Si tuviéramos que resumir todo lo que está pasando en pocas palabras, habría que decir que el mundo entero se acostumbró a proveer todo tipo de bienes y servicios al consumidor estadounidense; éste financió su consumo con crédito obtenido a partir de utilizar un activo (su casa), con un precio excesivamente sobrevaluado, como colateral. Múltiples industrias y empresas se endeudaron también para desarrollar un respaldo que les permitiera hacer frente, en el futuro, a esa demanda en vertiginoso crecimiento[1]. Al desplomarse el valor de los inmuebles, toda la cadena se rompe. La gente deja de consumir al perder capacidad para seguir endeudándose, y, al contrario, se enfrenta a la carga excesiva de los compromisos adquiridos. Caen los ingresos de las empresas e industrias con adeudos, y pierden capacidad para pagar lo que deben. Los bancos se descapitalizan conforme las empresas no pueden pagar su deuda y las familias, que pierden sus empleos, se dan cuenta de que el valor de su hipoteca rebasa el precio en el mercado de su inmueble, y ven que –dada la depreciación de éste– tienen mucho menos ahorrado de lo que creían tener.
Bueno, no fueron tan pocas palabras, pero puede usted apreciar que el común denominador a todo este problema es la deuda. Si estoy comprometido al 7% y la inflación es de 3%, mi tasa real es sólo de 4%. Si estoy endeudado al 7 pero la inflación es 1% negativa, la tasa real es de ocho. La combinación de deflación y pasivos complicará, sin duda, la salida de esta crisis en la cual muchos se encontrarán repentinamente asfixiados por la deuda que previamente contrajeron.
En medio de deflación, el valor de la deuda no baja, pero mi ingreso sí. También baja mi capacidad para cobrar por lo que vendo (incluso mi propio trabajo) al precio al que querría vender. En un entorno en el que el consumo ha caído estrepitosamente, las decisiones de compra se posponen ante la posibilidad de conseguir el mismo bien o servicio más barato, si uno espera.
La capacidad de las empresas de generar utilidades se verá severamente mermada. En medio de esta situación, los parámetros normales para invertir se vuelven obsoletos.
Usualmente, uno evalúa los múltiplos que está dispuesto a pagar por una acción en base a la capacidad de la empresa de generar utilidades crecientes. Si sé que las utilidades de la empresa “A” crecerán 30% de un año a otro, estaré dispuesto a pagar un múltiplo más alto que por la acción de la empresa “B”, cuyas utilidades crecen a un ritmo anual de 10%. ¿Pero cuánto debo pagar por la acción de una empresa cuyas utilidades no crecerán, o van a decrecer?
Al invertir en bonos, tendré que incorporar en mi análisis la posibilidad de que los flujos de efectivo que generan las empresas vayan en descenso y, por ende, que la capacidad de éstas para repagar su deuda se vea disminuida.
En general, tenemos que incorporar a nuestras perspectivas de inversión una dolorosa realidad: el potencial de crecimiento de las economías industrializadas ha disminuido y, con él, el del resto del mundo. Eso implica tener expectativas diferentes al invertir.
Sí, eventualmente, es posible que la enorme emisión de moneda y el colosal déficit fiscal provoquen presión inflacionaria. Pero eso no ocurrirá mientras haya tanta capacidad instalada sin utilizarse, y tanta gente sin empleo.
Cuando esa tendencia se revierta, sin embargo, podemos esperar tasas de interés mucho más altas, conforme todos los gobiernos que hoy estimulan salgan a colocar bonos en el mercado para tratar de financiar sus estratosféricos déficits. Ese tampoco será un buen momento para estar endeudados, pues será mucho más caro darle servicio a la deuda.
Conforme las utilidades reportadas por las empresas muestren esta tétrica perspectiva, veremos a los mercados tocar nuevamente sus mínimos en la segunda mitad del año. Como he dicho antes, nos tomó décadas meternos en este brete: no saldremos de él instantáneamente. (Pero, por favor, no se lo diga a los políticos. Se ven tan contentos vaticinando una recuperación, que no me gustaría despertarlos de su sueño de opio).
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[1]Parte del crecimiento provenía de familias de clase media baja que estaban fuera del mercado de crédito y que, repentinamente, tuvieron acceso a crédito “subprime” dando su propiedad, cada vez más valiosa, como garantía.
Es columnista en el periódico Reforma.