Quimeras científicas

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Vivimos en vilo. Somos el producto de un delicado equilibrio, siempre a punto de romperse. Pero he ahí que nuestra expectativa de vida se ha alargado peligrosamente. Lo que empezó como una bendición, ser longevo, se ha vuelto una pesadilla. Estamos presenciando un periodo dramático en la historia de la salud humana: hace menos de un siglo la expectativa de vida era de cincuenta años; hoy muchas sociedades tienen numerosos ciudadanos que han cumplido más de ochenta. Pero, ¿a qué costo? Vivimos más y llegamos al final hechos un andrajo. Enfermedades que, al morir nuestros antepasados en forma prematura, no se manifestaban o lo hacían esporádicamente, hoy se expresan de manera virulenta. Mecanismos como la muerte celular programada están siendo sometidos a nuevas presiones de selección evolutiva. Las fronteras de la vida se mueven en varias direcciones, algunas de ellas quiméricas, otras razonablemente esperanzadoras.
     ¿Cuáles son las estrategias que propone la ciencia para salvar este nuevo escollo histórico? ¿Llegaremos a vivir 120 años? ¿Cómo hacer que el sistema nervioso siga controlando hasta el final órganos frescos, de reemplazo, prótesis cibernéticas y movimientos virtuales? ¿Llegará el día en que nos vayamos de este mundo suavemente, sin dolores ni sobresaltos?
     Una clave radica en entender mejor el funcionamiento del sistema nervioso humano, y tres son las esferas donde el límite de la vida está adquiriendo un nuevo sentido biológico, ontológico y social: el tratamiento de las enfermedades neurodegenerativas, la creación de fármacos más eficaces y la industria del placer. Para ello se mueven ejércitos de investigadores en áreas tan diversas como la química farmacéutica, la robótica, la inteligencia artificial, la genética molecular y la biomedicina. También se mueven millones de dólares e intereses particulares, a veces extravagantes. Cuestiones que hasta hace poco no sabíamos con respecto a nuestros genes, la forma en que se expresan, su tiempo de maduración y desarrollo, ahora comienzan a ser evidentes. Aspectos inéditos de nuestros sentidos más elementales, como el olor, son revalorados por razones médicas y cosméticas. Es probable que la fertilización in vitro pronto pueda ser controlada por un ordenador.
     Entre las investigaciones que comienzan a producir resultados factibles para alargar no sólo el tiempo de vida sino la calidad de ese periodo terminal destacan aquellas dedicadas al incremento de la memoria, a la reparación de movimientos y a las interfases entre la corteza y la realidad interrumpida (en una persona lisiada, por ejemplo) a través un ordenador que, a su vez, genera una realidad virtual. También hay esperanza de encontrar nuevos fármacos para tratar la angustia, la hipertensión y el dolor sin que se generen efectos secundarios devastadores.
     El avance de estas investigaciones, lento y exasperante para muchos pacientes, tiene que ver con un tabú de la ciencia: la investigación en humanos de sus propias enfermedades y deformaciones. Se ha hecho una investigación enorme en animales que no es extrapolable a nuestra naturaleza. “Durante la segunda mitad del siglo XX nos dedicamos a enfrentar el reto de mover la pared de la muerte a patadas”, nos dice Javier de Felipe, investigador del Instituto Cajal de Madrid. “Cada vez es más claro que los modelos experimentales en animales no son extrapolables a nuestra condición humana”. En 1922, Llorente de Nó, alumno de Cajal, fue el primero en afirmar que en la corteza cerebral existía una organización vertical de las conexiones, y que estaba formada por unidades elementales que se repetían. Ésta fue la base de la hipótesis columnar que, más tarde, demostrarían eminentes neurofisiólogos, culminando con el trabajo de David Hubel y Thorsten Wiesel. Sus estudios sobre la corteza cerebral muestran la existencia de zonas discretas, dispuestas en pequeñas columnas, y refuerzan la idea de que hay una especificidad en la estructura del cerebro humano que lo hace muy distinto a los de otras especies. Para científicos como De Felipe, existen notorias diferencias entre las especies. Esto no es admitido por todo mundo. “Pero yo estoy más que convencido”, continúa él. “Cada vez que puedo, invito a mi laboratorio a colegas que sólo han visto ratas y los pongo frente al microscopio con una preparación de un cerebro humano. Ahí comienzan a descubrir una nueva realidad”.
     Le preguntamos qué pensaba sobre las hipótesis que privilegian a la glía como la creadora de genios, si nadie ha podido estudiar cabalmente el cerebro en acción.

