Mrs. America y las guerras culturales

Mrs. America, la miniserie que narra la lucha entre feministas y conservadoras en torno a la Enmienda de Igualdad de Derechos, es un absorbente fresco histórico de las guerras culturales estadounidenses de los años 70, que han tenido un nuevo impulso en este nuevo siglo.
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En una escena clave de “Bella”, séptimo episodio de la serie televisiva Mrs. América (E.U., 2020), la pragmática y desafiante política y activista Bella Azbug (Margo Martindale, impecable como de costumbre) suelta una lúcida definición de su archirrival política Phyllis Schlafly (Cate Blanchett). El escenario es la Conferencia Nacional de Mujeres de noviembre de 1977, en Houston, Texas, y en los salones, pasillos y hoteles de la ciudad se lleva a cabo una de las últimas batallas en torno a la Enmienda de Igualdad de Derechos (ERA, por sus siglas en inglés), que se propuso originalmente en la primera ola feminista de los años 20, y que se rescató para que la Cámara de Representantes y el Senado la votaran en 1972. La enmienda proponía la igualdad de todos los ciudadanos estadounidenses, sin importar su género, y prohibía de forma clara y terminante cualquier tipo de discriminación basada en el sexo.

Aprobada la ley en marzo de 1972, inició el largo y tortuoso proceso para que la legislatura de cada estado de la Unión Americana votara por ella. Para 1977, 35 estados ya la habían ratificado, pero faltaban tres más para alcanzar el mágico número de 38, que representa las tres cuartas partes de las legislaturas estatales, proporción requerida para toda enmienda constitucional.

Pero lo que a inicios de los 70 parecía pan comido –después de todo, ¿quién podía oponerse a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres?– se convirtió en una tarea titánica a causa de la tenaz activista ultraconservadora Phyllis Schlafly, quien creo su propia organización, STOP-ERA, que agrupó a miles de mujeres clasemedieras y acomodadas de todo el país y se convirtió en una piedra en el zapato no solo para las muy visibles mujeres liberadas del feminismo gringo de los años 70, incrustadas en el Partido Demócrata, sino también para los machistas y misóginos políticos del Partido Republicano que, al inicio, no tomaron muy en serio a Schlafly, gélida matrona de modales impecables cuya agenda política –provida, antigay, profamilia tradicional– no parecía tener mucha tracción. Por supuesto, los soberbios republicanos se darían cuenta de su error, así como también lo harían las aguerridas feministas del Partido Demócrata que, en un primer momento, veían a Schlafly como una antigualla, un simple objeto de burla.

Bella Azbug, por cierto, nunca la vio así. Desde el principio se negó a subestimar el talento político y organizativo de Schlafly. Así pues, en la escena antes clave de ese notable séptimo episodio, Azbug se encuentra con las seguidoras de Schlafly –quien, estratégicamente, decidió no asistir a la convención de Houston– e intercambia, divertida, algunas palabras con ellas. Después de una breve discusión sobre las diferencias ideológicas que las separan, Azbug, mordaz, les suelta un juicio irrefutable acerca de su implacable y calculadora lideresa: “Phyllis Schlafly es la mujer más liberada que hay en Estados Unidos”.

Lo que señala Azbug es una de las muchas paradojas contenidas en Mrs. America, esta extraordinaria miniserie –la mejor que he visto en el año– producida por FX Productions y que se puede ver en México todos los lunes, desde el pasado 21 de septiembre, en el canal Fox Premium Series. Con nueve episodios, cada uno de ellos titulado con el nombre de un personaje clave de la lucha entre liberales y conservadores por los derechos de las mujeres (“Phyllis” por Schlafly, “Bella” por Azbug, “Gloria” por el icono feminista Gloria Steinem, “Betty” por la veterana activista Betty Friedan, “Shirley” por la candidata presidencia afroamericana Shirley Chisholm, y así hasta llegar al episodio final, titulado ominosamente “Reagan”, por ya saben quién), Mrs. America se nos presenta como un absorbente fresco histórico/político de las guerras culturales estadounidenses de los años 70, que han tenido un nuevo impulso, más implacable, más feroz, en este nuevo siglo, bajo la administración de Trump.

Creada por la guionista y productora canadiense Dahvi Waller –veterana de Mad Men (2007-2015), por la que ganó un Emmy en 2011–, Mrs. America es mucho más que una buena lección de historia. Es cierto que hace la concienzuda crónica de esa lejana –y al mismo tiempo contemporánea– guerra cultural feminista, pero no lo hace desde una perspectiva didáctica y facilona. Por el contrario, la historia de la lucha por la Enmienda de Igualdad de Derechos se presenta como la crónica del activismo femenino desde dos perspectivas ideológicas encontradas. Y es que lo paradójico –como lo señala Azbug en aquella escena– es que las mujeres que se oponen a la liberación femenina están usando, al final de cuentas, las mismas tácticas de las feministas: la organización política, el debate ideológico, la pelea por los votos. Dicho de otra manera: incluso la lucha antifeminista de estas conservadoras madres cristianas y clasemedieras tiene una raíz inevitablemente feminista.

No es la única paradoja que une a feministas y antifeministas. En los dos grupos, sus respectivas líderes tienen que luchar por una voz dentro de sus partidos que las quieren hacer a un lado; las mujeres de uno y otro grupo se enfrentan a las mismas tensiones familiares o de pareja, y tanto liberales como conservadoras tienen que tragarse los sapos que les corresponden (por cuestiones de raza o por los derechos lésbico-gay) si quieren que sus agendas avancen. A final de cuentas, lo que vemos en Mrs. America es una noble lucha por ideales, es cierto, pero también, no seamos ingenuos, una descarnada pugna política. Y en la política lo que importa es el poder: ¿sirve de algo ganar el debate ideológico si no tienes a un aliado en la Oficina Oval?

Waller y su media docena de escritores logran, pues, el perfecto balance argumental al presentarnos esta compleja y fascinante galería de heroínas y villanas, de tal forma que, al final, logramos entenderlas a todas, por más que estemos en contra de lo que algunas representan. Y si esto es en el fondo, en la forma, como lo señaló Kate Stables en su magnífica reseña de Sight and Sound (octubre, 2020), la cuarteta de equipos que dirigieron los nueve episodios –entre ellas la pareja de Ann Boden y Ryan Fleck– logran una contrastante puesta en imágenes que señala de manera visual las diferencias entre las feministas y las tradicionalistas. Mientras en un escenario abunda la cámara en mano, ágil y nerviosa, en el otro, el encuadre, tranquilo y sosegado, transmite un estilo de vida conservador que se rehúsa a transformarse.

En el centro, por supuesto, se encuentra la Phyllis Schlafly de Cate Blanchett, quien al parecer disfrutó cada segundo en el set al encarnar a esta carismática y maquiavélica activista conservadora. Hipnotizante y magnética, la Schlafly de Blanchett se muestra como un avieso animal político que hace suya una bandera que consideraba de poca importancia –lo que le interesaba a ella, en realidad, era la política nuclear estadounidense– para así avanzar en los pasillos del poder en el Capitolio y en la Casa Blanca. La Schlafly de Blanchett y de Waller se presenta aquí, pues, como un ejemplo para cualquier mujer (liberal o conservadora, da lo mismo) que quiera navegar en los meandros de la realpolitk. A saber: no dejes que te hagan a un lado por ser mujer y no confíes demasiado en los hombres, sean conservadores o feministos. Cualquier feminista contemporánea podría aprender una que otra lección de la maléfica Phillys Schlafly.

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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