Casa Rorty XL: Simone de Beauvoir en la carretera, un flashback americano

En 1947, la filósofa francesa viajó por Estados Unidos y publicó un libro sobre sus impresiones del país, donde habla de cine, música, racismo o el aburrimiento y la soledad de los estadounidenses.
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En un artículo publicado hace un par de semanas en La Lectura, suplemento cultural del periódico El Mundo, Vanessa Graell daba noticia de un paper académico del año 2022 en el que cuatro investigadoras españolas señalaban que no todo fueron luces en la trayectoria de la influyente Simone de Beauvoir. Aunque nos hemos acostumbrado a considerarla una importante pensadora feminista que siempre estuvo del lado correcto de la historia, lo cierto es que Beauvoir –más citada que leída– presenta una biografía ensombrecida por algunos episodios. No es nada que no se supiera ya: la parisina trabajó para Radio Vichy durante la ocupación nazi, firmó una carta abierta defendiendo la moralidad de la pedofilia en 1977 y se comportó de manera dudosa con algunas de sus ex alumnas.

Tal como señala Graell, la filósofa Julia Kristeva ya describió a la pareja Sartre-Beauvoir como “terroristas libertarios” por su inclinación a enredar a sus pupilas en liasons de las que salían malparadas; una de ellas, de ascendencia judía, se sintió abandonada por sus mentores al inicio de la ocupación y llegó a escribir unas memorias dolientes al respecto. Pero ¿por qué volver ahora sobre estos asuntos? A juicio de las autoras del citado paper, conviene saber si nuestros mitos están a la altura o si más bien traicionan en la práctica los estándares que ellos mismos fijan para los demás. Dicen bien: la coherencia entre vida y obra es un valor más importante de lo que suele decirse, hasta el punto de que tenemos derecho a pedir explicaciones a ese Heidegger que despotricaba contra la tecnología y se escapaba a casa del vecino para ver por televisión los partidos de la selección alemana de fútbol en el Mundial de Suiza del año 1954.

Sea como fuere, Beauvoir es hoy más admirada que leída. Aunque su figura no ha alcanzado el grado de reconocimiento popular que se dispensa a Frida Kahlo o la propia Virginia Woolf, siendo de ayuda que la primera pintaba y la segunda escribió un ensayo feminista decisivo de apenas ciento cincuenta páginas, la filósofa francesa posee un aura propia que contribuye a su mitologización. Y no deja de ser frustrante que una autora tan prolífica sea considerada hoy mayormente como feminista, cuando hay razones para pensar que fue también una filósofa existencialista que ejerció como intelectual pública a la manera parisina. En la frase más célebre de El segundo sexo, según la cual no se es mujer sino que se llega a serlo, el existencialismo está a la vista: ¡la existencia precede a la esencia! Por medio de nuestro particular modo de existencia damos así forma a nuestra identidad; realizamos nuestra libertad asumiento la responsabilidad de ser como queremos ser.

Fascinación y desconcierto

Pero no se trata de despachar en una frase un tratado enjundioso de mil páginas, ni de recordar a los lectores que los pensadores engagé del siglo XX incurrieron en contradicciones tan flagrantes como defender la causa de la libertad viajando a Cuba para apoyar a Fidel Castro, sino de destacar que Beauvoir escribió mucho y muy variado. Y quisiera destacar aquí su diario de viaje a los Estados Unidos, publicado en 1949 con el título original de L’Amèrique au jour le jour. Beauvoir viaja en un momento delicado: cuando aterriza en el aeropuerto de La Guardia en enero de 1947, los cañones de la guerra siguen calientes y los movimientos de población dan forma a una posguerra salvaje en el viejo continente; durante cuatro intensos meses, se las apaña para conocer buena parte del país y lleva un diario que reescribe a su vuelta. Aunque hay edición española (titulada América día a día: Diario de viaje, publicada por Random House), yo he manejado la traduccion inglesa de Carol Cosman publicada por la University of California Press en 1999; recuerdo haberla comprado en una librería de segunda mano –mi ejemplar lleva el sello de una biblioteca pública de Michigan– en el curso de un viaje a Los Ángeles.

