Habían pasado solo unas horas desde que el Leave se proclamara vencedor en el referéndum sobre la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea, y las televisiones inglesas ya recogían decenas de testimonios de votantes del Brexit arrepentidos. En la mayoría de los casos, se trataba de personas estupefactas, que decían no haber previsto que su opción pudiera ganar. Recuerdo el caso concreto de un tipo que se confesaba “en shock”: si hubiera sabido que ganaría el Leave, afirmaba, habría votado para que nos quedáramos. Yo pensaba que mi voto no contaba, añadía con pesar.
Muchas de las reacciones al Brexit me han llevado a la conclusión de que hay gente que piensa que la democracia es un juego y no una gran responsabilidad. Occidente ha alcanzado tales cotas de bienestar político y material que muchas personas se sienten invulnerables. Es como si nada malo pudiera pasarnos. Incluso después de haber atravesado la peor recesión económica desde 1929, la sociedad occidental tiene la sensación de que, por mucho que nos asomemos al abismo, siempre habrá alguien que evite que caigamos al vacío.
Los últimos años han sido de vivir al borde del precipicio: rescates financieros, riesgo de Grexit, el euro en cuestión. Sin embargo, una a una, hemos ido sorteando cada amenaza, y ello puede haber generado la falsa percepción entre los ciudadanos occidentales de que todos los problemas encuentran solución en el último segundo, de que las instituciones nacionales y comunitarias siempre lograrán evitar el desastre al final, como una madre que nos cuida, incluso cuando nos empeñamos en desautorizarla.
Creo que es una característica propia de la posmodernidad. La sensación de invulnerabilidad es propia de los adolescentes y, de algún modo, la adolescencia se prolonga en nuestros días varias décadas. La situación económica también tiene que ver con esto. Los jóvenes queman etapas más despacio, se independizan más tarde, tienen menos hijos y a una edad más madura, así que prolongan el estado vital propio de la primera juventud más allá de los 40. Queremos seguir jugando mucho más allá de la infancia, creemos que las cosas malas siempre les suceden a otros y a veces no juzgamos correctamente la gravedad de las decisiones que tenemos que tomar ni la responsabilidad que nos atañe.
Paradójicamente, es esa sensación de bienestar y seguridad la que puede conducirnos a la ruina. Europa atraviesa uno de los momentos más complicados de la Unión política y económica: las clases medias y trabajadoras se han descubierto como las perdedoras de una globalización que ha ahondado las diferencias entre clases y también ha fracturado los países entre el campo y la ciudad. Esta incertidumbre ha dado alas a los movimientos populistas y nacionalistas, que se alzan como portavoces de un sujeto colectivo unívoco, encarnado en el pueblo, para poner en cuestión las instituciones y la integración. Por si fuera poco, el terrorismo internacional y la crisis de refugiados que vivimos en nuestras fronteras han alimentado la xenofobia.
Todo esto se ha apreciado muy bien en el Reino Unido del Brexit: enormes diferencias entre la generación más joven y la mayor, entre el medio rural y la City, entre la clase obrera y las clases mejor educadas y más acomodadas.
En cierto modo, todo recuerda un poco a la Europa de 1930. En aquella ocasión, los “locos años 20” habían sido días de progreso, modernización y bienestar material para los occidentales. También de ocio y de individualismo creciente. Sin embargo, la gran recesión cayó como una losa, y en la década siguiente asistimos al fúnebre auge de los fascismos.
Los paralelismos, claro, siempre obligan a hacer mil matices. No estamos en la víspera de una tercera guerra mundial. Todos estos elementos que hemos señalado, desigualdades, precariedad, populismo, xenofobia, han de pasarse por el filtro de una sociedad pacificada. No obstante, la posmodernidad no está libre de riesgos. Es también el tiempo de la reacción individual, de la reacción antiintelectual, de la reacción antiinstitucional. La crisis económica ha llevado a las sociedades europeas a poner en cuestión incluso la democracia. Son muchas las voces que han denunciado que esta no es una democracia verdadera y han demandado mayor participación en la toma de decisiones.
Esta idea de recuperar la soberanía tiene consecuencias a ambos lados del espectro ideológico. A la izquierda, se traduce en movimientos como el 15M y da alas a partidos de corte populista como Podemos. A la derecha, refuerza la idea de lo nacional frente a lo extranjero. Pueden parecer inconciliables, pero ambas conducen al cuestionamiento de las instituciones.
El riesgo que tiene creerse el relato del déficit democrático es que uno utiliza su voto como herramienta de expresión del yo, creyendo que no cuenta, y al día siguiente descubre con horror que ha ganado el Brexit. Que la democracia sí era real. Como alguien apuntó recientemente de forma acertada, vivimos ya en una democracia posfactual. En los últimos años, los hechos han ido convergiendo con los mitos de una sociedad marcada por las consecuencias de la globalización y la crisis. Y creo que está bien así. A veces tiene que ocurrir algo como el Brexit para que caigamos en la cuenta de que, si uno pasea por el borde del precipicio, se puede caer.
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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.