Libro de los trazados, de Vicente Valero

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Libro de los trazados, de Vicente Valero (Ibiza, 1963), se acoge a tres grandes tradiciones, ciertamente emparentadas: el romanticismo, el simbolismo y la mística. Las tres creen en una realidad trascendente, hacia la que se dirige el yo; una realidad superior e invisible, en la que el ser individual pugna por diluirse, con la paradójica esperanza de hallar, en esta disolución, la plenitud. Todo alberga, pues, otra cosa: los objetos, los animales, los paisajes son lo que son y, a la vez, más, o distintos: habitáculos de una sustancia sin tiempo y sin razón. Libro de los trazados refuta el principio aristotélico de identidad: todo es uno y su contrario, o todo es uno y lo que no es uno, o todo es todo. La mística de Juan de Yepes, secularizada por Valente y Juan Ramón, ha perdido su eje supraterreno, pero mantiene en Valero su ímpetu ascensional y su voluntad de comunión. Los resplandores románticos alumbran una conciencia que crepita y se consume, y que alivia sus humores desaforados en una naturaleza sapiente: el mundo es cuerpo, y cuerpo que discierne, con el que ansía unirse nuestro cuerpo. Libro de los trazados describe la confluencia ontológica, el ensamblaje de los elementos del mundo físico y del mundo espiritual: en un poema, por ejemplo, el alma se identifica con las nubes, el aire y las sombras; y hacia el final de la última sección leemos: “El espíritu del agua/ y el espíritu del sueño/ son lo mismo”. Abundan las paradojas y las sinestesias, como expresión del impulso reconciliador: en este fragmento del poema “Mujer lejana” se acumulan las realidades contradictorias, si no imposibles: “toca el mar,/ el mar que está en el pozo, vacío, sin salida,/ como una sombra más de este desierto”. ¿Un mar en un pozo? ¿Un mar en un pozo vacío? ¿Un mar en el desierto? En cuanto al desorden perceptivo que supone la sinestesia —pero que trasluce otro orden, subterráneo—, lo advertimos en el perfume de la luz o en el “silencio oscuro”. Dos rasgos formales más ayudan a cohesionar el conjunto: la escansión impar y la repetición de ciertos motivos léxicos —”sin saber”, “sin descanso”, “muchas veces”, “a solas”, “a oscuras”—, que pespuntean todo el poemario, y que transmiten la obsesión por el tiempo, la soledad y la ignorancia.
     Bajo este paraguas de rasgos y propósitos comunes, Libro de los trazados se ofrece como un libro plural. Cada una de sus cinco partes supone una modulación de esa ansia inquisitiva y fusionante. La primera, “La subida”, de inmediatas resonancias sanjuanistas, constituye la narración del ascenso, por un bosque, a una cima lejana. Se trata de una escalada real, sin duda, en la que los árboles, el camino y la luz son manifestaciones tangibles del cosmos, pero también de una progresión simbólica, en la que esas mismas realidades representan un estado espiritual. Todo se tiñe de un fulgor anímico, que irradia un núcleo sólo perceptible por ojos no carnales. El yo, espoleado por “los animales blancos de la imaginación”, persigue “lo que existe después de lo que existe”, lo que está “más allá de la luz”. Su reactivo más eficaz es la soledad; la conciencia de su unicidad invencible constituye el detonante de la revelación: “Cómo aspirar de cada cosa/ el perfume secreto/ de lo que ha estado siempre y se revela/ en lo más alto y puro/ de nuestra soledad…”. Y esa revelación —esa penetración momentánea y eterna en lo superior— conduce a la enajenación palingenésica, a un renacer del yo que es, en la mejor tradición mística, un anular el yo: “un ejercicio imprescindible, el último,/ para ascender, volar,/ salir ya para siempre de uno mismo,/ empezar otra vez, ser tallo/ tierno, o brote/ todavía”. La subjetividad, no obstante, nunca es ajena al dolor: la certidumbre del sufrimiento se manifiesta en ese mismo instante de percepción deslumbrada: “No hay primavera sin dolor,/ ni dolor verdadero/ que no florezca milagrosamente […]./ En el dolor también/ crece la hierba […]/ En el dolor todo se ve, desnudo,/ sin límites, muy lejos/ o muy cerca”.