Ahora que Estados Unidos parece querer aislarse del resto del mundo a golpe de arancel, lo que nos sitúa de golpe en un momento de gran potencialidad histórica, merece la pena asomarse a este libro. El placer será doble si el lector conoce Estados Unidos, pues encontrará en Beauvoir a una observadora perceptiva que siente lo que casi todos sentimos al pisar territorio norteamericano: fascinación y desconcierto. Se trata de una fascinación que uno, hoy como ayer, siente antes de viajar; pocos países han sido capaces de proyectar en el último siglo y medio una imagen más poderosa y atractiva de sí mismo. De ahí que lo habitual sea experimentar desconcierto cuando se pisa suelo estadounidense: la distancia entre imagen y realidad se hace patente sobre el terreno, provocando a decepción o todo lo contrario. También Beauvoir, antes de que la televisión entrase en los domicilios o pudiera cruzarse el charco con facilidad, aterriza llena de prejuicios y expectativas; su texto es en gran medida el resultado del choque de ambos con la materialidad norteamericana.

La autora es consciente de ello en todo momento; todavía está a bordo del avión que la lleva a Nueva York cuando escribe que “algo está a punto de ser revelado: un mundo tan lleno, rico e inesperado que tendré la extraordinaria aventura de convertirme en otra persona”. Abundará luego en esta concepción del sujeto viajero, solo que expresada mediante un lenguaje existencialista: “De repente, me he liberado de las preocupaciones asociadas a esa tediosa empresa que llamo mi vida; solo soy la conciencia encantada a través de la cual el Objeto soberano se revelará a sí mismo”. Es así coherente que, al terminar su estancia, diga estar preparada para “regresar a mi piel”. Emancipados de nuestras constricciones habituales, en el viaje recobramos un tipo de libertad que creíamos olvidada; si además uno cambia de huso horario y no lleva un teléfono en el bolsillo, la sensación de apertura –o paréntesis– vital es difícil de resistir. ¡Cuántos amores no han sido destruidos por el extrañamiento que de ahí se sigue!

Pero Beauvoir no viaja a cualquier sitio, sino que se adentra en un mundo que ya se le había hecho presente a través de imágenes, narraciones, símbolos. Durante todo su periplo, las impresiones de Beauvoir están en todo momento condicionadas por una visión orientalista de Norteamérica que ella misma identifica como tal y, sin embargo, disfruta. En Nueva York, escribe: “Lo que me desconcierta es que esos decorados cinematográficos en los que nunca había creído se hacen reales de golpe”. Y cuando ve en concierto a Louis Armstrong, señala que “una vez más me conmueve la maravilla de ver a alguien materializarse: reconozco la cara que he visto en tantas fotografías”. O, como escribe cuando llega a California:“El nombre es casi tan mágico como ‘Nueva York’. Es la tierra de las calles pavimentadas de oro, de los pioneros y los vaqueros. Mediante la historia y las películas se ha convertido en un país legendario que, como todas las leyendas, pertenece a mi propio pasado”.

Tiene la misma sensación en Búfalo, cuyo nombre viene “coloreado de rojo y amarillo de viejas revistas infantiles”, o en el tránsito por ese sur legendario donde cada vez que distingue un río pregunta a sus acompañantes si por fin se trata del Misisipi. Durante las semanas que pasa en California, confiesa que su embelesamiento con vaqueros, sheriffs, caballos y cactus obedece al hecho de que reconoce aquello que ya traía en la cabeza. Por lo demás, acaso no pueda evitarse que la expectativa alimentada durante años produzca decepción una vez que el encuentro con el mito –que bien puede no obstante estar a la altura de lo esperado– ha concluido. Tras visitar el Gran Cañón del Colorado, Beauvoir reflexiona melancólicamente sobre aquello que quedará en ella el resto de su vida: “un recuerdo más, apenas un recuerdo”.

