Descortesía del suicida, de Carlos Vitale

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Carlos Vitale (Buenos Aires, 1953) se inscribe en la tradición de la esencialidad. Como poeta, firma una obra –recogida en Unidad de lugar (2004)– depurada, estricta, vinculada a un minimalismo vanguardista que bebe de Pizarnik y de Penna, de Borges y de Ungaretti, aunque su sentido de la intensidad lo emparienta también con autores dilatados como Dino Campana o Héctor Viel Temperley. En tanto que narrador, practica el microrrelato, ese género tan antiguo como la literatura –del que el epitafio acaso sea la primera manifestación–, pero que la posmodernidad, ensalzadora de lo fugaz y fragmentario, ha vuelto paradigma de lo actual. Descortesía del suicida compila todos los cuentos escritos hasta el momento por Vitale. A ese conjunto se ha llegado por acumulación: el libro, ganador del Premio de Narrativa Breve Villa de Chiva, conoció una primera edición en 1997, aunque, como el galardón hacía prever, su difusión fue escasa, si no nula; en 2001 se reeditó en la colección De Bolsillo, de Plaza & Janés, con una adición significativa de textos, hasta alcanzar los 75; ahora se publica en Candaya, con 99 piezas y un prólogo –insulso– de José Mª Merino.

El primer rasgo que caracteriza a Descortesía del suicida es el humor. La propia naturaleza del relato hiperbreve parece conducir a él: su concisión exige, para justificarse, un escorzo de ingenio que suscite la sonrisa. No le es difícil practicarlo a Vitale, heredero del esprit rioplatense. La ironía está presente desde las primeras composiciones, como “Las cuentas claras conservan la amistad”, en la que dos escritores acuerdan no leer sus obras respectivas para que un eventual juicio desfavorable no enturbie su incipiente amistad. No es ésta la única pieza que hurga en las risibles miserias de la sociedad literaria, que Vitale conoce bien por su triple condición de poeta, narrador y traductor. En “Un crítico de altura”, está leyendo en la calle una elogiosa reseña sobre su poesía aparecida en una revista italiana, cuando una paloma se le caga en la página. Con frecuencia, como en este caso, el destinatario de su mordacidad es él mismo. El yo aparece entonces zarandeado por incertidumbres y penumbras, por torpezas y desengaños, por lúcidas y, a veces, cínicas admoniciones. Vitale conoce –y ejerce adecuadamente– la regla que debe presidir la actividad del buen humorista: la primera víctima de la burla ha de ser uno mismo. En “Moebius”, por ejemplo, escribe: “A los once años comprendí que nunca sería un gran pintor. A los catorce, que nunca sería un gran futbolista. A partir de entonces he estado abierto a toda clase de decepciones”, una miniatura triste y jocosa, cuya gradación nos recuerda, aunque en sentido inverso, a esa otra con la que Dalí inicia La vida secreta de Salvador Dalí: “Cuando tenía seis años quería ser cocinero y a los siete, Napoleón. Desde entonces mi ambición no ha dejado de crecer”. En el humor de Descortesía del suicida no hay sal gorda, ni brochazos soeces, tan hispánicos. La risotada campesina y cruel del español, como ya denunciara Marcial, o su ingenio siniestro, son sustituidos por una sátira sutil y una contención filobritánica, que fía su eficacia a lo leve y lateral. La ironía de Vitale no es nunca unívoca, sino bifronte, multidireccional: por eso se aleja del chiste. A veces se refugia en lo paronomásico para alumbrar la sorpresa: elige una frase hecha y la retuerce, o la invierte, en busca de un efecto insólito. En “Recibir su merecido”, urde este retruécano: “Si mereces lo que tienes, ten lo que mereces”; y en “Pintada” transcribe este otro: “‘No a la pena de muerte, ni a la muerte de pena’. (Cipolletti, Río Negro, 1998)”. Pero los hallazgos del hispano-argentino, por burbujeantes que sean, traslucen un acerado pesimismo: bajo su cáustico fulgor, brilla la tiniebla. El ser es, en sus relatos, algo insignificante y desvalido, víctima de la humillación y el olvido. El humor negro, del que hay bastantes muestras en Descortesía del suicida, refleja esta desconfianza en la integridad de las personas y la entereza de las cosas. En el relato que abre el libro, y que le da título, una pasajera del metro, detenida en la estación, protesta por que los suicidas sean tan desconsiderados como para arrojarse a las vías en hora punta. Otras piezas se deslizan hacia lo existencial, con sequedad aterradora: “Todos creen que van a alguna parte”, reza “Ley de probabilidades”; y “El hombre invisible” dice: “Te alejas sin saber que existo. Me quedo sin saber si existo”. El aliento de la muerte se plasma en algunos epitafios, como los del cementerio de San Donato, en Frosinone, o de L’Escala, en Gerona, que transcribe en “Vade Retro” e “¡Y dale!”, y también este otro, que parodia –y transforma en despedida lapidaria– la engreída máxima de César: “Vine, vi y me fui”. Sin embargo, algunos relatos, exentos de estos dardos de sombra, conservan un espíritu ingenuo, un temblor inmaculado. En ellos, Vitale subvierte los planos de la realidad y descubre lo maravilloso en lo cotidiano. En “La puerta condenada”, rememora la aventura de un vecino del que se decía que había sobrevivido a un naufragio aferrado a una puerta, y confiesa que no deja de pensar “en ese hombre […], asido a una puerta por la que no es posible huir”.

