“Yo soy roja… del PSOE”, dice muy convencida una desatada Sonia Barba interpretando a Carmina, una divorciada e indolente ricachona venida a menos, quien posee una casa solariega y blasonada, dijera el poeta, en un pequeño pueblo andaluz. Le dice esto sin parpadear a Bilal (Edith Martínez Val), un joven senegalés que ha llegado al sur de España cruzando el Mediterráneo, sin papeles y con el sueño de ir a Francia a encontrarse con su primo.
Carmina se topa abruptamente con Bilal cuando despierta de su enésima cruda y encuentra al desafortunado muchacho refugiándose en un pequeño cobertizo. Después del susto, la histeria y los gritos, Carmina se calma, ve que el jovencito no es de peligro y, como es “medio roja”, le da de comer y le dice que lo va a ayudar, pero que se quede quieto, que no haga ruido, que se siga escondiendo en el cuartucho aquel y que cuando sea el tiempo propicio –en el otoño, por ejemplo– ella misma lo puede ayudar a irse a Marsella. Por lo pronto, que se vaya a la casa del perrito, digo, del inmigrante, que no lo vaya a ver la seca criada Lupe (Beatriz Arjona), que llega muy temprano todos los días a limpiar, hacer la comida, ir por las compras y asistir a la señora.
No tengo idea cómo reaccionará el público español cuando vea Fin de fiesta (España, 2024), ópera prima como cineasta de la experimentada productora Elena Manrique, pero yo desde mi estudio solté la más sonora de las carcajadas, no solo por el perfecto timing cómico de Sonia Barba al decir esa línea (“soy roja… del PSOE”), sino porque en esos primeros minutos de este filme la actriz ha construido, con unos cuantos trazos, un personaje perfectamente reconocible, no solo en España sino en este lado del Atlántico. Vamos, yo conozco bien a ese tipo de monstruos.
El guion escrito por la propia directora debutante nos presenta una previsible, abusiva y enfermiza relación de poder entre Carmina –cuya familia alguna vez fue “la dueña de todo el pueblo”– y el acorralado inmigrante senegalés, quien muy pronto se da cuenta que la supuesta generosidad inicial de la mujer no es más que el inestable capricho de una aburrida, racista y clasista doñita, quien ha tomado a su “negro” personal como una suerte de exclusiva mascota, tal como lo es Gianni, un pavorreal que se enseñorea en el patio, los jardines y hasta el techo del viejo caserón de Carmina, que se parece bastante a la hacienda porfirista derruida del recordado filme nacional Los indolentes (Estrada, 1979).
Presentada en el Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF) en la sección Discovery, dedicada a programar óperas primas y segundas películas, uno puede augurar que Fin de fiesta llamará la atención no solo del público del próximo festival de Valladolid 2024, en donde se estrenará esta cinta el mes próximo sino, seguramente, del público español en general, que podrá ver el filme seguramente a fines de este año. A final de cuentas, las casas productoras de Hollywood y de todo el mundo usan al TIFF como escenario de presentación de sus respectivas cartas fuertes, de cara al inicio de la temporada de nominaciones y premios.
La estrategia de usar a Toronto como muestrario de prestigiosos anticipos cinematográficos viene de lejos en la historia del festival, pues aunque el TIFF no entrega premios competitivos, la elección por voto popular de la mejor película, en la que participa el público asistente, ha resultado ser muy acertada. Desde Carros de fuego (Hudson, 1981), que ganó el premio del público para luego obtener el Oscar a mejor película, hasta el año pasado, con Ficción estadounidense (Jefferson, 2023), que ganó el premio del público y luego el Oscar a mejor guion adaptado, el tino de los votantes del TIFF ha resultado intachable, no solo ante la academia gringa de cine, sino también ante los grupos de críticos que votamos por las mejores películas en las semanas y meses por venir. Así, pues, no descartaría, para nada, nominaciones y premios futuros para Fin de fiesta.
La cinta que sí parece más que segura en los próximos Goya del próximo año es Polvo serán (España-Suiza-Italia, 2024), cuarto largometraje de Carlos Marques-Marcet (su primera película, 10,000 km, de 2014, recibió numerosos premios), presentado en la sección Platform, formada por cintas que no tienen distribución asegurada en América del Norte. Digo que la película será protagónica en la próxima temporada de premios no solo por su pertinente centro dramático –el derecho a tener una muerte digna y a decidir hasta cuándo y hasta donde queremos vivir–, sino por su arriesgada ejecución y, sobre todo, por la formidable pareja protagónica formada por Alfredo Castro y una sensacional Ángela Molina.
