“Habría ganado el voto popular si no contamos a los millones de personas que votaron ilegalmente”, “Parece que había un millón y medio de personas [en la toma de protesta del 20 de enero]”, “México va a pagar por el muro”, “El TLCAN es un desastre”…
Estos “hechos alternativos” han sido enunciados por Donald Trump, y son falsos. Enlistados en un solo párrafo ayudan a trazar un retrato del presidente número 45 de Estados Unidos. Estas declaraciones dejan ver a una persona con poca tolerancia a la crítica, un mercantilista que percibe el mundo como un juego de suma cero y un negociador terco que lanza propuestas extremas para mantener fuera de balance a sus contrapartes y ponerlos a la defensiva. Tiende a actuar antes de pensar las cosas, ansía victorias rápidas y se niega a que lo vean como un perdedor. En resumen, se trata de un presidente que no respeta las normas tradicionales de la diplomacia.
El mandato de Trump es distinto a cualquier otro que lo haya precedido, y, por tanto, necesita una respuesta de México distinta a la que se haya dado antes para defender al país y sus intereses en las siguientes negociaciones con Estados Unidos.
El presidente Trump no será el único que determinará el contexto en el que las relaciones diplomáticas bilaterales y las renegociaciones del TLCAN se llevarán a cabo en los próximos meses y años. La profunda dependencia económica de México con Estados Unidos ha reforzado la desigualdad de poder entre nuestros países y la capacidad de coerción de Estados Unidos que de ella resulta. Ineludiblemente, México se enfrentará a Trump con esta desventaja.
Hay, sin embargo, tres factores que juegan a favor de México: su geografía, su democracia pluripartidista y su nacionalismo. Con estos elementos, México debería inclinarse por una negociación estratégica férrea a largo plazo. Esta estrategia deberá contemplar una disposición nacional a rechazar los tratados que lo perjudiquen sin dejar de negociar con la idea de conseguir acuerdos que beneficien a ambos países. También deberá contar con un gobierno que eluda los reiterados golpes de Estados Unidos al tiempo que el resto de México –la clase política, el sector privado y la sociedad civil– responda enérgicamente a cada provocación de Trump.
México no va a cambiar de sitio. Es un hecho geográfico que será siempre el vecino del sur de Estados Unidos, independientemente de lo que pase durante los siguientes cuatro u ocho años. Como vecino, México tiene una importancia para Estados Unidos que, salvo Canadá, ningún otro país tiene. Es indispensable en la gestión de los derechos de las aguas que comparten y en las políticas de medio ambiente, es relevante para los mercados de energía e imprescindible para la generación de millones de empleos para los estadounidenses. Pero sobre todo México es importante para Estados Unidos por cuestiones de seguridad nacional: es un aliado esencial contra las amenazas externas de Estados Unidos que puedan llegar por la frontera sur.
La realidad geográfica y la avidez de Trump por conseguir victorias rápidas le dan a México una ventaja a largo plazo. Esta estrategia requiere que el gobierno de México siga haciendo caso omiso de los tuits madrugadores de Trump y sus bravatas repentinas. Por más odiosas que sean, los funcionarios gubernamentales deberían ver estas declaraciones como lo que son: tácticas de negociación diseñadas para desestabilizarlos y para hacerles creer que Trump es lo suficientemente torpe como para salirse del TLCAN y, por lo tanto, precipitarlos a aceptar concesiones injustas para así conservar el acuerdo comercial.
Ignorar el hostigamiento de Trump debería, en este sentido, ayudar a debilitar el impacto que pretendía crear. A la vez, el silencio del gobierno mexicano le podría dar tiempo a Trump –con suerte el tiempo suficiente– para terminar de enredarse a sí mismo, a su equipo y a sus aliados del Partido Republicano, como parece que está sucediendo con otras decisiones que ha tomado.
Esto no quiere decir que México no deba responder a las exageraciones, mentiras y provocaciones de Trump. Al contrario, el país debería enfrentarlas de manera frontal y vociferante. En una democracia con una pluralidad de partidos y actores políticos –con un dejo de orgullo patriótico–, el presidente y sus funcionarios pueden darse el lujo de dejar esa tarea al resto de los mexicanos.
Legisladores federales, gobernadores, alcaldes y líderes opositores de los partidos políticos deberían rehusarse categóricamente a ser insultados, humillados o a ser tratados como algo menos que un socio del mismo nivel. Estas voces independientes de la política mexicana deberán llegar hasta sus contrapartes estadounidenses para corregir prejuicios y falsedades sobre sus compatriotas, recordarles la importancia de la relación bilateral con Estados Unidos y aliarse con estadounidenses con los que compartan ideas para afianzar la posición del país. Por su parte, los diputados y senadores mexicanos deberían dejar claro que el Congreso rechazará cualquier tratado que no beneficie los intereses de México.
Eventualmente, el poderoso sentimiento nacional va a robustecer la capacidad del país para contrarrestar la diplomacia trumpiana. Mientras que el sentimiento antiestadounidense que ha caracterizado al nacionalismo mexicano durante buena parte del siglo XX es una sombra de lo que solía ser, brota un nuevo nacionalismo –que se extiende desde los políticos hasta el sector privado, desde la sociedad civil organizada hasta el ciudadano de a pie– a lo largo de México. Surgido del orgullo patriótico y de la inevitable sensibilidad de un país que se encuentra en una situación de vulnerabilidad, en tensión con un país vecino más poderoso, este nuevo nacionalismo fortalecerá las negociaciones oficiales de México con Estados Unidos.
El patriotismo mexicano le dará autoridad a la amenaza de los negociadores de México de dejar el TLCAN antes de aceptar la renegociación de un acuerdo que les perjudique; le dará validez al argumento de no repatriar a los migrantes centroamericanos si los mexicanos que viven en Estados Unidos no son tratados con respeto; y le dará legitimidad a la propuesta de cesar la cooperación bilateral de seguridad antes de pagar por el muro. Irónicamente, los bajos índices de aprobación que tiene el presidente Peña Nieto son una ventaja en este escenario. Su postura política, asombrosamente timorata, sin duda va a fortalecer la posición negociadora de su gobierno al reafirmar el hecho de que no puede ceder ante la presión gringa sin cometer un suicidio político.
Esta estrategia no está libre de riesgos. El colapso del TLCAN o, incluso, la perspectiva de una negociación interminable podría hacer que algunos inversores se mantuvieran al margen hasta saber cuáles serán las reglas del nuevo tratado entre ambos países. Esta será, con seguridad, una de las cartas fuertes de Estados Unidos en las negociaciones. Ante ello, México deberá gestionar agresivamente las especulaciones del mercado al preparase para el plan b: un mundo sin el TLCAN. El país debe dejar claro que –a reserva de lo que pase en sus negociaciones con Estados Unidos– permanecerá abierto al comercio internacional, que buscará tratados de libre comercio en donde sea posible y mejorará la competitividad dentro de las reglas de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Sin duda, el mejor escenario posible para México sería conservar, e idealmente ampliar, la relación que ha construido en los últimos treinta años con Estados Unidos. Pero México no puede permitirse conseguir este objetivo a cualquier costo. En cambio, debe mover sus piezas pensando a largo plazo al explotar las ventajas inherentes a su democracia pluripartidista resguardada por el nacionalismo. ~
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Traducción del inglés de Lara Pascual.
es directora de la Red Estados Unidos-México de la Universidad del Sur de California. Fue profesora de políticas económicas en Latinoamérica en el ITAM de la ciudad de México.