Ingenio y caducidad

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Carlos Velázquez

Despachador de pollo frito

Ciudad de México, Sexto Piso, 2019, 136 pp.

Como palabra primera, desmentir que la obra narrativa de Carlos Velázquez (Torreón, 1978) pertenezca al género de la “literatura norteña”. Si tal categoría existe y en efecto rebasa las tramas editoriales de superventas y los tópicos de balaceras, buchonas y esa muy macha melancolía masculina en parajes desérticos, Velázquez ha conseguido ponerla en crisis escarneciéndola o procurando que el registro literario se expanda y contradiga sus columnas constitutivas, un poco al modo de Daniel Sada. La literatura de Velázquez es posible sin Coahuila, como en El pericazo sarniento (selfie con cocaína) (2017) y, en el que quizás es su mejor relato hasta la fecha, “Muchacha nazi”, una disparatada historia de lujuria, mala suerte y lucha de clases con que se abre La efeba salvaje (2017), su penúltimo libro de cuentos. “Muchacha nazi”, además de ser un agradecido gesto a Fogwill, prueba la capacidad de Velázquez para ambientar historias nada menos que en la Ciudad de México, la bestia negra, centro y némesis al que se niega pertenecer y adonde aparentemente odia regresar. Ya que lo logra allí, lo consigue también en las ciudades a las que el narrador –a veces el autor, y volveré sobre esto más adelante– es invitado para conversar en ferias del libro, o donde aterriza en busca de cocaína.

Si Velázquez se acoge a alguna genealogía, esta es la de escritura salvaje, que tiene a México como república literaria por excelencia. La tierra donde decenas de gringos y europeos hacen de la experiencia y la literatura una misma cosa durante el siglo XX y, en un gesto ya inocentón, estiran las posibilidades de supervivencia humana entre drogas ignotas, zafios tiroteos, percepciones metafísicas y viajes inconcebibles en sus propios países. Velázquez parece haber sido buen lector de los Artaud, los Lowry, los Miller y los beatniks, y ha destilado de ellos esa inocencia compasiva con la que el blanco llegaba a su Disney para adultos. Y –todo hay que decirlo– ha mandado ese destilado al carajo, para buena fortuna y alivio de escritor y lector. Como en las querencias íntimas de los aventureros primermundistas, sin embargo, el santo y seña de la literatura de Velázquez es aquella vena, entre populista y vitalista, profundamente antiintelectual, bien avenida con el humor altanero y la habilidad para contar, resumida también en un rechazo categórico a la retrospección y el regusto a idiosincrasia o clase social. Una suerte de revisión del grotesco rabelesiano desde las contradicciones de un escritor incrédulo, socarrón y muy contemporáneo en esa celebración de su propia procacidad y en el humor corrosivo contra cualquier forma de politización, sea esta el veganismo, el marxismo o la militancia cibernética. La valía de la aventura contemporánea de Velázquez triunfa en su disidencia con cualquier experiencia colectiva: su hiperindividualismo es su potencia más expansiva.

Este solipsismo iconoclasta ha dejado marcas en la escritura y no siempre son satisfactorias. Por eso, tal vez la gran pregunta que despierta Despachador de pollo frito, su más reciente libro de cuentos, es si es posible escribir por fuera del estilo. O contra el estilo, da lo mismo. Y en este desafío, el autor logra lo mejor de sí, pero derrapa hacia su propio despeñadero. Los cinco cuentos aquí reunidos se valen de narradores omniscientes o en primera persona, a cargo de la apertura del argumento o de completar su información, y son relevados sin demora por largos diálogos, que alternan el desarrollo de la acción y labran los personajes. Salvo “La vaquerobvia del Apocalipsis (Cagona star)”, una sátira del habla y el humor travestis que caduca a la tercera página por predecible, las narraciones del autor no tienen desperdicio: están repletas de ocurrencias afortunadas. El mejor relato, “Paul McCartney for dummies”, absorbe la leyenda de una réplica del exbeatle que toca en vivo. “Desnucadero” cuenta el amorío de un triste funcionario con Yadira, una mujer de cuarenta años, obsesionada con el EZLN y de infinita voracidad sexual: “Nos desnudamos y cogimos con tal empeño que pudieron habernos filmado y después transmitido el video por National Geographic. Y su mamá estaba ahí, a menos de quince metros, frente al televisor. Un ratote después nos llamaron a comer y cuando me senté en la mesa del comedor la mamá me sonrió. Sin un gramo de hipocresía. Me sonrió con ternura genuina. Recién en ese momento me enteré que la posmodernidad había llegado a mi pueblo”, escribe el narrador y remata, algo después: “Más que convertirme en socio lo que me indignaba era que quisieran empatarme con una comunista. Hay que tomar partido en esta vida. No puedes ser pudiente y marxista.”

“Schade deconstruido” recrea la historia de una patética camerata de ciudad mediana, dirigida por un insolente dado al travestismo, la infracción sexual y la megalomanía. El director Salomón Schade había estudiado en Viena pero había perdido el rigor, ofuscado por los vítores de Tatahuila, su ciudad. El otrora sumiso asistente de Schade urde con una travesti ultrajada la venganza perfecta para intentar salvar a la orquesta de la tiranía del sexópata. Finalmente, el cuento que da nombre al libro refiere la cómica y tristísima deriva de Mr. Bimbo, empleado de kfc y adicto a la piel de pollo de aquellos locales, quien abandona a su mascota piraña para vengarse de su jefe, Evaristo, después de que este lo ridiculizara tras enterarse de que su hijo otaku había sido sodomizado por Bimbo con un hueso de aguacate.

Velázquez no pierde la oportunidad de incrustar oleadas de humor corrosivo: una parte no menor de algunas de sus desternillantes bromas procede del ridículo que su propia figura, escritor, cocainómano, comedor, bebedor y norteño, provoca tanto en la ficción como en escritos autobiográficos: no parece haber modulación alguna entre el Velázquez que inventa y el que registra acontecimientos reales. No hay pudor ni solemnidad alguna en los cuentos, las crónicas o las costumbres de un narrador que sabe que su madurez radica en la insolencia contra sí mismo, contra ciertas convenciones reaccionarias o progresistas y, en última instancia, contra una cierta idea de la literatura, aquella que estipula que esta no es más que la convicción de un estilo. Su truculencia y osadía radican en la defensa de que la última posibilidad de la escritura es la refutación de la sutileza, de que el justo resguardo de las letras es la reacción ante lo estetizante por mano de lo patibulario: en esta vía, opta por sobreexponer lo elíptico y saturarlo de grasa, sangre o semen. El problema aparece cuando tal ingenio se repite y da vueltas sobre sí mismo, hasta mutar en una suerte de reflejo no condicionado cuya efectividad depende solamente de una estridencia facilona. Algo de lo que sufrieron quienes precedieron a Velázquez en esta forma de estetización, la de la contra, y la volvieron un recurso esperable y casi ingenuo. ~

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es crítico literario en Letras Libres e investigador posdoctoral.


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