1. En 1893, después de una breve estancia en París, Rubén Darío se instala en Buenos Aires y comienza a publicar en La Nación una serie de semblanzas sobre escritores a los que admira. La selección incluye por igual a Poe y a Verlaine, a Lautréamont y a Ibsen, a Villiers de L’Isle-Adam y a José Martí, entre otros. Darío sigue la estela de su admiradísimo Verlaine en Les poètes maudits (1884) y de Théophile Gautier en Les grotesques (1844). Un total de diecinueve autores acabaron conformando un libro que se publicó en Buenos Aires en 1896, bajo el título de Los raros, y que sería reeditado en 1905 en Barcelona. En 1985, también en Barcelona, Pere Gimferrer emula a Darío y publica su propia concepción de lo raro en Los raros. “¿Qué es hoy lo raro, quiénes son hoy los raros?”, se pregunta Gimferrer y alude a Darío: “Para Rubén, lo raro y los raros no podían ser sino lo opuesto a la tradición o lo simplemente ajeno a ella. En tal sentido, lo raro y los raros formaban parte de una estrategia respecto a esa tradición; eran fuerzas de choque, catapultas contra las murallas desconchadas de la preceptiva.” Para Gimferrer, casi cien años después de Darío, la ausencia de una verdadera tradición literaria provocaba que ya no hubiera más “murallas que asaltar”. La comarca de los raros se había extendido casi sin límite, todo podía ser raro, y concluye con una provocación: “Raro es lo mal leído o mal comprendido o mal difundido.”
2.La mitología de los raros se ha construido no solo mediante apologías, sino, y principalmente, por la metodología del descarte. Los raros son los ignorados por la crítica, los vilipendiados por las instancias legitimadoras del mundo literario, los desconocidos de los lectores no especializados (llámense escritores, académicos o periodistas). Prueba de ello es la frase tópica con la que los raros suelen ser despachados en las historias de la literatura española e hispanoamericana del siglo XX: “En la misma época”, comienza el historiador, después de dedicar páginas enteras a los autores del naturalismo, el realismo, el indigenismo, la novela de la Revolución mexicana o la novela gauchesca, “sitio aparte guardó fulano” –aquí el nombre del raro en cuestión–, “creador de una obra singularísima”. Y culmina con una sentencia que habrá de repetirse una y otra vez a lo largo del tiempo en notas periodísticas, prólogos o contraportadas, como un eslogan que certifica la calidad de su rareza: “un escritor que no se parece a nadie” o “el más extraño de nuestros autores del siglo XX” o “un escritor cuya extravagancia le valió la incomprensión de sus contemporáneos”. Bienaventurados los raros, parecen sugerir los historiadores, porque de ellos será el reino de la posteridad que todavía no llega.
3. Sin duda menos poética, pero quizá más útil, es la noción de excentricidad desde el punto de vista geométrico. Ex-céntrico, lo que está fuera del centro. Mejor aún: lo que tiene un centro diferente. Sustitúyase centro por canon. O por escuela o corriente dominante de la época. La utilidad del vocablo radica en que excluye la biografía del escritor y nos deja a solas con la obra. No se trata de un tema menor, sobre todo considerando que el siglo XX vio florecer la puesta en práctica del precepto del fin-de-siècle según el cual vida y obra se funden, haciendo de la vida parte de la obra artística. El problema es que si localizamos el centro y trazamos un círculo para delinear el margen resulta que, con el paso del tiempo, el círculo gira con tal intensidad –la intensidad de los cambios en la recepción crítica, en los gustos de los lectores, en las influencias reconocidas por los autores– que el centro se desplaza.
¿Cuál será la idea de tradición literaria que construirá el futuro? Nuestros raros, nuestros marginales, nuestros excéntricos, por arte de este desplazamiento, ¿llegarán a ocupar el centro?, ¿llegarán a ser canónicos?
4. ¿Por que nos gusta lo raro? Nos gusta lo raro por su carácter secreto, por una intuición que nos empuja a lo prohibido. Lo raro es lo anómalo, como lo entendía Foucault. Nos gustan los escritores-monstruo, que combinan lo imposible con lo prohibido. Los corregibles incorregibles, que se resisten a cumplir las reglas postuladas desde el poder literario. Los escritores-masturbadores, que se esconden de los vigilantes. Los inasimilables al sistema normativo. El lector se acerca a ellos seducido por la promesa de una intimidad extrema, casi exclusiva, reservada a unos cuantos iluminados. Es el mismo impulso que mueve al fanático al enrolarse a una secta. El lector también quiere ser un transgresor, el lector también se cree singular, extraordinario, original, en resumen: un lector digno de participar en la ceremonia de los raros.
5.Por definición tendría que haber muchos menos raros de los que postulamos. Lo raro tendría que ser, necesariamente, escaso. Con seguridad podríamos purgar las listas extirpando, por ejemplo, vanguardistas. Aunque el raro y el vanguardista comparten la lucha contra el canon, el vanguardista racionaliza, crea manifiestos, tiene sentido gregario y es profundamente moralista. “Hay un abismo entre el escritor excéntrico y el vanguardista”, escribió Sergio Pitol: “Los vanguardistas pueden proclamar el desorden, pero lo convierten en programa.” O podríamos adelgazar el contingente colocando en su justo lugar a una pléyade de escritores bohemios, cuya aura de malditismo disimula la mediocridad de su obra, aquellos que no cabrían en esa bella definición del autor maldito que sugirió Leila Guerriero en Los malditos: “Los une, a veces, esa materia que se llama olvido, esa cosa esquiva que se llama genio, y una forma, muy humana, del desasosiego, de la insatisfacción y de la rabia.” O podríamos dar atención a aquellos raros que solo son raros por ser ignorados. Podríamos devolverle a lo raro su carácter de escaso. Pero es muy probable que no lo hagamos, porque nos gusta lo raro. Nuestra época siente fascinación por lo raro. Lo más probable, de hecho, es que hagamos lo contrario, que ensanchemos aún más la nomenclatura, rescatando a raros viejos olvidados o identificando a raros nuevos inadvertidos, articulando razonamientos que nos justifiquen y nos diviertan, a la manera de una broma absurda de Efrén Hernández:
Lo raro es caro
Lo barato es raro
Luego lo barato es caro.
Que empiece la ceremonia. ~
Juan Pablo Villalobos es el editor invitado de este número.
(Guadalajara, 1973) es escritor. Es autor de la novela Fiesta en la madriguera (Anagrama, 2010).