzgado a pesar de que existían elementos, porque el fiscal decidió “proteger a la niña víctima”). Hacerlo, dice Farrow, “les dice a las víctimas que no vale la pena la angustia de denunciar. Manda un mensaje sobre quiénes somos como sociedad, qué pasamos por alto, a quién ignoramos, quién importa y quién no”.

Aquellos que denuncian esta clase de abusos pocas veces logran la justicia deseada. Si el acusado es una celebridad, el público pide mesura para proteger al artista, pero al hacerlo también cuestiona, rebaja y revictimiza a quien alzó la voz. Los “llamados a ser objetivos” o a “reservarnos juicios porque no contamos con todos los datos”, en el fondo, reflejan lo poco preparada que está la sociedad para creerles a las víctimas. La idea de la mujer que arruina la reputación y la carrera de un hombre a través de una acusación falsa es básicamente un mito, una creencia ligada al estereotipo de las mujeres como personas inestables o vengativas.

Creerle a Dylan Farrow entraña además otro problema que una buena parte del público se niega a enfrentar: Allen es un director en activo, que estrena una película al año. Para todos aquellos que se dedican a escribir, criticar, exponer y promocionar cine sería difícil ignorar sus producciones. En este sentido, el crítico de cine Matt Zoller Seitz compartió en su blog su decisión personal: continuar escribiendo sobre el cineasta y mencionar las acusaciones en su contra cuando sea pertinente, pero no revisar sus películas a menos que sea necesario para su trabajo.

Alyssa Rosenberg, analista cultural de The Washington Post, publicó a su vez un texto en el que llama a continuar viendo el trabajo de Allen y analizar por qué algunas de sus tramas (como la relación de un hombre cuarentón con una chica de diecisiete años en Manhattan) antes nos parecían geniales o al menos aceptables y ahora son incómodas. “El conocimiento de que Allen se casó con la hermana de sus hijos y de que es acusado de abusar de Dylan Farrow no cambia sus películas; nos cambia a nosotros.”

Las de Zoller Seitz y Rosenberg son dos maneras de creerles a las víctimas. No se trata de tirar piedras a los acusados, de pretender que su obra caiga en el olvido o de arruinarlos, sino de tomar en cuenta que nuestras decisiones como consumidores contribuyen a la cultura que silencia a las víctimas. De recordar que la dignidad de las personas sí está por encima del arte. ~

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(Mérida, 1988) es una comunicadora especializada en medios digitales, responsabilidad corporativa y equidad de género. Twitter:@majos_eh


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