Faraón tan blanco

Una nueva serie documental sobre Cleopatra protagonizada por una actriz negra ha reabierto el debate sobre la reinterpretación racial de algunos personajes históricos.
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Dice el Zohar que la vida se nos haría imposible si pudiésemos ver la barahúnda de espíritus y demonios que pululan a nuestro alrededor. Con las redes sociales pasa algo parecido: era mejor poder ignorar la barrila cotidiana de tanta gente. Por ejemplo, de vez cuando me da por seguir en Twitter a algún historiador anglosajón, para ponerme al día de su especialidad; pero de un tiempo a esta parte es más fácil que en ese tipo de cuentas recibas información no solicitada sobre la teoría crítica de la raza o la tragedia que suponen los tapones de toallitas húmedas en el Támesis. Hace unos meses me suscribí a una experta en el mundo azteca buscando información sobre, ejem, los aztecas; pero ahora me desayuno con jeremíadas sobre la represión de los niños trans, entreveradas con defensas del canibalismo de estado desde el relativismo cultural. Bueno, pues es la época que nos ha tocado y son sus peajes, qué le vamos a hacer.

Queen Cleopatra

Así las cosas, recibo con cierta pereza la enésima bronca en torno a la reinterpretación racial de un personaje histórico o ficticio. O, diríamos, a medio camino, como Cleopatra; que no deja de ser un clásico de estos debates. Viene de Netflix, que se ha hecho un nombre en estas lides, hasta el punto de que circulan numerosos memes y parodias con supuestos títulos y personajes clásicos niggificados por la plataforma. Vaya por delante que reconozco la libertad de hacer Cleopatras negras o samoyedas por motivos artísticos, reivindicativos o just for the fuck of it. Y además entiendo que uno tiene que adorar públicamente a los dioses de su tiempo –siempre que no se los acabe creyendo ni, sobre todo, metiéndoselos a los demás por el gollete.

El problema del caso es que Tina Gharavi, la propia directora de Queen Cleopatra –parte de un proyecto llamado “African Queens”, producido por Jada Pinkett-Smith– afirma que hacer una Cleopatra negra es un “acto político”. ¿Y cómo no lo iba a ser? Pero esta banalidad explica también que la película haya suscitado reacciones más encendidas que, digamos, las interpretaciones shakesperianas de Denzel Washington como Macbeth (The Tragedy of Macbeth, Joel Coen, 2021) o Don Pedro de Aragón (Much Ado About Nothing, Kenneth Branagh, 1993). Porque está en la naturaleza de lo político ser discutido, no en sus propios términos, como el arte, sino respecto de alguna realidad externa.

Y el discurso que hace negros a Cleopatra y a los reyes egipcios en general, por más que algunos apologetas lo hayan pasado por alto estos días, no es nuevo ni es inocente. A nuestra Cleo le han imputado una etnicidad negra africana desde al menos el siglo XIX, con hitos como African Warrior Queens –¿nos va sonando?– del antropólogo y panafricanista John Henrik Clarke. Porque han sido las ideologías de la negritud y el panafricanismo quienes han abrazado y propagado de forma más decidida la teoría racial de los faraones. En el caso de los grandes reyes de las dinastías autóctonas clásicas, como símbolo del poder y la sofisticación cultural del hombre africano. En el caso de Cleo, como ejemplo de mujer racializada y resistente tanto al dominio masculino como a varios imperialismos. La última derivada es el giro posmoderno que hace a cualquier raza o identidad genética una mera “construcción cultural”, lo que convierte la negritud de Cleopatra o Tutmosis III en proposiciones inatacables, en tanto no se pueden afirmar ni desmentir mediante hechos. A nivel popular, el lector recordará un videoclip moderadamente kitsch de Michael Jackson, Remember the time (1992), en la que la regia pareja nilótica es interpretada por Eddie Murphy y una Iman francamente parecida a Nefertiti, mientras que el jefe de los sirvientes es ni más ni menos que Magic Johnson.