New York, New York

Su viaje comienza –en el aeropuerto le miran el pasaporte y los dientes– en Nueva York, aquel Nueva York de 1947 que podemos rescatar hoy a través de las fotografías y alguna vieja película. Beauvoir no es original: la ciudad que nunca duerme la conquista de inmediato. Su singularidad le salta a la vista: “París ha perdido su hegemonía. No solo he aterrizado en un país extranjero, sino en otro mundo; un mundo autónono, separado”. Téngase en cuenta que París es la capital de un país que ha sido invadido por los nazis y colaborado con ellos; solo los intereses geopolíticos permiten entender que esta nación perdedora pasara por victoriosa una vez concluida la guerra. Y aunque Nueva York es ya una ciudad extraordinaria a finales del XIX, la derrota del nazismo hace de ella entonces el emblema del mundo naciente; aunque Beauvoir se resiste a pasarle el testigo de su querida París, admite que su ciudad natal ha dejado de reinar en solitario.

Por lo demás, la filósofa se comporta como cualquier turista: sube al Empire State Building, visita los museos y el Radio City Hall, pasea por Central Park; lo observa todo con ávida curiosidad. Le sorprende que en Washington Square uno pueda sentarse a leer un libro con la misma tranquilidad que en los Jardines de Luxemburgo, advierte que la ciudad no tiene la atmósfera necesaria para esa vida de café que tanto gusta a los europeos, se sorprende de que la mayor parte de los restaurantes –eran otros tiempos– cierren el domingo. Se confunde en el metro: coge un tren exprés en lugar de uno local y debe desandar el camino andado; nos ha pasado a todos. Le fascinan el jukebox y los drugstores, que considera descendientes de aquellos establecimientos que proveían a los habitantes del Oeste de lo que necesitaban: esa combinación de primitivismo y modernidad da al drugstore su “poesía específicamente americana”. Por otro lado, elogia la simpatía de los neoyorquinos que la atienden en tiendas y restaurantes, una simpatía que simpatía le parece comercial pero no servil; agradece que nadie se ría jamás de su “deplorable acento”, a diferencia –esto lo digo yo– de lo que hace el parisino cuando un turista se atreve a hablarle en francés. Mujer de mundo, anota que es difícil recibir visitas clandestinas en edificios cuyo ascensor es accionado por un operario.

Visitante de excepción, Beauvoir trata con la élite francesa de la ciudad, cuya incapacidad para relacionarse con los norteamericanos sin exhibir complejo de superioridad le parece lamentable. Acude a fiestas donde se encuentra con Joan Miró, Le Corbusier, Kurt Weil o Charles Chaplin mientras John Cage toca el piano, se entrevista con John Dos Passos o discute con Sydney Brock –discípulo de Dewey– sobre el pragmatismo americano; la invitan a ver La novia desnudada por sus solteros en una galería de arte y le consiguen entradas para ver a Louis Armstrong en el Carnegie Hall. Su afición por el jazz es intensa: ve asimismo en vivo a Sydney Bechet, acude al bar de Billie Holiday en la calle 52 y denuesta la “música sacarinosa” de Bing Crosby o Frank Sinatra. Juzgando que el público norteamericano ha “asesinado” el jazz, un crimen del que serían cómplices los músicos negros que se ganan la vida tocando para los blancos, no es sin embargo capaz de reconocer la brillantez renovadora del bebop: cuando la llevan a un concierto en un local neoyorquino, se dice incapaz de soportar semejantes “tormentas rítmicas” y se marcha enseguida.

“La pantalla es un cielo platónico”

Otra de las pasiones de la intelectualidad de su tiempo –aunque no solo de la intelectualidad– es el cine, al que la pensadora francesa acude siempre que tiene ocasión. No por casualidad, el cine norteamericano fue para ella la representación del país entero durante mucho tiempo; recuerda que en agosto de 1941 cuando visitó la Marsella sin ocupar y vio tantas películas americanas como pudo. Y escribe:

Fue a través de estas imágenes en blanco y negro que conocí América por primera vez, y aún pienso en ellas como su sustancia real. La pantalla es un cielo platónico donde aprehendo la Idea en su pureza una vez más, una Idea que solo de manera aproximada se encarna en las casas de piedra y las luces de neón.

