Entrevista a Luis Echeverría Álvarez. “Fui leal a las instituciones”

Entrevisté a Luis Echeverría Álvarez en 1999. Me recibió en una sala de muebles mexicanos en su casa de San Jerónimo. Recuerdo los murales de Diego Rivera en las paredes. Eran, quizá, los bocetos del famoso mural del Centro Rockefeller de Nueva York. Hablamos de sus orígenes y tocamos su biografía estudiantil, profesional y política. Para la etapa del 68, me acompañó Javier Bañuelos Rentería, joven historiador que colaboraba en los proyectos editoriales y audiovisuales de Clío. Le hizo preguntas pertinentes y difíciles. No esperábamos grandes revelaciones y, menos aún, autoinculpaciones. Queríamos escuchar de viva voz su versión de los hechos. La entrevista es importante por lo que dice y lo que no dice, por las fórmulas que usa, el lenguaje, los subterfugios, las vaguedades, las extrañas precisiones, las omisiones, los silencios, los gestos, la frialdad. Quien conoce la historia de su papel en los hechos leerá entre líneas todo el proyecto político de Luis Echeverría Álvarez, antes, durante y después del 68. ~
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Gustavo Díaz Ordaz tuvo que enfrentar protestas desde el inicio de su gobierno. La del movimiento médico, por ejemplo, en 1964.

Desde el sexenio de Adolfo López Mateos las universidades y las escuelas técnicas estaban muy abandonadas. No había bibliotecas ni laboratorios y muchos estudiantes no podían inscribirse. A los médicos que tenían relación con el Estado se les había prometido un aguinaldo que no se les pagó. Ejercieron presión apenas comenzó el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz. El problema era muy serio y era consecuencia del desarrollo estabilizador: falta de plazas, falta de medicamentos, una subestimación de los problemas que enfrentaban los trabajadores de los hospitales oficiales, el internado rotatorio de los médicos jóvenes que lidiaban con toda la carga.

¿Intervino usted como secretario de Gobernación?

No, lo hizo el presidente junto con otros funcionarios que dependían directamente de él.

Que Díaz Ordaz quisiera tomar esas decisiones, ¿era producto de su personalidad?

Sí. Y habría que hacer una revaloración del régimen presidencialista mexicano. Es muy grave que el presidente delegue muchas facultades o se tomen resoluciones sin que esté enterado, pero la excesiva centralización también es grave. Es una cosa del arte político mexicano.

¿Había posibilidad de disentir con el presidente?

Era otra la tradición. La decisión estaba excesivamente concentrada en el presidente. Quizá el arte de un buen gobierno radique en saber qué asuntos encomendar y mantener la decisión general, pero escuchar.

¿Alguna vez llegó a ver molesto a Díaz Ordaz?

Lo vi tenso, con una serenidad alterada por la tensión. Pero son las responsabilidades propias del cargo. Muchas veces hay que sonreír –por ejemplo, en el extranjero– mientras se piensa en los conflictos que se complican.

¿En qué momento cree que estuvo más tenso Díaz Ordaz?

Frente al movimiento médico y en el 68, sin duda alguna.

¿Qué opinión tiene del movimiento estudiantil de 1968?

Evidentemente el movimiento estaba formado por jóvenes activistas muy hábiles y muy sinceros, que pensaban en lo que significaban la victoria de Fidel Castro Ruz y las ideas del Che Guevara, que habían tenido gran proyección en América Latina. Algunos pensaban que –ante la influencia de Estados Unidos y en el contexto de la Guerra Fría– los problemas en esta zona debían solucionarse a partir de las ideas que habían llevado al triunfo a la Revolución cubana. Muchos participantes del 68 estaban convencidos de que el movimiento revolucionario en México se beneficiaría de un atentado contra Díaz Ordaz, con su renuncia o con su derrocamiento. Pues bueno, yo quiero hablar con objetividad, ¿verdad? Yo no dudo del espíritu de sacrificio de muchos de ellos. El problema radica en que no podemos traer ejemplos del extranjero y medidas que en otras partes se hayan aplicado.

¿El presidente Díaz Ordaz enfrentó acertadamente el movimiento estudiantil durante sus primeros días?

En realidad, Díaz Ordaz hizo un gran esfuerzo porque los problemas no crecieran. Los problemas venían de tiempo atrás, de muchos, muchos años. Veinticinco años antes los estudiantes habíamos hecho un congreso para criticar la Revolución mexicana, porque las revoluciones tienden a asentarse, se crean privilegios, se crean vicios burocráticos, siempre ha pasado así, y en consecuencia también surgen intentos de renovación. La cosa es saber cómo hacer los movimientos de renovación y eso no podemos aprenderlo de casos extranjeros.

¿El presidente es el que tomaba las decisiones para enfrentar el movimiento?

El presidente de la república era quien coordinaba todo. Él tenía las responsabilidades, las facultades constitucionales.

¿Mantenía reuniones con su gabinete?

