La gran utopía del tiempo. Entrevista con Simon Ings

Una conversación sobre ciencia ficción y la naturaleza del tiempo con el editor de arte y cultura del semanario inglés New Scientist.
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En la redacción del prestigioso semanario New Scientist, que se publica en Londres desde fines de 1956, platico con su editor de arte y cultura, Simon Ings, quien también escribe novelas espléndidas y sugerentes. Convencido de que vale la pena buscar una nueva ficción científica, durante la plática surge un tema clásico de la ciencia ficción tradicional: el viaje en el tiempo. Pero, ¿qué es el tiempo? ¿Cómo podemos definirlo sin estancarnos en una vaguedad?

Simon se refiere al libro del conocido escritor científico James Gleick, Time Travel. A History, en el que nos ofrece un completo, divertido y sorprendente recuento de los escritores que se han ocupado de este tema en los últimos 200 años. Los físicos salen por peteneras cuando se les pide una definición: “Sólo tienes que voltear a ver las manecillas o pantalla digital de tu reloj, según sea tu tecnogusto”, responden. En el siglo XIV San Agustín discurría de la siguiente manera: “Entonces, ¿qué es el tiempo? Si nadie me pregunta, lo sé de inmediato; si tengo que explicárselo a otro, dejo de saberlo en ese instante”. Gleick cita al ilustre físico John A. Wheeler, quien se supone que alguna vez aseveró: “El tiempo es el instrumento con el que cuenta la naturaleza para mantener todo andando”. Poco tiempo después Wheeler admitió que lo vio escrito en la pared de un mingitorio de Texas. Uno de los genios de la física cuántica, región subatómica donde el tiempo parece otra cosa, Richard Feynman, se refirió a éste como “eso que pasa cuando nada más sucede”.

“Mira”, me dice Simon, mientras esperamos que la máquina del café haga su trabajo. “Una máquina nos hace entender sin lugar a dudas qué es el tiempo: es lo que sucede entre el momento en que el aroma llega a tus sentidos y el instante en que el líquido apenas va cayendo en tu taza”. Entonces el tiempo es movimiento. Durante el lapso que debe acontecer desde que las moléculas invadieron tus receptores epidérmicos y llegaron a tu interior, hay actividad en el espacio. Cuando alguien te dice: “dame tiempo”, lo que quiere decirte es: “necesito espacio”. No obstante, para San Agustín el tiempo era todo menos espacio. Entonces aparece la paradoja del tiempo discontinuo. Sabemos que el tiempo existe porque pasa, pero, ¿qué con lo que ya fue (el pasado), o bien con lo que aún no es (el futuro)? No podemos medir lo que no existe. No hay nada atrás ni adelante, aunque muchas culturas miran el pasado como un lugar que radica en la memoria colectiva y el futuro como otro sitio al que anhelan trasladarse. Simon asegura que tanto el pasado como el futuro son territorios desconocidos en los que hacemos cosas distintas a las que realizamos durante el aquí y ahora. Pero no debemos confundirlos. Si bien intextricablemente unidas, las tres dimensiones espaciales provocan cosas distintas a la cuarta dimensión temporal, cosa que ya desde 1655 Thomas Hobbes nos advirtió de una manera sutil: “El tiempo es un fantasma en movimiento”. Para el filósofo alemán del siglo XIX, Arturo Schopenhauer, en el tiempo las cosas van una detrás de otra; en el espacio, las cosas están una al lado de la otra. Cuando se unen nos ofrecen una representación en la que ambas coexisten. El matemático francés Pierre-Simon, marqués de Laplace, afirmaba en 1814 que el estado actual del Universo (como era conocido entonces) es el efecto de su pasado y la causa de su futuro, de manera que todo estaba fuertemente unido en un “mundo rígido”, es decir, gobernado sólo por el inexorable mecanismo de las leyes físicas. Los escritores del principios de dicho siglo se propusieron desafiarlo y descubrieron el Tiempo como tema literario. Casi de inmediato, físicos y filósofos voltearon hacia “la dimensión desconocida” con nueva mirada. La obra fundacional de H. G. Wells abrió un horizonte imprevisto que las máquinas del tiempo pueden ayudarnos a entender. Sin embargo, como nos ilustra James Gleick, Wells no se inspiró en la filosofía introspectiva de Schopenhauer.

Gleick se refiere con benevolencia a la siguiente generación de escritores de CF, luego de Julio Verne y H.G. Wells, entre ellos Isaac Asimov, Philip K. Dock y William Gibson. Simon está de acuerdo en que, sin denostar su talento, la segunda oleada de esta literatura se aleja de la física y se acerca en forma romántica a la metafísica. Incluso se vuelve evangelizadora. Entonces se inventa el cine y le arrebata el monopolio de evocar imágenes a través de palabras, el poder del relato al que se refería Edgar Allan Poe. Georges Méliès muestra al mundo que la fantasía ha dejado de pertenecerle exclusivamente a la literatura, de manera que ésta tendrá que buscar nuevos derroteros si desea encontrar genuinos lectores.