     La segunda parte del libro, “Taller de paisajistas”, esconde en sus lecciones de pintura un tratado sobre la mirada. Para encontrar lo que subyace a lo visible, sus doce poemas reclaman un mirar diferente: “lo que buscamos”, afirma Valero, “está […] en el fluir secreto”, y exige una nueva disposición de los sentidos, horadante y ácuea. Hay que mirar más allá, lo que no se ve; y para ello debemos, incluso, cerrar los ojos. No hay sinrazón en esta propuesta, que concuerda con las enseñanzas de la mística y el zen: al igual que los arqueros budistas dan en la diana con los ojos cerrados, el poeta propone aprehender lo esencial soslayando el estrépito de la forma. En el poema “La insistencia” leemos: “Hay que insistir entonces, muchas veces,/ con los ojos cerrados si hace falta,/ pintar sin ver lo que sabemos,/ dar forma a los colores invisibles,/ mirar el cielo así, de otra manera…”. Pero no sólo la vista interviene en el mirar; todo el yo se proyecta en él. Las pupilas arrastran al ser entero, que se funde con lo mirado y renueva el abrazo con el mundo: “No somos más que lo que busca ser/ mirado y comprendido por nosotros/ […] somos también lo que no vemos:/ aquello que pintamos muchas veces/ sin saber cómo es”. Sin embargo, la ambigüedad está siempre presente en el libro y, en versos que demuestran una constante preocupación por lo alto —el sol, el cielo, los pájaros—, aparecen colores falsos, volúmenes incomprensibles, formas espectrales, como la del poema “Mujer lejana”: “una mujer que ya está muerta […],/ aunque salga a tender la ropa muchas veces,/ una mujer que no se ve…”.
     La tercera parte, “Curva en el camino del bosque”, constituye una emocionada elegía por la hermana muerta y, al mismo tiempo, una aguda reflexión sobre el dolor humano, que se vuelve un territorio, un lugar. Resuena en las palabras del poeta el motivo bíblico del lachrymarum valle: las sombras “a solas valleaban“, nos dice. El lenguaje adquiere inflexiones más graves, pero no deviene funeral: sigue hablándonos del sol y los caminos, de la mañana y la luz, de las flores y el mar. El planto —un destilado verbal de sobrecogedora pureza— no ensalza las virtudes humanas del ser amado, sino su latido, su aroma, su presencia interminable. El caminar en soledad y silencio se torna metáfora del sufrimiento, pero no conduce a la desesperación. Por el contrario, revela un extraño sosiego, y hasta me atrevería a decir que un júbilo agridulce, fruto del panteísmo del poeta: en su andar siembra por doquier al ser ido, que arraiga en la tierra y en el aire, como ceniza luminosa. Pero el dolor es fuerte, y los versos fluctúan permanentemente entre la exaltación y la negrura. Aparecen nuevas obsesiones léxicas, ritornellos sombríos, carcoma de palabras; uno de ellos, “mientras tú te morías”, transmite, merced a su repetición y al tiempo imperfecto del verbo, lo prolongado de la agonía y la imposibilidad de revertirla. La muerte, igual que cualquier otro espacio atisbado por Valero, se concibe como un ámbito indescifrado, que oculta otra realidad: es un lugar adonde ir: “Y acudo, entro/ en este territorio/ compartido […]/ qué noche puede haber allí,/ tan firme, tan segura de sí misma,/ como para que yo/ y mis tristeza entremos cada día/ muchas veces, subamos/ de nuevo y dulcemente, a solas,/ para ver…”.
     Las partes cuarta, “Voces para una danza infinita”, y quinta, “El río”, son las más breves del conjunto. En los cinco poemas de la primera, Valero ofrece un retrato del alma con voluntad axiomática, sapiencial: “El alma es sólo lo que vemos cuando suena la música”. Los motivos de la humedad —la lluvia— y la sequedad —el desierto— entretejen la sección, en un juego de contrarios que pretende definir lo indefinible, lo que es hosco y cercano, absoluto e incomprensible. El río, por su parte, se erige en metáfora de la vida: es lo que fluye y desaparece, lo sinuoso y lineal, lo siempre igual y siempre diferente, como el ser; una imagen adecuada a la dicción fluvial —mansa y potente a la vez— de Vicente Valero. Inevitablemente resuenan en esta parte la voz de Manrique y la doctrina de Heráclito. E inevitablemente también acarrea el río de su palabra el recuerdo de lo vivido: “aquel que fuimos cada día/ vuelve para contarnos/ en qué lugar del bosque se extravió”. –

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(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).


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