Todo jugador sensato sabe que, si no fuera por la aparición de las computadoras, cada vez más rápidas y capaces, el ajedrez sería un juego un tanto olvidado, manía de novelistas e intelectuales del siglo pasado. Ya Aldous Huxley consideraba que, con sus reglas sencillas e inequívocas, cada partida es como una isla de orden en el impreciso y desordenado caos de lo sensible. Cuando jugamos, e incluso cuando presenciamos cómo lo hacen otros, abandonamos el comprensible universo de la realidad diaria para encerrarnos en un reducido mundo de factura humana, donde todo es claro, intencional y fácil de comprender. Al encanto intrínseco del juego se añade su carácter competitivo, que lo hace excitante; las apuestas y la intoxicación de la multitud se suman, a su vez, a la emoción de la competencia.
Este clima sólo pudo lograrse por la aparición del factor cibernético, alrededor de 1950, con la combinación de programas, algoritmos y veloces máquinas calculadoras. El interés por un juego que nos permite descubrir cuán astutos y memoriosos somos, que representa nuestros más recónditos deseos en cuanto al conocimiento, tuvo que ver más con un problema de identidad (¿qué idioma hablan las máquinas y cómo podemos hacer para que aprendan a reconocer una jerarquía de valores?) que con la necesidad atávica del recreo. Más un asunto de ego (¿nunca volveremos a derrotarlas?) que lúdico.
Los juegos del cálculo, con tablero, juegos matemáticos en los que el resultado final está determinado por el pensamiento puro que no ha sido contaminado por la habilidad ni la fuerza físicas, ni tampoco por esa especie de suerte ciega inherente a los dados, las cartas y otros juegos de azar, son tan antiguos como la humanidad y tan diversos como las alas de las mariposas. Se ha invertido en ellos una cantidad fantástica de energía mental, lo cual es notable si se tiene en cuenta que, hasta hace poco, su único objeto era proporcionar un poco de distracción y relajación mental. Así que la cultura cibernética les ha dado hoy una repentina importancia. Las máquinas de jugar a las damas o al ajedrez, capaces de extraer consecuencias que les permiten mejorar su juego, pueden ser las precursoras de cerebros cibernéticos, cuya potencia y versatilidad no podemos siquiera imaginar. Después de todo, son extensiones de nosotros mismos.
Si queremos entender cómo operan las máquinas que juegan ajedrez, es importante saber que no sólo importa que tengan una memoria rápida para calcular su siguiente movimiento, siempre condicionado por el del adversario, sino que deben aprender a formar patrones jerarquizados de información. Es decir, no importa cuánto puedas profundizar en una línea de ataque/defensa, siempre tendrás un límite de tiempo. Se sabe, así, que de los 38 movimientos legales que se pueden realizar en una posición típica, los maestros sólo ponderan un promedio de 1.76 jugadas, ¡ni siquiera dos!
Las máquinas antes del chip de silicio (como el muñeco ajedrecista del ingeniero Leonardo Torres y Quevedo, de 1912, que operaba con imanes y sólo realizaba algunas jugadas en la fase final de un juego) no podían fabricar ninguna estrategia de juego. En cambio, el asunto medular en la década de 1950 era cómo traducir el lenguaje selectivo a un lenguaje de computadora. En 1966 apareció un programa que intentaba este camino, el MacHack del MIT. Al mismo tiempo, en las universidades de Carnegie-Melon y Northwestern de Illinois se escribieron nuevos programas, como el Chess 3.0, que intentaban hacer un análisis exhaustivo de todas las posibilidades, lo cual reducía la eficiencia real de la búsqueda. Seguro iba a encontrar la mejor jugada, pero ¿cuándo? Consideremos que un juego regular entre humanos dura 84 rondas o plies (un ply está compuesto por una jugada por bando), y puesto que hay unas 38 jugadas posibles, entonces una búsqueda exhaustiva tendría que considerar ¡3884 posiciones posibles! Para darnos una idea de la insensatez de este camino, el universo ha existido apenas 1018 segundos, por lo que una computadora tendría que analizar 10114 posiciones por segundo para llegar a la fase final de una partida.
En los ochenta se introdujo en las computadoras un enfoque minimax, es decir, eligen el movimiento que minimiza al máximo (dentro de un rango de posibilidades) la ofensiva contraria. Luego aparecieron programas llamados “asesinos heurísticos”, que daban prioridad a jugadas en donde se puede lograr un buen intercambio de piezas. Uno de los pioneros en el diseño y construcción de máquinas que aprenden jugando, Hans Berliner, introdujo su algoritmo b en 1985, que consideraba otros factores “heterodoxos”, como hacen los maestros para reconocer el patrón que se forma en cada juego.
Las computadoras que juegan ajedrez hacen más rápido los cálculos que nosotros y se mueven con más gracia por el tablero, pues se les ha enseñado a hurtar el tiempo en el reloj de su adversario, no importa si es humano o máquina. De manera que lo importante para nosotros, nuestra capacidad de anticipación, pasa a segundo plano, y prevalece la capacidad de transformar el dibujo de la fase inicial para pasar al meollo de la partida y plantear el remate o fase final. Tan claro como una buena novela, sólo que las máquinas son más refinadas, pues hablan binario, que desde luego incluye todos los idiomas habidos y por haber.
En el ajedrez cibernético de nuestros días, se ha podido combinar la fuerza bruta del cómputo con la búsqueda selectiva de la robótica y el aprendizaje de la inteligencia artificial; es un ajedrez, digamos, yogui, pues los programas aceptan diversos niveles de competencia y siempre podemos aliviar la presión sobre nuestro ego, pensando que fuimos más astutos que la máquina antes de ver caer nuestro rey por el suelo. ~
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).