Dylan cumple ochenta años con su Never ending tour en un impasse (las razones son de público conocimiento), su cancionero vendido por una cifra estratosférica a Universal Music y un flamante álbum de estudio bajo el brazo. Lanzado en los albores de la pandemia, Rough and rowdy ways es mucho más que un capricho de artista anciano que se niega a (como dicen en Argentina) colgar los botines. De hecho, es una de las obras más revolucionarias de Dylan, un artista que, a lo largo de seis décadas, acostumbró a su público a la revolución permanente de la creatividad, o “trotskyismo del alma”, como lo bautizó Alessandro Carrera. El gran dylanólogo italiano afirmó en otra ocasión que Dylan es “exasperante porque no se va, porque nunca jamás entró en esa zona de reconfortante irrelevancia en la que se refugiaron prácticamente todos sus contemporáneos”. No solo no se va, no solo elude obstinadamente la irrelevancia, sino que el Dylan anciano contiene a todos los Dylan anteriores y los supera.
Durante décadas –tres, para ser exactos– la crítica hizo penar al trovador de Hibbing por su espíritu camaleónico. Los primeros en ofenderse fueron los folkies cuando el músico enchufó la guitarra aquella noche veraniega de 1965 en el Festival de Newport, haciendo estallar los amplificadores con “Maggie’s farm” y pariendo en ese mismo instante el rock/pop contemporáneo, que salió eyectado al mundo, completo y perfecto, como Atenea de la cabeza de Zeus. Después se ofuscaron los hippies, que no le perdonaron que abandonara el rock por el country y Nueva York por la conservadora Nashville, que nunca comprendieron su reticencia a enarbolar banderas políticas y que esperaron y esperaron en vano que se pronunciase sobre Vietnam –que dijese algo sobre la guerra: sí, no, blanco, negro…algo; pero Dylan nunca dijo nada–. A fines de los años setenta, el músico volvió a decepcionar convirtiéndose al cristianismo fundamentalista, esta vez provocando la furia de sus seguidores, muchos de los cuales jamás le perdonaron la afrenta. A lo largo de los ochenta, en cambio, fue continuamente objeto de escarnio dizque por haber perdido el genio.
Todo cambiaría en 1997, el año de la canonización. Los disparadores de este proceso, que se consolidó en 2016 con el Premio Nobel de Literatura, fueron tres. En primer lugar, Dylan lanzó un álbum excepcional, Time out of mind, heraldo de una nueva era en la creación dylaniana y ante el cual la crítica se prosternó de manera casi unánime. El segundo fue un ataque de histoplasmosis que casi arrebata al artista y se lo lleva al Hades a conocer a Robert Johnson. La cercanía de la muerte, como suele pasar, lo volvió más preciado a sus fans y a sus críticos. Dylan, de pronto, empezó a brillar, pero ya no con la luz cegadora del becerro de oro, ídolo efímero de las masas, sino con ese tono calizo que tienen las estatuas de los dioses, sempiternas y marmóreas. El tercer disparador fue la primera nominación al Premio Nobel, que confirmó el nuevo status del artista. A partir de entonces, Bob Dylan dejó de ser el irritante Proteo de la canción popular, reliquia polvorienta de un mundo perdido, para convertirse en la memoria viva de la gran tradición musical americana.
Y, sin embargo, Bob siguió mutando, deglutiendo más y más de esa tradición como una boa constrictora, y regurgitando su propia versión del pasado idiosincrática y vívida, sorprendente e incómoda. En “Murder most foul”, posiblemente su obra maestra e insólitamente la primera y única canción de Dylan en alcanzar la cima del chart de Billboard (en el verano de 1965, “Like a rolling stone” lo arañó, pero no pasó del segundo puesto), el artista camina sobre zancos de una longitud inconcebible acarreando la historia sanguinaria y luminosa de su gran país. Es una canción apocalíptica, desde luego. En el mapa que a lo largo de diecisiete minutos Dylan entalla con minucia de orfebre, el punto central lo ocupa el asesinato de John F. Kennedy, el instante que marcó el principio del fin.
Todo profeta anuncia el fin del mundo. La forma más atávica de este anuncio es la canción. El profeta canta para que sus palabras lleguen más lejos y tengan mejor acogida. La música y la inflexión de la voz son una captatio benevolentiæ que ayuda a digerir el anuncio acerca de la inminencia del fin. La canción es a la profecía lo que el azúcar es al remedio amargo; transforma la desesperación en melancolía y a través de la forma (rimada o circular, aliterada o iterativa) nos amiga con el dramatismo de la transitoriedad. La canción profética, además, nos enseña que, lejos de ser un evento único, el fin del mundo es algo que sucede todos los días; cada vez que muere un ser vivo, cada vez que se derrite un bloque de hielo, se derrumba un edificio, se incendia un árbol, se rompe una botella, se dispersa una nube, se apaga una lámpara, o se deshace un diente de león. Es por eso que en las visiones proféticas prepondera el nexo coordinante. Es por eso que la figura retórica preferida del profeta es la enumeración.