En efecto, hay gente que dice que ha visto más glía en cerebros como el de Einstein. No sabemos todavía cómo se estudia un cerebro, qué lo hace un cerebro normal, cómo es un cerebro de un genio. ¿Qué hay que estudiar? ¿La cantidad de sinapsis, por ejemplo? El problema es que en las autopsias no se puede hacer nada. No tenemos idea de por qué uno es más inteligente que otro. ¿Por qué soy distinto a otra persona? Aunque seamos clones, seremos distintos al cabo del tiempo. Las conexiones íntimas, las conexiones finas, son parte de nuestra experiencia. Y eso es fundamental. Cuando se haya avanzado lo suficiente en esta área, y se sepa más sobre la naturaleza de los estados maniaco-depresivos, sicóticos, esquizoides y demás, se tendrán que modificar, por ejemplo, las leyes sobre los derechos biológicos de los padres sobre los hijos. Un padre sicótico maltrata a un niño psicológicamente. Eso no se puede permitir y, sin embargo, no hay leyes que lo regulen. También está el asunto de los asesinos. Hay quienes creen que son personalidades recuperables. ¿Con base en qué afirman eso? Lo más probable es que esos cerebros no sean recuperables porque sufren alteraciones de su estructura. No es fácil creer que existan técnicas psicológicas y farmacológicas que devuelvan a un psicópata a la sociedad. Lo más importante es que esto nos habla de cuán poco conocemos nuestro propio cerebro, el que regula nuestra conducta, un asunto primordial de orden sociológico.

Una segunda clave para dilucidar los límites de la vida en tiempos de la clonación artificial y la cibernética radica en entender que nuestro sistema nervioso, en muchos de sus aspectos, funciona como una fábrica química. Ya no podemos verlo sólo como una serie de circuitos neuronales por los que viajan potenciales eléctricos. La actividad en estos circuitos es modulada por péptidos y aminoácidos. Y eso determina, entre otras funciones, el estado de ánimo de las personas. En el uso de una técnica de ingeniería genética, unos cuantos átomos de carbono fuera de lugar pueden ser la diferencia entre la vida y la muerte. El principio de dominación cibernética en la sustitución de chips por neuronas se halla limitado precisamente por el hecho de que este fenómeno es algo más que un suceso eléctrico en un sistema termodinámico. Podrán registrarse los movimientos en un ordenador y reconstruirse en mundos virtuales para aliviar la pérdida irreparable del movimiento real, pero no podremos ver encarnada la simbiosis humano-máquina.
     Algunos investigadores hemos encontrado en fecha reciente que existen en la corteza cerebral circuitos estereotipados, grupos de neuronas muy conectadas entre sí, de tal manera que cuando se activa una de ellas, las otras responden al unísono. Recuerdan un poco las estructuras columnares de Llorente de Nó, Hubel y Wiesel. Constituyen módulos corticales que, al activarse, afectan en forma específica a otros grupos de neuronas. Y estas conexiones son estables en el tiempo. Al parecer, algo semejante sucede en la médula espinal. La existencia de estructuras modulares que interactúan economiza el trabajo de los centros neuronales. Lo que no sabemos aún es de qué forma órdenes sencillas, como mover una mano, pueden transformarse en agentes cibernéticos inteligentes que no sólo reproduzcan ese movimiento, sino que entiendan y puedan abstraer el concepto de movimiento como tal.
     Después de la primera oleada cibernética de los años cincuenta, los sistemas expertos abrieron un amplio panorama a la simulación de fenómenos de laboratorio parecidos a la vida. Alan Turing intentó obtener modelos de desarrollo embrionario por medio de la difusión y reacción de sustancias químicas. Su propósito era demostrar la existencia de patrones estacionarios, los cuales se forman de manera espontánea a partir de inestabilidades de un estado homogéneo. Cincuenta años después, se han “criado” criaturas virtuales, con músculos, sentidos y un sistema nervioso primitivo, a partir de embriones artificiales en una simulación por ordenador. Estos organismos podrían significar el primer paso en el uso de una evolución artificial para crear vida inteligente a partir de elementos inertes. Tanto las redes neuronales como los algoritmos genéticos llevan a sistemas que pueden desarrollar estrategias desconocidas hasta ahora. Cabe esperar que los productos de la inteligencia artificial, los robots del futuro, aprendan a actuar en el azaroso acontecer cotidiano, flexibilidad que hoy es imposible de alcanzar, pues se requiere de una enorme cantidad de información específica y tiempo.
     La biología es mucho más compleja que la física fundamental, ya que muchas regularidades biológicas han surgido tanto de leyes físico-químicas como de sucesos aleatorios. Un sistema adaptativo complejo, como los animales y el ser humano, sigue bajo el régimen de un proceso evolutivo conjunto, cuyo destino está determinado por su propia sinergia. Nadie puede garantizar que vaya a alcanzarse algún tipo de equilibrio. De hecho, como vimos al principio, para la biología los seres vivos nunca están en equilibrio, pues siempre transitan por un camino de estructuras dinámicas que se colapsan y dan origen a nuevas organizaciones. Lo dicho, vivimos en vilo. Sólo que hoy los amigos de las ficciones y las cosas quiméricas tienen pruebas que replantean nuestro concepto de vida. Ahora tenemos que empezar a formular uno nuevo. Las noticias son buenas, pues al menos las preguntas siguen siendo más abundantes e imaginativas que las respuestas. ~

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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