Las historias que nos contamos

Un par de documentales recientes cuentan sendas historias donde grandes visiones terminan en desastre por un exceso de confianza en su propia solidez.
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En las últimas semanas he visto un par de documentales que, pese a ir sobre temas, personas y situaciones completamente dispares, ponen bajo el reflector una realidad que da miedo: acabamos por creernos las historias que nos contamos, sin importar si son verdaderas. 

El primero es Fyre: The greatest party that never happened, que cuenta cómo Billy McFarland, un joven de 27 años, convirtió en un “fucking caos” –como compungidamente afirma uno de los asistentes ante la cámara– un festival musical que prometía ser una experiencia VIP en una isla de la Bahamas. El saldo final fue un fraude de cerca 27 millones de dólares y 8 mil personas enojadas, varadas en una isla con una infraestructura que resultaba precaria ya no digamos para albergar un festival, sino para ir al baño.

El segundo, The inventor: Out for blood in Silicon Valley, narra la historia de Elizabeth Holmes, quien a los 19 años y tras abandonar sus estudios en Stanford fundó la empresa Theranos para “revolucionar los análisis de sangre y realizar cientos de pruebas de laboratorio utilizando solo un par de gotas de sangre”. Entre 2003 y 2014 Holmes recaudó más de 700 millones dólares de capitalistas de riesgo e inversores privados. Para 2015 se sabría que la tecnología no existía.

Son muchos los paralelismos entre McFarland y Holmes. Ambos se construyeron un pasado de “reconocidos emprendedores”, aunque en realidad lo que había logrado McFarland era amigarse con un rapero famoso (Ja Rule) y desarrollar una app, mientras que Holmes, más que una emprendedora reconocida, era miembro de una familia entre los que se contaban varios emprendedores. Los dos perseguían fines “más elevados”, guardadas las proporciones: Holmes buscaba un “mundo mejor en donde el acceso a la atención médica fuera asequible”; McFarland quería alcanzar la mejor y más lujosa experiencia que un festival musical pudiera ofrecer.

McFarland y Holmes crearon las mejores historias alrededor de sus obsesiones. Puede que las de él sean más frívolas, pero hicieron eco en el público que busca afanosamente espacios “VIP” y de “acceso reservado”. Las de Holmes, por otro lado, eran irresistibles: ella, la niña que le temía a las agujas, se afana en crear un análisis que, con solo un piquetín en el dedo, puede arrojar un diagnóstico temprano de cientos de enfermedades; ella, la adolescente que tuvo que despedirse demasiado pronto de su tío favorito, que murió de un cáncer tardíamente diagnosticado, se empeña ascéticamente en salvar el mundo. ¿Qué tan irresistibles eran sus historias? Lo suficiente como para tener en la junta directiva de su empresa a tres ex secretarios de estado de Estados Unidos (Henry Kissinger entre ellos), un almirante retirado de la Marina, varios exsenadores y al ex CEO de Wells Fargo, entre otros.

El que quizás es el punto de inflexión de ambos personajes llega cuando terminan creyéndose sus historias, que son mentiras. En el libro The honest truth about dishonesty: How we lie to everyone –especially ourselves, Dan Ariely (a quien, por cierto, entrevistan para el documental de Holmes) habla de un estudio en el que analizaron el cerebro de varias personas mientras decían mentiras y observaron que “con el tiempo, sus cerebros reaccionaban cada vez menos a las mentiras, estaban menos sensibilizados”.  

En The Inventor recuerdan que Thomas Alva Edison utilizó una serie de mentiras y medias verdades después de afirmar que había resuelto el problema de los focos incandescentes. Pasaron cuatro años antes de que pudiera entregar un foco que funcionara, pero “fingió hasta que lo logró”, como sugiere la popular máxima de Fake it till you make. Christine Lagarde también ha dicho que lo que mejor captura su ascenso profesional es ese mismo mantra: fingir hasta conseguirlo.

Pero, ¿podemos podemos fingir hasta conseguirlo cuando un pequeño error puede marcar la diferencia? En el caso de McFarland, aunque es muy angustiante ver cómo la cadena de errores y negaciones prefiguran el desastre, al final no murió nadie y hubo cierta ironía en que los más exquisitos buscadores de lujo acabaran comiendo una torta remojada. Pero, en el caso de Holmes, ¿cuántos diagnósticos fallidos costaron o costarán vidas? Las historias que nos contamos no siempre son inofensivas.

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Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.


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