La bailarina y actriz Claudia Aparicio (Molina) y su marido, el director teatral Flavio (Castro), han vivido juntos, sin casarse, desde hace muchos años. Tienen una hija en común (Mónica Almirall) y un hijo (él) y una hija (ella) de sus respectivos primeros matrimonios. La premisa es simple: Claudia tiene un tumor cerebral incurable, sabe que no le queda mucho tiempo de vida y ha optado por la eutanasia en Suiza. Flavio la va a acompañar, por supuesto, pero en todos los sentidos: no quiere vivir en un mundo en el que no esté al lado de Claudia.
La secuencia inicial, montada en un plano secuencia de un par de minutos a través de la ágil cámara de Gabriel Sandru, nos ubica de inmediato en el tono del filme. Escuchamos gritos desbocados, aullidos de dolor, la voz de María Callas a todo volumen y una enloquecida Claudia recorriendo cada habitación del piso que comparte con su pareja y su hija mientras dos enfermeros intentan calmarla, en una violenta coreografía operática de llantos y movimientos. Desde ese instante sabemos que esos no son enfermeros comunes y corrientes: son bailarines profesionales, como lo es la Aparicio de Ángela Molina.
Estamos, pues, ante un desbordado filme dancístico y musical en el que iniciamos con esa explosiva coreografía hasta llegar a una guapachosa secuencia de créditos finales con Willie Colón, pasando por el canto de la devota hija doliéndose de la inminente muerte de su madre, una inventiva coreografía hollywoodense a lo Busby Berkeley y hasta un sereno baile de cachetito con el clásico “Con mi corazón te espero”, interpretado por Lucho Gatica.
Las inventivas coreografías de Marcos Morau y la música de María Arnal encajan a la perfección con esta historia que va cambiando de registro en la medida que va avanzando, sin dejar de jugar un solo momento con el espectador (¡ese rompimiento dramático de la cuarta pared en la reunión familiar!) a pesar de la seriedad del tema o, más bien, precisamente por ello. Veo muy difícil que esta película no aparezca nominada y/o premiada en los meses por venir. Y más difícil, también, que no tenga distribución asegurada en Estados Unidos y Canadá antes de que termine el festival.
Ojalá tenga esta misma suerte U are the Universe (Ucrania, 2024), ópera prima de Pavlo Ostrikov, también presentada en la sección Discovery. Andriy (Volodymyr Kravchuk) es una suerte de basurero espacial que se dedica a llevar desechos nucleares de la Tierra hacia Callisto, una de las lunas de Júpiter. El tipo no tiene más compañía en su nave espacial que Maxim, un robot que, además de ser su asistente, es un pésimo contador de chistes. Andriy es grosero, malhablado y ni siquiera hace bien su trabajo, por lo que le avisan desde la Tierra que en cuanto regrese, en dos años más, será despedido. De todas formas, Andriy no tiene qué preocuparse por conseguir otro empleo, porque ve cómo la Tierra estalla en mil pedazos y, de repente, se convierte en el último ser humano vivo en el Universo… hasta que recibe un mensaje de cierta meteoróloga francesa, quien se encuentra varada en una estación espacial ubicada en Saturno.
El guion escrito por el propio cineasta debutante es ejemplar en su concisión: un solo personaje en el encuadre, un cacharro hablantín que parece pariente del Wall-E pixaresco y una cálida voz francesa que se encuentra a 700 millones de kilómetros de distancia y con la cual el misántropo trailero espacial ucraniano empieza a construir una tentativa conexión humana y hasta romántica, la primera que ha hecho, al parecer, en toda su solitaria y triste vida.
Ostrikov aprovecha al máximo la premisa claustrofóbica de su historia: todo sucede en el interior de la nave espacial en la que sobrevive el hosco ucraniano, que deambula en la vastedad solitaria del espacio. Los recursos de producción –el diseño interior de la nave, los efectos visuales que nos muestran el exterior– son impecables y el desconocido (por lo menos por estos rumbos) actor Kravchuk sostiene solo toda la película, tanto en sus ácidas interacciones con el encajoso robot como en sus románticos acercamientos verbales con la lejana francesa de voz melodiosa.
Entre la encantadora ñoñería amorosa de cualquier comedia romántica hollywoodense y una (in)esperada vuelta de tuerca cruelmente kubrickiana, U are the Universe, sospecho, será una de las más agradables sorpresas de Toronto 2024. Otro buen anticipo del cine que veremos en los meses por venir. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.