No eran propiamente reuniones de gabinete, era una coordinación en su mayor parte telefónica.

¿Se vislumbraban para ese momento otras opciones de solución?

Al principio sí, después la situación se puede complicar, surgen problemas subsumidos, a veces con motivaciones transitoriamente superficiales y afloran muchas cosas.

En los primeros momentos del conflicto estudiantil, parece que el presidente no tiene mucha información.

En las madrugadas le llegaban al presidente informes de los observadores políticos, de las policías, de la procuraduría de la república, de la Secretaría de la Defensa, de la Secretaría de Relaciones [Exteriores]. Era la persona mejor informada.

¿Díaz Ordaz entendía a los jóvenes, los comprendía?

No. El licenciado Díaz Ordaz era muy buen abogado, muy recto, muy honesto y, sobre todo, un hombre enérgico, pero, bueno, me dejó el problema…

¿Cuál es la respuesta de la Secretaría de Gobernación ante el conflicto, siendo usted el titular?

Fue una intervención mínima, un llamado a la reflexión y al diálogo, y la verdad el ejército lo maneja el comandante supremo de las Fuerzas Armadas, que es el presidente.

¿No intentó usted acercarse a dialogar con los estudiantes?

Sí, pero realmente no tuve mucha oportunidad. El presidente comisionó al señor Ortiz para hablar con intelectuales distinguidos y dialogar con ellos. También envió al licenciado Caso y a Jorge de la Vega Domínguez a algún parlamento.

Entonces usted nunca tuvo contacto.

No. Se ha afirmado por ahí que Díaz Ordaz se había enterado al día siguiente de que el ejército había intervenido y que me había regañado, pero no es verdad.

¿Cómo se enteró de lo que estaba sucediendo en Tlatelolco?

Ese día estaba en mi despacho con David Alfaro Siqueiros y su esposa, Angélica, por algún problema migratorio que querían tratar. Yo la llevé muy bien siempre con él, algo que el Partido Comunista Mexicano vio con muy malos ojos, porque él fue un militante activo desde muy joven, pero yo era admirador de su pintura. En ese momento sonó el teléfono, me avisaron que había una balacera en Tlatelolco. Así fue.

¿Cuál fue la actitud de Díaz Ordaz en ese momento?

Estaba sereno, tranquilo. Era de una energía concentrada. Yo creo que su actuación en la presidencia debe revalorarse con objetividad. Los abogados pensamos que cuando tenemos –él lo pensaba– razón en las normas jurídicas, se emplea la fuerza. Si yo hubiera mandado al ejército y él se hubiera enterado al día siguiente y me hubiera regañado, yo no habría sido candidato. No ocurrió así. Él estimaba que había cumplido con su deber pero, como siempre pasa, hay muchas fuerzas e intereses que evidentemente desbordan las instrucciones que se dan. ¿Qué hubiera hecho yo con mucha anticipación? Tuve abiertas las puertas de Los Pinos y las de Palacio, quizá por la experiencia, quizá por temperamento.

¿Usted tenía alguna cercanía con el presidente Díaz Ordaz?

Nunca fue una cercanía muy grande. Era un hombre muy serio, muy estricto, inclinado a exigir siempre a sus subordinados el cumplimiento de sus deberes oficiales y legales. Se afirmó recientemente que yo fui candidato porque los demás se fueron excluyendo. Bueno, eso ocurre también, ¿verdad?

La actitud de lealtad a las instituciones que mantuvo frente a los acontecimientos, ¿fue un factor para que el presidente lo designara como candidato?

Naturalmente fui leal a las instituciones. Pero aparte de eso tenía veinticinco años de trabajo muy esforzado, de militancia en el partido, desde marzo de 1946 hasta ahora. Si hay algún dinosaurio en el partido ese soy yo.

Luis M. Farías registra que después del destape le preguntó a Díaz Ordaz por qué usted había sido el elegido. Él le respondió: “Por su lealtad, por su trabajo. ¿Y por qué no decirlo? Por sus pantalones.”

En la oficina, aquí y en la calle, yo siempre he llevado los pantalones, en todo. Si no las cosas no resultan.

¿Pensó en romper con Díaz Ordaz al inicio de su campaña presidencial?

No, no. A él no le gustó que, al día siguiente del destape, la Secretaría de Gobernación se empezó a llenar de personas. Tuve gente en el patio todos los días, durante diez u once días. Era una avalancha. Quizá hubiera deseado mayor formalidad, pero se desbordaron. Luego no le gustó mi gira. Yo sí la planeé yendo a muchos sitios. Es la más amplia que se ha hecho.

Durante su campaña electoral, usted aceptó guardar un minuto de silencio por los muertos de Tlatelolco en la Universidad Nicolaita. ¿Cómo se dieron los hechos?