Los relatos hiperbreves de Carlos Vitale son abrumadoramente breves. La radicalidad de su laconismo se constata en los muchos –treinta– que están compuestos por una sola frase. Aún más: bastantes de ellos exceden en brevedad a “El dinosaurio”, de Augusto Monterroso, cuyas siete palabras constituyen el paradigma del microrrelato. “Borrador” dice: “Debería pasarme a limpio”. Vitale llega a hacer metaliteratura de su nanoliteratura: “Era un cuento tan corto que el protagonista sólo entraba de perfil”, escribe en “Pecata minuta”. Sin embargo, esta suerte de monósticos no lo son, en realidad: todos establecen una relación dialéctica con el título, que les depara un apoyo, ya sea en forma de revelación o de antítesis. Uno dice así: “El candidato sonríe a los desmemoriados”; su título es: “La sonrisa de Drácula”. Sólo dos, “Isla de Gracia” y “Los crímenes de Arcobaleno”, que cierra el volumen, ocupan más de una página. En su urdimbre confluyen múltiples temas e influencias: hay espasmos líricos, que se manifiestan en los emparejamientos, las repeticiones y las paradojas, como en “Solo de sombra”, cuyo texto es un decasílabo: “La sombra de un pájaro, sin pájaro”; hay ecos del relato de intriga, con personajes misteriosos y enigmas por resolver: no en vano Vitale ha leído a Borges y a Camilleri, al que también ha traducido; pero, sobre todo, hay intertextualidad, préstamo, collage: Vitale acude a menudo a sus lecturas o a la historia de la cultura para tramar sus piezas: Borges, Quenneau, Eliot, Kafka, Vattimo, Woody Allen, Lermontov o Pietro Torrigiano, entre otros, salpican sus relatos y configuran un fresco, ceñido y plural, de sus intereses y obsesiones. Algunos de ellos recuerdan a piezas clásicas del género. Así, “Piedra de toque” (“¿Me molestó porque era verdad o porque no era verdad?”) remite a “Errata”, uno de los textos más afortunados de Crímenes ejemplares, de Max Aub, otro cultivador de las microscopías: “Donde dice: La maté porque era mía. Debe decir: La maté porque no era mía”. Pero no sólo en la literatura se inspira Vitale, sino también en todo cuanto constituye la gran página de la vida: en grafitis, en retazos de conversación oídos al azar, en noticias de prensa, en extractos de enciclopedias, en folletos publicitarios. “¡Quién fuera abeja reina!”, por ejemplo, transcribe un fragmento de un folleto sobre las propiedades de las plantas medicinales. Otro argentino, Esteban Peicovich, ha demostrado, en su excelente Poemas plagiados, que se puede componer literatura localizando textos sin pretensión estética, seleccionando sus fragmentos más aptos para la polisemia y asignándoles un título que los ilumine de sentido. Vitale lo hace con agudeza: con la misma con la que ha construido este libro poético, decepcionado y posmoderno, pero impregnado de aromas clásicos. ~

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(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).


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