En el último capítulo de Capitalismo, nada más, reflexiono sobre varios cambios que se han producido en la vida privada como consecuencia del aumento de la riqueza (y por lo tanto de la habilidad de ofrecer servicios comerciales que antes se ofrecían dentro de la familia) y de la “invasión” de las relaciones capitalistas en la vida privada. Una de las cuestiones que trato es la importancia cada vez menor de la familia en las sociedades altamente comercializadas y el declive obvio del tamaño de las familias (o mejor expresado, la preferencia por la vida solitaria) en las sociedades más ricas.
Aquí quiero reflexionar sobre otra cuestión en la que nos encontramos con una contradicción fundamental entre los principios que rigen las sociedades hipercapitalistas y lo que podríamos considerar las consecuencias deseables. El tema es la autenticidad en el arte y, en menor medida, en las ciencias sociales. Cuando tratamos los bienes reproducibles, la ventaja del capitalismo es que el beneficio se puede obtener solo si se consiguen satisfacer las necesidades de otro. Por eso los dos objetivos, la necesidad del comprador y el beneficio del vendedor, están alineados.
Pero esto no ocurre con el arte. La razón es que el arte se desarrolla, o necesita individualismo, originalidad y autenticidad. Cuando intentas adivinar las preferencias de calzado del público, y produces ese calzado, es algo útil y bueno. Pero cuando intentas adivinar las preferencias literarias o cinematográficas del público, quizá consigas hacerte rico si aciertas, pero desde el punto de vista de la creación artística, tu producto quizá es simple y efímero. En el arte, nos interesa la visión individual de un individuo, no la capacidad de ese individuo de reconocer las preferencias o prejuicios del público.
Lo voy a ilustrar con algunos ejemplos extremos. Cuando leemos los diarios de Kafka, tenemos claro que representan su propia verdad y una visión sin adornos del mundo: los escribió para sí mismo, nunca pensó que se publicarían, y pidió explícitamente que los quemaran. Es lo mismo que ocurrió con, por ejemplo, los manuscritos de 1848 de Marx, que se salvaron por accidente y se publicaron más de un siglo después de ser escritos. Que te gusten o no es una cuestión de preferencias e interés. Pero no cabe duda de que son trabajos auténticos.
Sin embargo, cuando vemos una película cuyo final ha sido testado por diferentes audiencias para producir el resultado que más guste al público, y por el que más esté dispuesto a pagar, tampoco cabe duda de que se está anulado el papel del autor, e incluso desaparece completamente. Lo mismo ocurre con las novelas. Si están escritas con el objetivo principal de hacer dinero tienen que adaptarse a las preferencias populares y presentar cuantas menos opiniones personales mejor (ya que pueden ser impopulares). ¿Por qué deberíamos, si buscamos ideas nuevas o provocadoras, leer esas novelas?
Nos enfrentamos, por lo tanto, a una inversión de papeles muy curiosa. Los escritores buscan perder su autenticidad para complacer a la audiencia y así maximizar sus ingresos. Y el único valor de esas obras reside en el hecho de que nos permiten conocer las preferencias del público, pero no existe ningún valor inherente a la obra.
Este problema existe en casi todas las creaciones artísticas bajo el capitalismo. Todos podemos aportar muchos ejemplos, desde Steve Spielberg a los escritores de innumerables (y fácilmente olvidables) bestsellers.
Podemos decir sin embargo que los artistas siempre han producido para los poderosos. Sus trabajos eran encargos y expresaban muy poca personalidad excepto en las partes que tenían que ver con las aptitudes (lo más obvio es en la pintura y la escultura donde el artista recibía un tema y solo podía distinguirse mediante su estilo y ejecución). Este es un argumento interesante, sin embargo los productores de arte todavía no dominaban las técnicas de comercialización. Por entonces la comercialización era “artesanal” y hoy es masiva.
Hoy son los profesionales los que eligen los temas en función de lo que creen que venderá: hablé solo una vez con un agente literario, y cuando empezó a decirme lo que debería escribir, inmediatamente me disuadió de hablar de nuevo con uno de ellos. Los textos se editan y reeditan para complacer al público y evitar demandas. Y, lo que es más extraordinario, los autores de novelas acuden a talleres donde su voz es reprimida aún más, ya que aprenden a escribir como el resto.
Esto tiene sentido si tu único objetivo es el beneficio. De hecho, una de las razones para tener un agente es porque puede obtener el mejor acuerdo editorial para el autor. Pero hay una complicación: puede conseguirte el mejor acuerdo siempre y cuando reprimas tu autenticidad.
Estas son áreas humanas en las que la comercialización excesiva no implica mejores resultados. El problema no tiene solución porque deriva de una contradicción fundamental en un sistema en el que el beneficio se consigue complaciendo a los consumidores. Pero también es un sistema que premia el individualismo, que es algo que, por definición, no compartes con todo el mundo.
Traducción del inglés de Ricardo Dudda
Publicado originalmente en el blog del autor
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).