Los candidatos del partido siempre habían ido, al pasar por Morelia, a depositar una ofrenda floral en el monumento a Hidalgo que está en el primero de los tres patios de la Universidad de Michoacán. Fui a varios pueblos de ese estado antes de llegar a Morelia, y en uno de ellos –no recuerdo si fue en Quiroga o en Pátzcuaro– los directivos de la Federación de Estudiantes de Michoacán fueron a decirme: “No queremos que usted vaya a la universidad.” Les dije: “Sí voy a ir a depositar la ofrenda en el monumento a Hidalgo.” “Pues no vamos a admitirlo.” “Pues sí voy a ir.” Al día siguiente me alcanzaron en otro pueblo. “Bueno, si quiere depositar la ofrenda en el monumento a Hidalgo vaya, pero que no entren guaruras, que no entren guardaespaldas, vaya usted nada más con algunos alumnos que andan en su comitiva, que hayan sido de la Universidad Michoacana.” “Así lo voy a hacer, además quiero discutir algunos asuntos con ustedes.” “Pues no queremos hablar con usted.” Al otro día me fueron a ver a otro pueblo. “Bueno, lo vamos a admitir, pero muy mal le va a ir.” “Pues allá voy a ir.”

Llegué a Morelia. Al día siguiente fui con poquitos egresados de la universidad a depositar la ofrenda. El primer patio estaba vacío; pasamos al segundo, estaba vacío, y en el tercero había cerca de cuatro mil alumnos y maestros viendo qué pasaba, en una actitud no fría, hostil. Nos sentamos en un tabladito. El muchacho presidente de la federación dijo: “Va a hablar el compañero.” Acabó. “Pues ahora va usted y luego hablo yo.” “No”, le dije, “ahora vas tú y luego yo”. Habló y ¡zaz!, una serie de trancazos. La traían contra la ctm, con [el gobernador] Gálvez Betancourt la llevaban bien, contra el pri y contra mí, y les aplaudían mucho. Me dijo: “Ahora va usted.” Fui a la tribuna, cogí el micrófono. Habían colocado un retrato muy grande de Fidel Castro Ruz y otro del Che Guevara, entonces supe qué decirles. “Aquí, donde estudió el padre de la patria, Miguel Hidalgo, aquí, en la tierra de Morelos, el siervo de la nación, aquí en la tierra de Melchor Ocampo, el general ideólogo de la Reforma, y aquí en la tierra de Lázaro Cárdenas no hay que pedir héroes prestados”, y que me va aplaudiendo la mitad de la universidad. Acabó el acto. A los cinco metros del estrado del que bajábamos, un muchacho muy activo, Sandoval, pegó un grito: “¡Un minuto de silencio por los muertos de Tlatelolco!” Yo dije: “Sí, un minuto de silencio por los muertos, por los estudiantes y los soldados muertos en Tlatelolco.” Se paró todo el mundo. Antes de que terminara el minuto, dije: “¡Vámonos!” Ya rumbo a la puerta, llegaron muchas personas, sobre todo, muchachos. “Véngase, licenciado, véngase.” Me llevaron, ya con una sonrisa, hasta el autobús.

¿Usted sentía que esto le provocaría un problema?

No, porque estaba consciente de lo que dije esa tarde. El presidente había recibido la queja del secretario de la Defensa, quien tenía el informe parcial de que yo había pedido un minuto de silencio por los estudiantes muertos en Tlatelolco. A las dos horas me hablaron: le habían indicado al presidente del partido que se acuartelara porque a lo mejor había cambio de candidato. Les dije que les iba a dar mucho trabajo organizar otra convención del partido. Llegamos a Zamora en la tarde y en la noche a Jiquilpan. Al otro día me notificaron que ya no iba a haber el desayuno que se acostumbraba en las campañas con el comandante de la zona militar, con los principales oficiales del Estado Mayor. Durante veinticuatro horas existió la duda. Yo estaba muy tranquilo. Al otro día el asunto se había disipado.

Otro episodio de este paulatino alejamiento con el presidente Díaz Ordaz es la salida de Valentín Campa y Demetrio Vallejo de la cárcel, siendo usted presidente electo.

Hubo otra cosa, cuando yo tomé posesión había como cuatrocientos estudiantes presos –algunos miembros del Consejo Nacional de Huelga–. Tomé posesión el día 1 de diciembre de 1970; el día de la Navidad, 380 ya estaban en sus casas con sus familias. Eso no le cayó bien. Poco después, todos los demás. Heberto Castillo, el gran Heberto Castillo, dijo en la cárcel: “Yo no salgo, yo soy preso político.” Al otro día me enteré y dije: “Sí, que salga.” Lo pusieron en la puerta con su maleta y salió. Después de que tomé posesión, Díaz Ordaz y yo ya no cruzamos palabra. Luego él contaba que todos los días, al rasurarse frente al espejo, decía: “Tarugo, tarugo, tarugo”, pero usaba otra palabra. Sus amigos le preguntaban por qué. “Porque el candidato fue Echeverría.” Una cosa muy chistosa. ~

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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