Bernal, Eceiza y El complot mongol

Ante el próximo estreno de la nueva versión fílmica del libro de Rafael Bernal, a cargo de Sebastián del Amo, un repaso a esa fundamental novela negra mexicana y a la primera versión cinematográfica, dirigida por Antonio Eceiza.
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“¡Pinches muebles!”, “¡Pinche gringo!”, “¡Pinche capitán!”, “¡Pinche coronel!”, “¡Pinches chales!”, “¡Pinches viejos!”, “¡Pinche Mongolia exterior!”. La retahíla de insultos que suelta en su monólogo interior Filiberto García es constante desde la primera hasta la última página de El complot mongol (Joaquín Mortiz, 1969; Lecturas mexicanas, 1985), notable novela negra escrita por el periodista, dramaturgo, ensayista y diplomático Rafael Bernal (1915-1972) que, esperemos, se pondrá nuevamente de moda ante el estreno de la segunda versión cinematográfica de su última novela. Me refiero, por supuesto, a El complot mongol (México, 2019), de Sebastián del Amo (director de El mundo de Juan Orol, simpática ópera prima de 2012, y de la menos simpática y menos lograda Cantinflas, de 2014), que será presentada en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara.

Considerada una de las mejores novelas negras mexicanas –algunos dicen que la mejor de todas–, El complot mongol parte de  una doble raíz: por un lado, es más que evidente en la prosa de Bernal la influencia de las novelas hard-boiled americanas de los años treinta del siglo pasado, con todo y su detective rudo y solitario que no titubea en recurrir a la violencia más explícita; por el otro, el libro representa un extraordinario punto final a una trayectoria literaria que había iniciado dos décadas atrás, cuando bajo el sello de la editorial Jus, Bernal publicó 3 novelas policiacas (1946), un libro que está formado por sendos relatos exploratorios en los que el escritor capitalino juega con temas y referencias clásicas de los pioneros del género policial: Poe, Chesteron y De Quincey.

Filiberto García, el matón protagonista de El complot mongol, es un asesino que es usado ocasionalmente por el Estado mexicano para escabecharse a todo aquel que estorbe “el progreso del país”. La novela está ubicada en los años sesenta, en una Ciudad de México y en un país “adecentado” por el Desarrollo Estabilizador priísta. Lejanos están los tiempos en los que los políticos mexicanos se madrugaban a balazo limpio, como en la época de mi general Obregón. Hoy, el país está manejado por universitarios trajeados que, de todas maneras, cuando necesitan que se haga algo sucio, recurren a gente como García.

La premisa de la novela proviene no tanto de la novela negra sino del espionaje: el servicio de inteligencia ruso ha intervenido una comunicación que indica que, en su próxima visita a México, el presidente de Estados Unidos será asesinado. El rumor proviene de Mongolia (“¡pinche Mongolia exterior!”) y todo parece indicar que la información es muy seria. García es mandado llamar por su jefe inmediato, el Coronel, y por un encumbrado político mexicano, el presidenciable Licenciado del Valle (“¡pinche Licenciado del Valle!”), pues el complot mongol del título puede tener su origen en el barrio chino de la Ciudad de México, en la calle de Dolores, y Filiberto es bien conocido en esos lugares. A la investigación de García se unirán un agente ruso y otro americano, que colaborarán con el matón mexicano para encontrar a los culpables del complot. Desde el inicio queda claro que a García le interesan muy poco el destino del presidente americano (“¡pinches gringos!”), los entretelones del espionaje (“¡pinche intriga internacional!”) y hasta su propia seguridad (“¡pinche muerte!”), pues como buen protagonista de novela hard-boiled, será muy duro, muy violento, muy impasible, pero en el fondo, es un viejo sentimental que está enamorado de una jovencita china (“¡Pinche Martita!”) que no se puede sacar de la cabeza.

Ante el estreno de la película de Sebastián del Amo, no es mala idea volver a la obligada novela de Bernal y, de pasada, a la primera versión cinematográfica, dirigida por el cineasta español Antonio Eceiza. El complot mongol (México, 1977), sexto largometraje de Eceiza y segundo dirigido en México después de su épica biográfica Mina, viento de libertad (1976), permanece fiel a las líneas generales de la novela de Bernal, aunque por alguna extraña razón, los dos espías que ayudan a Filiberto, el ruso y el americano, son sustituidos aquí por dos agentes estadounidenses, uno de la CIA y otro del FBI, este último apellidado, curiosamente, Spielberg.

Es de suponerse que ese guiño cinéfilo al entonces ascendente director de Tiburón (1975) –¿o será una mera coincidencia?– se debe a la pluma del crítico de cine y ocasional guionista Tomás Pérez Turrent quien, al lado del propio director Eceiza, llevó a cabo la adaptación del libro de Bernal. En todo caso, se nota en la estructura narrativa de la película el conocimiento de la fórmula cinematográfica clásica: a diferencia de la novela, la cinta está narrada en flash-back, cual film-noir hollywoodense, con el protagonista, el matón gubernamental Filiberto García (Pedro Armendáriz Jr.), y su “cuate”, el alcohólico y corrupto Licenciado (Ernesto Gómez Cruz), emborrachándose en la legendaria cantina La Ópera, mientras el primero le cuenta al segundo sus cuitas criminales, policiales y amorosas.

La película tiene sus mejores momentos en el sabroso rapport entre Armendáriz y Gómez Cruz (quienes, por cierto, repetirían papeles similares en otras dos cintas policiales: Días de combate, de 1979, y Cosa fácil, de 1982, ambas de Alfredo Gurrola, basadas en las novelas homónimas del ahora funcionario cultural Paco Ignacio Taibo II) y en algunas escenas satíricas muy bien logradas, como cuando Filiberto se encuentra con Graves (Fernando Balzaretti), el agente de la CIA, y para evitar ser escuchados, los dos caminan por la calle mientras un mariachi los sigue cantando “Las mañanitas”.

Los dos protagonistas, el matón gubernamental que alguna vez asesinó a dirigentes campesinos y el dipsómano abogado cuya especialidad es vender huelgas de obreros, son los perfectos antihéroes de esta novela negra a la mexicana en la que los criminales más despiadados –y más torpes– no son los misteriosos mongoles o los inescrutables chinos que han planeado el magnicidio del presidente de Estados Unidos, sino los muy “decentes” políticos mexicanos que están dispuestos a matarse entre ellos con tal de sentarse en la silla del águila. Son estos “ínclitos revolucionarios”, serios y trajeados, más peligrosos que cualquier asesino a sueldo. Y mucho más cínicos. Y, cuando empiezan a hablar de la patria, más insoportables. Menos mal que siempre hay un Filiberto García a la mano para callarlos. Por lo menos en la novela. Por lo menos en la película.                   

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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