Eso, claro, no podía durar siempre, como confiesa luego: “ahora estoy en América y nada puede representarla ya”. Incluso llega a lamentar que las películas de estudio muestren una América de papier-mâché en la que solo adquieren cierta realidad los paisajes y los detalles materiales; aunque no por ello se debilita su afición al cine, que se hace presente durante todo el periplo de la autora. La calidad de las películas que ve en sitios tan distintos como el MOMA o la ciudad de Santa Fe es testimonio del esplendor del sistema de estudios a mitad de los años cuarenta: La dama del lago, Laura, Los mejores años de nuestra vida, Días sin huella, Incidente en Ox-Bow, Forajidos, La bestia de los cinco dedos (la imagen de cuya mano que repta separada del cuerpo compara con los planos inaugurales de Un perro andaluz), y así sucesivamente. También ve –solo en Nueva York– algunas películas extranjeras, como Roma, ciudad abierta o Breve encuentro, preguntándose de paso cómo retratarían Nueva York cineastas franceses como el formidable Jean Grémillon.

Pero el cine es también, como bien sabemos quienes lo amamos, un filtro de la experiencia: describe la desolada carretera que va de Lone Pine a San Francisco como “el lugar perfecto para que Humphrey Bogart asesine a su mujer y alegue que fue un accidente”, se acuerda de la Avaricia de Von Stroheim cuando visita Death Valley, lamenta no poder visitar el Parque Nacional del Bosque Petrificado de Arizona porque le gustó mucho –igual que a Borges– la película de Archie Mayo. Es también el cine un motor de socialización: visita los estudios de Hollywood en Los Ángeles y almuerza con George Stevens, quien le relata su entrada en París poco después del Liberation Day –el auténtico– y describe la campaña del ejército norteamericano contra los nazis como “un momento de la verdad”. Beauvoir dice que Stevens dice bien al decir eso y que acierta cuando tiñe su recuerdo de nostalgia.

El aburrimiento en América

A diferencia de lo que sucede a esos visitantes europeos que se ponen nerviosos si no encuentran un centro histórico y calles peatonales, a Beauvoir le impresiona favorablemente la ciudad de Los Ángeles: carente de la belleza de Nueva York y de la profundidad de Chicago, la juzga tan disfrutable como un caleidoscopio y decide “rendirse ante este salón de espejos”. Ha comprendido que no es una ciudad, sino un ensamblaje de barrios y parques a los que rodea una naturaleza indomable; como si hubiera anticipado el efecto devastador de los últimos incendios, advierte de que el wilderness que la rodea podría devorarla si se relajaran sus defensas. Durante su visita, resuena en la prensa el célebre caso de la “Dalia Negra”; pasada la medianoche, empero. Hollywood se le antoja menos una ciudad glamurosa que una aldea puritana.

Nota para federalistas: cuando Beauvoir pasa de California a Nevada, unos agentes de aduana revisan sus documentos en la frontera interestatal. Estas inspecciones ya no tienen lugar, porque el sistema federal norteamericano ha ido en dirección opuesta al español: lo que allí estaba separado ha ido integrándose en medida creciente, mientras que aquí no deja de separarse lo que antes permanecía unido. Sin embargo, se trata de un país tan grande que apenas hay comunicación entre los distintos estados, pese a que todos ellos participan en la unidad que los trasciende: “El resultado es una mezcla de uniformidad y regionalismo que es a menudo desconcertante”. Todos los estados tienen su prensa propia y se consideran únicos; impera una suerte de regionalismo intelectual: Henry Miller no es importante en Nueva York, pero se lo considera un genio en la Costa Oeste. Geografía, en fin, es destino: “¡Cuántos espacios vacíos hay en América! Tengo de nuevo la impresión mareante de que estoy presenciando la infancia del mundo”.

A Beauvoir no se le escapa que ese espacio contiene con frecuencia desesperantes uniformidades. Todas las localidades estadounidenses le parecen iguales: “Cientos de pueblos, cientos de veces el mismo pueblo. Podrías viajar día tras día en el mismo autobús, a lo largo de la misma llanura, y llegarías cada anochecer al mismo pueblo, que tendría en cada ocasión un nombre distinto”. Luego, en Sacramento, saborea por vez primera “la poesía de las ciudades muertas”. Y es que el aburrimiento domina la vida norteamericana; la falta de propósito vital aqueja a cualquier individuo desde el momento en que deja de trabajar: el americano descree de la vida colectiva y es indiferente a su destino individual: “Esta es la raíz de la tristeza que percibo”. De ahí el aburrimiento y la soledad que los atenazan; de ahí la frialdad de sus relaciones personales. Quizá sea, claro, mucho decir; se trata de generalizaciones algo apresuradas. Pero que la soledad es frecuente en los Estados Unidos y a menudo se traduce en aburrimiento –prueben a pasar la tarde en cualquier ciudad mediana pasadas las ocho de la tarde– hay que darlo por bueno.