El jueves 20 de septiembre de 1962, Bob Dylan interpretó “A hard rain’s a-gonna fall” en vivo por primera vez. Menos de un mes más tarde, estalló la crisis de los misiles. Desde entonces, se asocia al gran clásico de The freewhelin’ Bob Dylan con la amenaza de guerra nuclear. Su riqueza evocativa, es claro, trasciende toda coyuntura. Las primeras representaciones en vivo, cuenta Allen Ginsberg, eran ceremonias chamánicas. Dylan entraba en trance. Los poetas beat se vieron obligados a prestar atención. En uno de los versos finales de la canción encontraron la confirmación de que había llegado un sucesor: “But I’ll know my song well before I start singing’”. El futuro del verbo es engañoso, la canción ya está terminando y el aedo sin duda la conoce bien. La disonancia verbal da cuenta de la extemporaneidad del texto y evidencia su carácter de revelación, su naturaleza apocalíptica. Pero el singular (my song) también es una trampa. “Hard rain” no es una canción sino, al menos, cuarenta.
En primer lugar, está basada en “Lord Randall”, un clásico del folk anglo-escocés que cuenta la historia de un joven que vuelve moribundo a la casa de su madre. “Oh where have you been all the day, Randall my son?/ Oh where have you been all the day, my pretty one?”, pregunta la madre angustiada en la magnífica versión de Burt Ives. El muchacho estuvo en casa de su novia y le dieron de comer sopa de anguilas. Su madre entiende que el plato estaba envenenado. El joven pide que le preparen la cama pues sabe que va a morir. La canción se estructura como una serie de preguntas y respuestas.
“Lord Randall”, y por consiguiente “Hard rain”, tienen un antecedente todavía más antiguo en “Testamento dell’avvelenato” (Testamento del envenenado), una balada originaria de la zona de Como, en Lombardía. La letra aparece por primera vez en 1629, en una antología de canciones populares publicada en Verona por un tal Camillo Bianchino. En la inquietante versión de Giovanna Marini, las anguilas envenenadas se comen asadas y el joven, como último deseo, pide la horca para su novia asesina, en vez del fuego del infierno, que pedía Lord Randall. Se trata, sin embargo, de la misma canción. En “Hard rain”, además de la estructura de preguntas y respuestas entre una madre y su hijo dilecto (Blue-eyed son debe ser entendido como “hijo preferido”), Dylan preserva la imagen originaria del veneno en uno de los versos finales. La madre pregunta: “¿Y ahora que vas a hacer, mi hijo adorado?”. Y él responde: “Volveré a las profundidades del más profundo bosque negro […] donde los perdigones de veneno están inundando las aguas”. En la visión del joven Dylan, el protagonista no muere, sino que hace un viaje iniciático al mundo de los muertos para aprender la canción profética que luego cantará entre los vivos.
Pero “Hard rain” está compuesta de canciones porque cada línea de texto es un tajo de bisturí que hace aflorar una imagen. Cuenta Dylan que imaginó cada verso como el comienzo de una nueva canción. Al mismo tiempo, los versos se conectan entre sí de dos maneras. La primera es formal, pues la anáfora, que es la figura retórica que estructura la letra, tiene una función tanto expansiva cuanto de cohesión, como señala Alessandro Portelli en Bob Dylan, pioggia e veleno (2018), un análisis exhaustivo de la canción y de sus raíces en la música popular europea. La segunda es material. Los versos van formando una cadena de referencias temporales (pasado/futuro) y sensoriales (vista/oído), que Dylan plasma en imágenes bellas y violentas, postales de un mundo que rueda hacia el precipicio con urgencia y frenesí. La rama sangrante, imagen virgiliana y dantesca, se confunde con los martillos sangrientos. Las montañas brumosas con las carreteras retorcidas. El sonido de alguien que muere de hambre con el llanto de un payaso en el callejón. La muchacha en llamas con la niña que te regala un arcoíris. Los perdigones envenenados que contaminan el río con la humedad de la prisión mugrienta. Todo se acumula, se superpone, se entremezcla creando un mundo infausto sobre el que está por desencadenarse un diluvio universal de lluvia dura.
