Paréntesis de fantasía

No me gustan, en absoluto, las metáforas religiosas aplicadas al futbol, pero aduzco una razón terrenal para defenderlo: promueve la convivencia.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

El futbol puede no ser un ritual inocuo: provoca brotes repugnantes de chovinismo y racismo (como ocurre en los estadios europeos), ha servido como cortina de humo a gobernantes criminales (Argentina, 1978), y alentado espejismos ridículos sobre el destino nacional encomendado a once muchachos persiguiendo un balón ("Por qué no le dan una pelota a cada uno, y se acaban los problemas", dijo más o menos Borges). Pero en este mundo violento y discorde, el futbol, como el carnaval en Brasil, es un paréntesis hecho de fantasía, un paréntesis bienvenido.

Su auge en México es reciente. Durante la primera mitad del siglo XX otros deportes rivalizaban sanamente con él. Al beisbol lo habían traído las empresas estadounidenses (dedicadas a la extracción de petróleo y los ferrocarriles) asentadas a lo largo de la frontera norte, el Golfo de México y las costas del Pacífico. El futbol "americano" gozó de arraigo entre los estudiantes de las dos principales instituciones de enseñanza superior que había entonces: la UNAM y el Politécnico. El box congeniaba muy bien con el carácter estoico del mexicano. Pero desde los albores de la Segunda Guerra Mundial, estos y otros espectáculos (la lucha libre, los toros, las peleas de gallos) comenzaron a ceder ante un juego importado hacia 1902 por los mineros ingleses de Pachuca al que nadie llama "soccer" sino simplemente "futbol", y que hoy es el deporte nacional.

Fui testigo de la explosión de su popularidad. Todavía a mediados de los cincuenta, la geografía del futbol se limitaba al centro del país: desde Guadalajara y el Bajío hasta Morelos y el D.F. Pero a fines de esa década y ya plenamente en los sesenta, llegaron las grandes novedades: los famosos "Pentagonales" con grandes equipos (el Dukla de Praga, el Santos, el River Plate), los primeros partidos en el estadio de Ciudad Universitaria, la inauguración del Estadio Azteca, la rivalidad entre el Guadalajara y el América, las trasmisiones por televisión. En el origen de estas historias estuvo la amistad futbolera de Guillermo Cañedo y Emilio Azcárraga Milmo. Todo cambió de escala: el público, los estadios, la cobertura geográfica y hasta el estilo narrativo. La sobriedad de los locutores clásicos (Agustín González "Escopeta", Julio Sotelo, Toño Andere, Cristino Lorenzo) dio paso a la imaginación verbal de Ángel Fernández, la crónica filosófica de Fernando Marcos, entre otros.

Tratándose de la Copa Mundial, todo aficionado atesora su álbum personal. Yo escuché por radio la narración del gol de Jaime Belmonte (el llamado "Héroe de Solna") en Suecia 1958; recuerdo los desdichados mundiales de Chile 1962 e Inglaterra 1966, así como el formidable México 70, con el Alemania-Italia ("el partido del siglo") y la consagración final de Pelé. En 1986 tuve la suerte de ver en el estadio los inverosímiles goles de Maradona. En 1994 festejé con mi familia el triunfo contra Irlanda y el difícil empate contra Italia, y lamentamos amargamente (como si nos fuera la vida) la imprevista debacle posterior. Y el romance personal con el futbol siguió en 2006. En el estadio de Nuremberg, con cupo para 40,000 personas, 25,000 mexicanos (entre ellos mis dos hijos y mi futura nuera) coreaban cada pase del equipo tricolor con un característico "Ole".

No me gustan, en absoluto, las metáforas religiosas aplicadas al futbol, pero aduzco una razón terrenal para defenderlo: promueve la convivencia. Aun en los rincones más pobres y alejados del país, domingo a domingo se practica el futbol "llanero" en el que veintidós protagonistas, orgullosos de sus colores, retozan tras la pelota levantando efímeras esculturas de polvo. Padres, hijos y hasta abuelos contienden en esos juegos. Como en las fiestas populares, el tiempo se detiene y las penas se olvidan, sobre todo cuando ocurre la consumación del gol.

En México, particularmente en los tiros "penales", esa consumación ocurre poco. No es un pánico escénico: es un pavor de meter el gol. ¿Terror edípico? ¿Miedo de matar al padre? ¿Reminiscencia atávica del juego de pelota prehispánico, metáfora de una batalla cósmica donde el equipo vencedor era sacrificado? No lo sé y prefiero que este mundial no me dé razones para investigarlo. Ojalá que este paréntesis traiga alguna alegría, sobre todo a los niños mexicanos, vestidos con su camiseta verde.

***

Tiro directo, el blog mundialista de Letras Libres

 

+ posts

Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: