Lujuriosos

Lujuriosos

En el gimnasio se utiliza una expresión en inglés: No pain, no gain. A veces funciona con la lectura. Antes que molicie, el lector curtido busca libros que le representen un esfuerzo.
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Mucho se habla sobre el acto de leer por placer. Pero ese placer tiene un lado B.

En las escuelas no se promueve el placer de las matemáticas o de la historia o química o física. Hay cosas que se deben estudiar si el alumno ha de ascender en la escala humana. Ya será su propia indagación la que lo lleve a otros niveles en esas materias.

En mis días escolares se seguía repitiendo la máxima: la letra con sangre entra, pero ya también teníamos a la nueva generación de maestros ociosos y abollados que iban cargados de amargura y no querían batallar.

Tuvimos a la maestra que buscaba imponernos las aventuras del buen don Quijote, pero más popular se volvió entre la tropa cuando nos puso a leer Pregúntale a Alicia, Juan Salvador Gaviota y aquel sobre los supervivientes de los Andes. El de Alicia fue una patraña que se evaporó de mi memoria. El ornitológico lo recuerdo como esas engañifas obvias y sentimentales para que todos se sintieran un Juan Salvador Gaviota, cuando lo cierto es que el mundo está hecho de manadas. La ventaja de este libro era que tenía pocas páginas y la mitad iba con inutilísimas fotos de gaviotas. Del tercero recuerdo pasajes que pueden venir del libro o de las crónicas periodísticas de la época: una historia de supervivencia con el clímax en la antropofagia.

El que no se ha separado de mí en toda la vida es El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

Los iletrados han encontrado en sus maestros la excusa de su estulticia. Dado que la lectura debe ser placentera y no hallaron goce en ella, entonces se deja a un lado. Los pretextos se ofrecen al mayoreo: que si el lenguaje de algunos clásicos es ya “inentendible” o que narraciones de un pasado tan remoto ya nada tienen que ver con el presente o enseñan valores devaluados. “En la escuela me hicieron odiar la lectura”, dicen millones de cerebros estáticos para justificarse.

La palabra “placer” con respecto a la lectura me parece tan resbaladiza, que puede descender a la “comodidad”. Mientras exista el placer de leer también existirá el placer de no leer o la comodidad de no leer o, lo que más feliz hace a las grandes empresas editoriales: la lectura cómoda. Ya comenté en otro artículo que la principal razón por la que un lector bestselero recomienda hoy un libro es porque “es fácil de leer”. Si en la lectura se privilegia el placer, ésta acaba por perder delante de placeres más placenteros.

En el gimnasio se utiliza una expresión en inglés: No pain, no gain. A veces funciona con la lectura. Antes que molicie, el lector curtido busca libros que le representen un esfuerzo.

El motor de la lectura se alimenta con las ganas de aprender, crecer, dialogar con las mentes supremas del pasado y del presente, sentir otras sensibilidades, hacer propias las experiencias ajenas, asombrarse, alcanzar epifanías, desentrañar ideas, emborracharse con versos, poner a prueba la fe, perderla, fortalecerla, conocerse a sí mismo, dialogar con los muertos, con los dioses, invocar a las musas, examinar la vida, amar la soledad, cambiar de opinión, ensanchar la propia libertad, instruirse en otras lenguas, perder el juicio, atesorar recuerdos, dominar una ciencia o un arte o una época histórica, huir del lugar común, retar el entendimiento, valorar la grandeza del hombre, afinar la expresión, aceptar la herencia de la civilización, bailar con las palabras, sumirse en la belleza y el horror, renacer como se renació en el Renacimiento…

Seguro que en todo esto se cuela el placer. Sin embargo, en mis incontables conversaciones con lectores aguerridos, en las que siempre brota el entusiasmo por algunos libros, nunca nadie me ha dicho: “Te recomiendo este libro porque es muy placentero”.

El lector apasionado, antes que leer por placer, lee por lujuria.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.

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