Sin restarle mérito a la maravillosa versión original de 1963, con su gravedad folklórica y su fraseo visionario, quisiera llamar la atención del lector sobre la interpretación en vivo en Montreal, de diciembre de 1975, incluida en el quinto volumen de The Bootleg Series. El concierto fue parte de la legendaria Rolling Thunder Revue, la gira que llevó a Bob Dylan y a una troupe de personajes misceláneos (entre ellos, Allen Ginsberg, Sara Dylan, Roger McGuinn, Joan Baez, Mick Ronson, Joni Mitchell, Sam Shepard y otros) por Estados Unidos y Canadá entre el otoño de 1975 y la primavera de 1976; y que recientemente inspiró un bello documental de Martin Scorsese (Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan story by Martin Scorsese). Aquel canto apocalíptico que a principios de los años sesenta era austero y solemne, reencarna a mediados de la década del setenta como un blues venenoso de taberna. Dylan cambia prácticamente todos los énfasis en el fraseo. Si en la versión de estudio, munido tan solo de una guitarra y sin recurrir a la armónica, Dylan hace de rain la palabra protagonista, estirándola con elegancia y dramatismo, en esta interpretación eléctrica alarga la palabra que subdivide cada verso transformándola en un lamento destemplado, casi histérico (side, crawled, middle, front, miles, en la primera estrofa, por ejemplo). Esto provoca en el texto cesuras que quebrantan las imágenes para adecuarlas a la síncopa arrolladora de la batería y el flow del bajo. Dylan apenas abre la boca. Las palabras se filtran por el cerco de los dientes. Es un canto tenso, desangelado, pero no por ello menos extático. La atmósfera festiva es de danza macabra. Un baile frenético en círculos que va generando el remolino por el que todo lo que es, y todo lo que alguna vez fue, se escurre hacia la nada. Si en 1962 y 1963, el anuncio del fin del mundo se acompañaba con Beaujolais, el combustible acá es la cocaína, fiel dama de compañía de la comitiva durante la Rolling Thunder Revue.
“Hard rain’s a-gonna fall means something’s gonna happen”, dijo Dylan cuando presentó la canción en el Carnegie Hall el 26 de octubre de 1963. En retrospectiva, el mensaje habrá sonado ominoso para más de un espectador aquella noche cuando, menos de un mes más tarde, John F. Kennedy fue asesinado en Dallas. De las grandes canciones apocalípticas de Dylan (pienso en “When the ship comes in”, “Desolation row” y “All along the watchtower”, pero también la magistral “Caribbean wind” y, por supuesto, la joya de la corona, “Murder most foul”), “Hard rain” con su estructura acumulativa, su intensidad melódica y sus imágenes caleidoscópicas es la que mejor reproduce la ansiedad que acompaña la sensación de calamidad inminente; sobre todo en la versión maníaca de la Rolling Thunder Revue, que Dylan canta rechinando los dientes como si nadase por sus venas una anguila eléctrica envenenada.
Dije hace un rato que fueron tres los disparadores que marcaron el comienzo del proceso de canonización cultural de Bob Dylan allá por 1997. En realidad, fueron cuatro. El cuarto jinete del Apocalipsis fue el concierto del 27 de septiembre en la Plaza Mayor de Bolonia ante Juan Pablo II. En aquella ceremonia multitudinaria, que concluyó el Congreso Eucarístico, el Papa coronó simbólicamente a Dylan profeta de la juventud como su antecesor León III había coronado emperador a Carlomagno. Tiempo después, Benedicto XVI confesó que, en esa ocasión, él (todavía cardenal) se había opuesto a la presentación de Dylan. “Había razones para ser escéptico –yo lo era y, en cierto modo, lo sigo siendo–; había razones para dudar acerca de si estaba bien permitir la intervención de este tipo de profetas”, explicó. Ratzinger no niega que Dylan posea el don de la profecía. Su reticencia se debió al simple hecho de que no lo consideraba (y sigue sin considerarlo) el tipo de profeta que la Iglesia debe promover. Se impuso, sin embargo, la voluntad de Juan Pablo II y Bob Dylan, de traje negro con bordados blancos y sombrero de cowboy, tocó dos de sus grandes éxitos (“Forever young” y “Knockin’ on heaven’s door”) y cerró su presentación con una versión country, dulce y plañidera, de “A hard rain’s a-gonna fall”. En esa noche boloñesa, bajo la mirada del Papa anciano que lo escuchaba entronado desde un costado del escenario con el mentón reposando sobre la mano y una expresión de severo interés, Dylan cantó su canción del fin del mundo y un mar de caras sonrientes celebró con efusión.
Casi un cuarto de siglo y dos Papas más tarde, Bob Dylan cumple ochenta años y no afirma ni desmiente ser un profeta. En “False prophet”, uno de los singles de Rough and rowdy ways, canta con una voz que parece un gruñido: “I ain’t no false prophet, I just know what I know.”
(Buenos Aires, 1979) es escritor y profesor. Tiene un máster en griego bizantino por la Universidad de Londres y un doctorado en literatura comparada por la Universidad de Carolina del Norte, Chapel Hill. Su libro más reciente es Por qué nos creemos los cuentos. Cómo se construye evidencia en la ficción (Clave Intelectual, 2021).