Lo que se sabe

Si obviamos esa deriva irracionalista/posmoderna, que divorcia radicalmente la raza y la identidad de lo factual –un genoma, por ejemplo–, sorprende que la controversia se haya centrado en el Antiguo Egipto y sus reyes. Por ejemplo, sabemos que los reyes de Hatti –hititas– o Mitani –hurritas– tenían nombres indoeuropeos. De hecho, la élite mitania hablaba una lengua similar al sánscrito; probablemente provenía de una rama de la migración de la cultura Andronovo que acabó estableciéndose en el Indostán; sus nombres evocan de forma inevitable los que aparecen en el Mahabharata y el Ramayana; y crecieron en fama y poder como expertos en el carro de guerra, la misma tecnología bélica que protagoniza esos dos mismos poemas épicos. O sea, no es que no sepamos nada de ellos. Pero eso es lo que sabemos a ciencia cierta. Étnicamente, hasta donde podemos afirmar, podrían haber sido negros o chinos han. La objeción que distingue lengua, cultura material y etnicidad es válida –aunque, como se ve, podamos suponer de manera razonable que las aristocracias de esos dos imperios eran de hecho de origen indoeuropeo, si bien sometidas a un intenso mestizaje no solo con la población autóctona sino con otras élites de todo el Oriente Próximo–. Los egipcios, sin embargo, se dedicaron escrupulosamente a conservar cuerpos y tejido humano identificado durante cuatro milenios, de manera que tenemos una idea más que aproximada tanto de su información genética como de sus fenotipos.

Y lo que nos dice la genética sobre las poblaciones antiguas y modernas de Egipto parece menos contencioso de lo que se pretendería. Cito a Razib Khan (https://razib.substack.com/p/eternal-as-the-nile):

Se ve que los antiguos egipcios… son claramente una población del Medio Oriente, mientras que las muestras egipcias modernas se desplazan a lo largo de una línea hacia los africanos subsaharianos, lo que indica su mezcla.

(…)

En general, sus antepasados ​​son las mismas personas que construyeron las pirámides y sembraron la cultura occidental a través de los griegos y los hebreos, incluso si con el tiempo abandonaron la lengua y dioses antiguos. Los rostros de los egipcios de hoy son los mismos rostros grabados en las máscaras mortuorias de los faraones. A nivel genético, como todos los pueblos modernos excepto los más aislados, llevan los signos reveladores de varios milenios de complejidad humana, conflicto e intercambio; pero este es un componente minoritario de su estirpe.

Es decir: hay una extraordinaria continuidad genética entre los egipcios –especialmente los cristianos coptos, que no podían poseer, en ningún sentido, esclavos africanos– modernos y los antiguos; con la salvedad de un 20% de linajes subsaharianos que con toda probabilidad se incorporan al pool genético mucho después de la época faraónica, tras la conquista árabe. Sabemos que en el Magreb ha existido durante siglos un aporte genético constante del Sahel y el África Subsahariana, a través de cientos de miles o millones de esclavos y esclavas negros. En Egipto, otra sociedad árabe esclavista, podemos suponer que esos linajes obedecen a procesos similares.

Actos políticos

En resumidas cuentas, los antiguos egipcios eran muy similares a los modernos, pero aún menos negros. (Hubo, sí, una dinastía de faraones nubios, pero incluso aceptando una etnicidad distintiva, no parece que hayan dejado más huella en la población que los mamelucos, los jedives turcos, los funcionarios ingleses o los propios ptolomeos; y el mismo hecho de señalarla como tal ya parece indicar algo.) En cuanto a Cleopatra VII, la historia es conocida: pertenecía a una dinastía macedonia con aportes persas y bactrianos, muy dudosamente egipcios y no digamos subsaharianos. A pesar de adoptar los regalia faraónicos, los ptolomeos y las élites macedonias en general vivieron en Egipto durante siglos como en plantaciones del profundo Sur; y de hecho es fama que fue Cleo la primera de su estirpe en aprender la lengua egipcia y leer jeroglíficos. Y nada en la iconografía de su reinado, descontando incluso lo que tenga de formulario, indica que fuera étnicamente otra cosa que una mujer mediterránea. Incluso, con ánimo polémico, y contra lo que sostiene Tina Gharavi, podríamos aventurar que es menos erróneo, desde el punto de vista genético, otorgar el papel de Cleopatra a Elizabeth Taylor que a Adele James, de la misma manera que es menos erróneo decir que la Tierra es esférica y no plana, aunque en puridad no sea ninguna de las dos cosas.