No obstante que la ciencia ficción se halle en una encrucijada desde hace décadas, Ings afirma vale la pena regresar a ella por una sencilla razón: la novela tradicional no está abordando los temas, escenarios, tramas y situaciones desafiantes, efímeros, que plantea la realidad presente, imbuida de ciencias y tecnologías. “En la actualidad debes de tener el tiempo libre, el dinero, las ganas y la educación para elegir aquellos pensamientos, historias y sentimientos que van a ocupar tu mente durante los próximos días, quizá semanas”, dice. La alternativa es la ciencia ficción, quizá una ficción científica. Ings piensa que esta escritura –––condenada a morir pronto, en la medida que los cambios tecnológicos y los descubrimientos científicos desechan ideas y objetos que resultan obsoletos para diagnosticar algún fenómeno de la realidad– contiene los elementos narrativos necesarios, heredados de autores como Angela Carter y J. G. Ballard, para mirar lo que está sucediendo y mantener el interés del público por la literatura.

¿Y qué es eso que “está sucediendo”? “Probablemente el inicio del colapso de nuestra civilización”, responde, “tal como lo planteó el espléndido escritor de ciencia ficción, John Wyndham”. Fue él, fallecidó en 1969, quien acuñó la frase “nosotros somos la catástrofe”, si bien el subgénero catastrófico ya se había ganado desde 1885 un lugar en el corazón de los lectores aficionados a las historias apocalípticas con la publicación de After London, or Wild England por Richard Jefferies.

Simon Ings publicó Wolves en 2014, una novela donde aborda en forma original este subgénero de la literatura fantástica que oscila entre la fábula y el bestiario. Jóvenes emprendedores fundan una compañía de realidad aumentada, la cual ofrece viajes en los que puedes tener experiencias extravagantes, entre otras, encontrarte con hombres-lobo. Entonces la realidad comienza a disolverse en una persecución cerebral. “Es una metáfora del momento presente”, sostiene, “cuando esta sociedad tecnologizada parece querer prescindir de los seres humanos. Es una alegoría sobre el colapso de la civilización, sin tener conciencia de que uno está inmerso en ella”.Es la única vía a fin de poner en boca (y en la mente) de los lectores de ficción asuntos candentes, realmente trascendentales, por ejemplo, los trastornos en el clima mundial. Ings recuerda el libro de Niles Eldredge acerca de la crisis de la biodiversidad y la sexta extinción. “Tal vez ya iniciamos la séptima”. Su libro más reciente, Stalin and the Scientists (2016), aborda las consecuencias de que la Unión Soviética de Josef Stalin haya financiado ciencia que sólo supo vender propaganda y manipular hechos, mientras que quienes osaban imponer el escepticismo, propio de la investigación científica, eran considerados “enemigos del pueblo”, provocando crímenes y tragedias terribles.  “Comencé a interesarme en el tema del estado científico al seguirle la pista a dos neuropsicólogos rusos, Alexander Luria y Lev Vygotsky, y terminé escribiendo sobre este delirio materialista marxista”, afirma. Sostiene un punto de vista peculiar sobre diversos escenarios en el proceso de creación, no necesariamente objetos estéticos sino armas e ideas de destrucción masiva y exterminio. Una lección de historia para aquellos que creen en las “verdades alternativas”.

“Estoy convencido de que hay una morbosa obsesión por negar estos momentos cruciales en la vida de cualquier organismo”, afirma. “La ciencia, la tecnología, la cultura, el arte, la literatura trabajan, segundo a segundo, en busca de algo que los borre. Les resulta imperioso congelar el presente”.

Trascender es una forma de negar la muerte y el paso del tiempo, las investigaciones de la medicina anti-envejecimiento representan otra forma de luchar contra la idea “insana” de que debemos morir. “Los músicos, artistas de la farándula y de la brocha fina, así como los escritores viven angustiados por no saber si finalmente serán recordados, es decir, leídos, al día siguiente de su sepelio. Todos quieren seguir teniendo 25 años de edad a como dé lugar. Los políticos y estadistas realizan obras públicas con el mismo propósito (ser recordados como efebos y ninfas redentores) y, al igual que aquéllos, lamentan el día en que nacieron sus rivales. Es justo decir que también lo hacen para ofrecernos cierta estabilidad, la sensación que el futuro no va a cambiar nada”, puntualiza, “que no existe más que un presente continuo, eterno. No obstante, esto no es así y la realidad parece más bien al borde del desastre”. Ings menciona al norteamericano Bernard Wolfe (1915-1985) como el escritor de ciencia ficción que podría resultar emblemático cuando nos referimos a estos estados extremos de la vida. Wolfe, secretario particular de Trotsky antes de que lo sustituyera Ramón Mercader, afirma en la introducción a su obra más conocida, Limbo (1952), que él sólo deseaba contar una historia suponiendo que el año de 1957 pudiera prolongarse para siempre. “No se trata de otra novela más sobre el Futuro, más bien trata de llevar un momento de la Historia al extremo”.

 

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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