Por supuesto, el tedio es compatible con una singularidad que viene dada por la diversidad geográfica y étnica. Beauvoir conoce Chicago, donde empieza un largo affaire con el escritor Nelson Algren y visita prisiones (el encargado de la silla eléctrica le reprocha en una de ellas que Francia siga usando el bárbaro método de la guillotina), mataderos y museos; encuentra en Reno una ruda ciudad del Oeste donde la gente pasa seis semanas para lograr el divorcio; considera a la naciente Las Vegas como “un triunfo del artificio”. Igualmente, atraviesa el Desierto de Mojave y se maravilla ante la Presa Hoover; o contempla con ironía la explotacion turística de la etnicidad por parte de los indios americanos en Santa Fe, cuya plaza tiene soportales que le recuerdan a los de Madrid o Ávila. Tiene su gracia que en esa misma localidad discuta con unos franceses sobre la petición para liberar a Céline de su encarcelamiento danés: la actualidad se entromete en su viaje. Atraviesa Luisiana, Misisipi, Alabama, Florida; visita Salem, Boston, Filadelfia: sopesa el impacto cultural de los viejos puritanos.

Racismo y feminismo en Estados Unidos

En los estados sureños, Beauvoir entra en contacto con el racismo. Mientras que los indios padecen el suave paternalismo de los blancos bajo un régimen de autonomía parcial, distanciándose psicológicamente de sus invasores, los negros sufren un apartheid repugnante – los taxistas negros de Nueva Orleans solo pueden transportar a clientes negros– cuyas manifestaciones psicológicas son ambiguas. De una parte, nadie se engaña del todo: “Plantado en el corazón de Nueva York, Harlem pesa sobre la conciencia de los blancos como el pecado original sobre un cristiano”. De otro, el resultado es la opresión de la minoría: las condiciones de vida del negro sureño, dice, dependen de la buena voluntad de su amo. A consecuencia de ello, se siente en el aire el olor del odio: “el odio arrogante de los blancos, el odio silencioso de los negros”. Beauvoir se atreve incluso a hacer un vaticinio: “Detrás de esos dóciles rostros, la revuelta siempre es inminente. Y los blancos lo saben”. No se equivocó demasiado: la activista Rosa Parks se mantuvo firme en el asiento del autobús reservado para los blancos nueve años después.

Durante su estancia, la filósofa tiene asimismo noticia del red scare que prefigura el estallido inminente de la Guerra Fría. En un clima marcado por la psicosis de guerra, Edgar Hoover declara que los comunistas habrían de ser considerados una quinta columna y con ello los condena en la práctica a la muerte civil: expulsados del funcionariado, la empresa privada rehúsa contratarlos. En su trato con intelectuales de izquierda, Beauvoir se encuentra con comunistas que han dejado de serlo a raíz de las purgas estalinistas y profesan un individualismo pesimista. Beauvoir achaca su derrotismo a la ausencia de un partido organizado a la manera francesa: ser comunista en Norteamérica es como pertenecer a un club, una mera cuestión de opinión personal. Pero añade con agudeza que los franceses se ven a sí mismos como agentes históricos y los estadounidenses no, por razones que hay que buscar en la historia del país: “La inmigración ha producido una heterogeneidad cultural que no es propicia para la conciencia colectiva”. En cierto sentido, reflexiona, no hay vida política en USA: el país es demasiado grande y el individuo no es nada. Hay que reconocer en Beauvoir, no obstante, el rechazo a los juicios tajantes. Ya que no considera que nada de lo anterior permita afirmar que el ideal democrático norteamericano es solamente una fachada hipócrita: prevalece en el país un clima democrático y la vida cotidiana es igualitaria en el trato entre ciudadanos; ni el rico es arrogante, ni el pobre es servil. A su juicio, el problema radica en la imposibilidad de aplicar los grandes principios fundacionales del país a su compleja vida contemporánea: una hipótesis aplicable al sueño reindustrializador de Donald Trump.

