La literatura es de todos y cada uno puede tomar el relevo, hacerla suya. Más o menos eso ha dicho en algún lado Jacques Rancière refiriéndose a la hiperdemocratización de la cultura en el contexto de internet. Su diagnóstico no solo es descriptivo sino también combativo: para el autor de Malaise dans l’esthétique el arte contemporáneo no es político por error sino por esencia, su misión es, nada menos, la de transformar las manifestaciones del arte en formas de vida colectiva.
Las ideas de Rancière se inscriben en el terreno de la crítica del pasado más reciente; confrontación que, con visible frecuencia, se practica más bien como un ajuste de cuentas donde cualquier consideración hacia ese pasado ya es vergonzante, cuando no perversa. Ejemplo: Robert Hughes rechazando la invitación para escribir la presentación del X Portfolio (1978) de Mapplethorpe sin pensar que, con ese gesto, calificaba como un patiño más de la cultura dominante. En su polémica carrera, Hughes redactó cuartillas y cuartillas en contra de la preceptiva surgida inmediatamente después de la radicalización formal, ideológica y conceptual de los años sesenta y setenta: un nuevo sistema del arte al que no dudó en calificar de “vómito de los ochenta”. Supongo que al autor de Culture of complaint (1993) nunca le convenció el potencial explosivo del arte –su capacidad de negación, diría Adorno– en insólito maridaje con su nuevo modelo: el mercado, bajo el consenso crítico de la academia y sus nichos protegidos. La utopía estética, esto es, la virtuosa capacidad del arte para “obrar una transformación absoluta de las condiciones de la existencia colectiva” (Rancière) fluye bien en boca de algunos estetólogos, aunque ¿de verdad incide más allá del campus universitario o del sistema de galerías, museos y demás connaisseurships? La realidad social sobre la que el sistema del arte quiere repercutir transcurre al margen, experimentando una suerte de malestar en la teoría visible para cualquiera, menos para el sistema mismo. Boris Groys especula sobre los sitios de exposición como espacios públicos, una continuación de la calle más que metafórica y casi ontológica. Se trata –dice– de una “propiedad simbólica” del espectador, quien transita entre objetos artísticos fácilmente accesibles. Por difícil que parezca, así es como el sistema del arte contemporáneo, en opinión del autor de Obra de arte total Stalin, se empodera y toma las calles.
(ciudad de México, 1963) es poeta, ensayista y editor. Actualmente es editor-in-chief de la revista bilingüe Literal: Latin American Voices.