Como fuere, la información histórico-genética debería permitir aparcar los elementos más estrafalarios del debate; salvo que, como ya hemos apuntado, la cosa no va de hechos sino de “actos políticos”, y el giro irracionalista elude cualquier discusión factual sobre raza –o sexo, o lo que sea– en beneficio de la propaganda de turno. Por cierto que la doctrina racial posmo no es tan lejana de la que declaraba el propio Hitler, mucho más pragmático y espabilado que obsesos como Rosenberg o Gobineau: la raza no es una realidad objetivable sino una “construcción”, y tanto mejor para los “actos políticos”.

Una versión blanda del argumento sostiene que no pueden trasponerse las discusiones modernas sobre raza a la antigüedad, por cuanto la civilización clásica no tenía categorías equivalentes. Hombre, hombre. Es cierto que las categorías no son equivalentes; para empezar, porque tampoco era equivalente la consideración de los individuos de una misma tez, ni siquiera dentro de las comunidades de hombres libres de la ciudad. Y nunca se planteó cosa parecida a un apartheid, porque blancos, negros y mediopensionistas estaban igualmente insertos en las redes de esclavitud, manumisión, patronazgo y libertad que permeaban las sociedades mediterráneas –puede ser interesante comparar aquí con el Imperio católico español más que con las naciones anglosajonas–. Cosa distinta es pretender que griegos y romanos no distinguieran blancos y negros –como distinguían árabes o germanos– al punto de que una reina de Egipto hubiera pasado por blanca por accidente histórico. Hay pasajes de clásicos latinos que enumeran tópicos sobre los negros africanos –más emotividad, ritmo y dotación sexual que inteligencia y laboriosidad– y que no desmerecen de nada escrito en siglos y milenios posteriores.

Arte, propaganda, divulgación

En definitiva, lo factual reduce mucho el campo de debate; y si, por el contrario, optamos por emanciparnos de lo factual, ese debate acaba necesariamente en la intencionalidad política de las representaciones, de los “actos políticos”. Y aquí todos pueden jugar. El impacto de Netflix es global, y globales son las consecuencias de su publicidad. Al lanzamiento de Queen Cleopatra han seguido en Egipto una petición popular y la demanda del abogado Mahmoud al-Semary, que reclaman reparación por el intento de borrar la identidad egipcia. La terminología es interesante, por cuanto reproduce la palabrería al uso en los cultural studies. Y es cierto, que si seguimos la teoría de los faraones negros, el carácter propiamente egipcio –medio oriental, norteafricano– de los reyes y de su civilización se subsumen, bien en un africanismo político en el que todos los gatos son pardos, o negros, bien en una categoría de blancos por defecto” que hay que eliminar de la historia.

No parece que la negritud de los faraones, sobre todo en su dimensión política y conceptual, pueda dirimirse en los juzgados ni en el tribunal impersonal de internet. Pero ahí es donde estamos, y difícilmente podrán invocar refugio alguno en el librepensamiento quienes han hecho una forma de vida de violentarlo. Supongamos que todos tenemos tanto derecho a deconstruir y/o denunciar los discursos y las agendas de tales o cuales activistas como ellos.

Con todo, y al fin de cuentas, es probable que las cosas sean mucho más sencillas de lo que nos empeñamos en que sean, y permítanme volver al ejemplo de Denzel Washington y Shakespeare, entre otros muchos: todos, tanto los creyentes como los descreídos de lo woke, distinguimos razonablemente bien el arte y la propaganda, y ambos de la divulgación. Y en el fondo, cuando nadie nos ve, actuamos en consecuencia.

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Jorge San Miguel (Madrid, 1977) es politólogo y asesor político.


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