Y bien, ¿dónde está la cuestión femenina? Tratándose de una pensadora que publicaría dos años después un libro de mil páginas sobre el particular, resulta sorprendente que sus meticulosos apuntes de viaje le dediquen tan poca atención. Algo hay: Beauvoir observa que la ropa que se “impone” a la mujer norteamericana está pensada para enfatizar su feminidad y atraer la mirada masculina, en contraste con la apariencia “mucho menos servil” de la mujer europea; conoce a las estudiantes de un college femenino y encuentra en ellas una ingenuidad desconocida ya –dice– en las universidades francesas. Y si bien admite que no puede hablarse tan genéricamente de la mujer americana, cree que no están en pie de igualdad con los varones: al igual que sucede en Francia, el hombre es esencial y la mujer inesencial. Al obsesionarse con el anillo de casadas y querer ser adoradas, concluye, las norteamericanas se someten en la práctica a sus adoradores.

Añade Beauvoir entonces una reflexión que resultará chocante para más de una feminista del siglo XXI: dado que la verdadera libertad solo puede derivar de un proyecto positivo, acaso tengan razón las mujeres de mayor edad cuando alegan que ellas eran más libres porque aún no existía el feminismo. O sea: siendo la conquista de la libertad una tarea concreta, las mujeres ganaron su libertad mientras perseguían su liberación. “Aunque faltan algunos pequeños pasos, esa batalla ha sido ganada”, escribe Simone de Beauvoir ¡en 1947! Sucede que las mujeres así liberadas disfrutan su libertad de una manera “estática”. En otras palabras: no se nace mujer sino que se llega a serlo: y se llega a serlo usando de manera consciente la propia libertad para afirmar un proyecto positivo de vida. No queda claro si Beauvoir juzga paralizante un proyecto positivo de vida que consista en casarse y formar una familia, aunque parece entenderlo así.

Cuando llega la hora de dejar el país, nuestra filósofa sabe que echará apasionadamente de menos un país que ha conseguido interesarle y decepcionarle a diario. Sostiene que la historia de Estados Unidos, donde todo es joven todavía, es la historia de la creación de un mundo: los rascacielos proclaman que el ser humano no es un ser pasivo, sino uno lleno de energía; y por eso los norteamericanos juzgan a un hombre por sus actos. Asoma de nuevo la existencialista: “para ser, debes hacer”. Consciente de que también hay mucho que criticar de Europa, Beauvoir aprecia que los problemas humanos se planteen en Norteamérica a gran escala. Y concluye: “América es uno de los ejes del mundo, un lugar donde se juega el destino del ser humano. Que América ‘guste’ o ‘disguste’… son palabras sin significado”.

Han pasado 78 años y el giro aislacionista impuesto por Donald Trump tras su clara victoria electoral del pasado mes de noviembre amenaza con acelerar el tránsito hacia un mundo multipolar, restando popularidad a un país acostumbrado a hacer inmejorable uso de su soft power; las meditaciones de Beauvoir cobran hoy un aire distinto. Pero lo mismo puede decirse de la carta que otro francés, Jean Cocteau, escribe a los americanos en el avión que lo lleva de vuelta a París tras haber pasado veinte días en Nueva York. Estamos en 1949; solo han pasado dos años desde que se marchase Beauvoir. Cocteau, oracular y lírico, escribe: “Americanos: La dignidad humana está en juego. Sed lo que sois. Un pueblo que ha preservado su infancia. Un pueblo joven y honesto. Un pueblo por el que circula la sangre. Liberáos. Cuestionad menos a los demás y cuestionáos más a vosotros mismos. Confiad en vuestros amigos”.

Y luego: “Un mundo va a terminar. Un mundo empieza. En vuestras manos está determinar si será uno de oscuridad o de luz. No hay un minuto que perder”.

Esos minutos, claro, ya transcurrieron; ahora son otros los que tenemos por delante. Y la verdad es que no sabemos bien si un mundo termina u otro empieza, ni en manos de quién está dar forma a lo que haya de suceder. Tal vez el pasado pueda darnos alguna pista; o no. Pero, al menos, disfrutaremos de la excursión.


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