Este artículo forma parte de la serie Fantasmagorías del pasado: el humanismo.
Las afinidades entre el pensamiento de Rita Segato (Argentina, 1951) y el de Sayak Valencia (México, 1980) se tejen desde el feminismo decolonial, la consistente crítica a la economía capitalista y la impugnación del Estado nacional en tanto dispositivo de control de la población. Ambas coinciden en que la nación es una invención moderna, basada en la lógica ilustrada del progreso inevitable de la humanidad. Esta concepción y sus consiguientes experimentos de ingeniería social han devenido en América Latina, de acuerdo con Segato y Valencia, en necropolítica. Esta palabra, acuñada por el camerunés Achille Mbembe, significa que los Estados, coludidos o no con el crimen organizado o en su lucha contra este, propician una política para la muerte.
Segato se ha referido, en Cinco debates feministas: temas para una reflexión divergente sobre la violencia contra las mujeres (2018), a la diferencia entre el feminicidio, acción criminal que asigna al ámbito doméstico, y el femigenocidio, el exterminio de mujeres producto de una violencia de género con rasgos de exterminio. Para la antropóloga argentina, la llegada de los europeos a lo que hoy conocemos como América Latina es la primera causa de la pérdida de los vínculos comunitarios, preservados a despecho de los últimos cinco siglos de historia colonial y poscolonial. Tales vínculos protegían a las mujeres del asesinato en un contexto patriarcal, no necropolítico. Las violaciones, secuestros y esclavitud de las mujeres en sociedades precapitalistas no surgían de su propio entorno, característica clave de los feminicidios hoy.
Por su parte, Valencia, en Capitalismo gore. Control económico, violencia y narco poder (2010), define la economía política del capitalismo actual en función de una lógica criminal y lo califica de “gore”, palabra que refiere a una violencia extremadamente sangrienta y letal. En América Latina, el modelo neoliberal ha generado un empresariado gestor de la violencia cuya expresión más característica son los capos del narcotráfico. Estos empresarios son radicalmente patriarcales y se apropian del modelo del gerente exitoso e individualista que propicia el sistema económico vigente. Aunque en principio parecieran oponerse a la racionalidad productiva y a las leyes del Estado nacional, en realidad son una consecuencia del devenir de las naciones en la dinámica de la globalización.
Huelga decir que Segato y Valencia se oponen al feminismo de raíz universalista e ilustrada que se presenta como el último gran humanismo, según escribe la española Amelia Valcárcel (1950) en Pensar el feminismo y vindicar el humanismo. Mujeres, ética y política (2020).
El universalismo significa para la antropóloga argentina una imposición colonial (tema abordado en anteriores artículos de esta serie dedicada al humanismo) que define lo humano en términos del sujeto occidental. No existe nada parecido a la humanidad, sino múltiples sociedades y líneas históricas: la reconstrucción del tejido comunitario frente al individualismo radical fomentado por el neoliberalismo es la opción. Tal reconstrucción pasaría por salvar lo salvable de los fuertes vínculos colectivos del pasado, en una suerte de injerto de antiguas tradiciones en la historia presente, signada por la anomia. Valencia, por su parte, acepta la posibilidad de una suerte de mínimo común humanista que propiciaría una agencia de carácter internacional frente a la pura violencia y las carencias de las democracias liberales.
En ambas autoras, el individualismo constituye la manifestación última del capitalismo en la vida más íntima. No obstante, es imposible pensar el feminismo sin apelar, así sea desde su deconstrucción, a una idea de ciudadanía en la que priman los derechos del individuo. Valcárcel habla de ello en términos de la búsqueda de ciudadanía plena; incluso Segato, tan crítica con la modernidad, hace la salvedad de que las sociedades precoloniales eran patriarcales.
Vale la pena subrayar que lo que entendemos como superior del mundo de otros tiempos puede ser una mitificación, sustentada por sectores que actúan en nombre de la libertad, el antiimperialismo y la religión con el fin de salvaguardar sus propios intereses, situación muy evidente, por ejemplo, en Irán. Ciertamente, reconoce Valcárcel, la humanidad es multicultural, pero esta constatación no implica la pura aceptación de las diferencias como escollos insuperables porque, de ser así, el feminismo pierde su pilar: la irrefutable realidad de los desequilibrios y desigualdades propiciadas por el sexo de nacimiento en muy diversas épocas y sociedades.
En un mundo interconectado, con aspiraciones heredadas del Estado de bienestar del siglo pasado, la innegable tendencia humana a pensar en términos de la comunidad a la que se pertenece no niega que los grandes problemas del siglo XXI son globales. Coincido con Segato en que hay que incidir en el cambio dentro y fuera de los límites del Estado, pero con Valencia estimo vital encontrar los mínimos comunes de una agencia global.
La democracia liberal y los derechos humanos podrían ser este mínimo, palabras de Valcárcel; lamentablemente, la crisis de la primera eclipsa la importancia de los segundos. La democracia sería, de acuerdo con sus críticos, la causa del estado del mundo en lugar de su víctima. Olvidamos con facilidad que grandes zonas del planeta viven dinámicas autoritarias y descartamos el alcance de las ideas fuerza de la herencia liberal, desprovistas de su atractivo ante la emoción política más acusada de estos tiempos: el miedo.
Del miedo solo puede salvarnos la protección de la cercanía y no la etérea belleza de la abstracción, y en este terreno el peso de la autoridad indiscutida gana terreno irremediablemente. El humanismo adquirió una nueva savia con el feminismo, pero las corrientes en pugna en el interior de este no lo reivindican como terreno común del quehacer político, y se encarnan en identidades y particularismos cuyos réditos a corto plazo, sobre todo en el mundo académico, obnubilan el entendimiento de unos fines comunes de cara al crimen organizado, el imperio de la posverdad y el avance arrasador de los populismos.
El feminismo está en la picota pública, contemplado como una grave amenaza por parte de un conservadurismo en pleno ascenso. Solo el reconocimiento de nuestra condición de seres dotados de razón y emociones, capaces de comunicarse entre sí trascendiendo su sociedad o comunidad, puede unirnos contra las políticas regresivas. El feminismo es un humanismo con el poder de conmover a mujeres de muy diversas procedencias, incluso a aquellas que salen a la arena pública a defender los valores de su tradición, al estilo del feminismo islámico. Los seres humanos somos capaces de vincularnos con la ciencia, la tecnología, la religión, la economía y el entretenimiento más allá de todo particularismo; con el feminismo no ha sido distinto ni debe serlo.
Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.