Más allá de los rincones sombríos

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Sala Negra de El Faro

Crónicas negras desde una región que no cuenta

México, Aguilar, 2014, 350 pp.

De la misma forma en que al estadounidense promedio le tienen sin cuidado los sucesos sangrientos que ocurren al sur del río Bravo, al mexicano común le preocupan muy poco las convulsiones de Centroamérica, esa hilera de países que serpentea hasta perderse en el rincón más alejado del que consideramos nuestro propio traspatio. El racismo que impera en nuestra relaciones con guatemaltecos, salvadoreños y hondureños nos impide dotarlos de identidades y esencias diferenciadas; sus contrastes –y numerosas similitudes: el idioma que nos hermana, por ejemplo– se funden en la figura del Migrante, el bulto tostado por el sol que viaja sobre el techo de un tren, o el harapiento que pide limosna en un crucero del Altiplano, o la pila de huesos que se blanquea sobre la arena del desierto. Carne de coyotes, en estas tierras; reflejo del subdesarrollo, en las propias.

Centroamérica –y esto no es ninguna sorpresa– es una de las regiones más peligrosas del mundo. Dictaduras, gobiernos corruptos, guerras civiles e intervenciones militares han desgarrado el tejido social de los países que la conforman y sometido a sus habitantes a incontables formas de violencia, donde una de las más crueles es la de la invisibilidad. Esto lo sabe bien la red de periodistas que conforman la Sala Negra del portal elfaro.net, quienes desde 2011 publican, en forma digital, textos de largo aliento que los reporteros de países supuestamente aventajados en materia de libertades civiles y de recursos financieros –como lo es el nuestro– deberían tomar como ejemplo. Estos textos, recientemente reunidos en el volumen Crónicas negras desde una región que no cuenta, no son, al contrario de lo que el adjetivo “negras” podría indicarnos, historias que se refocilen en la truculencia de las desgracias colectivas o individuales, sino trabajos que revelan, bajo una luz brava y dolorosa, las repercusiones de la guerra y de la miseria que trae consigo.

Los dieciocho textos que conforman estas Crónicas negras dan voz por igual a bachilleres salvadoreñas violadas en masa por sus propios compañeros de escuela, como a funcionarias destituidas y amenazadas por intentar depurar el sistema policial hondureño. Nos cuentan las historias de enfermos mentales encerrados de por vida en manicomios penitenciarios, de sicarios arrepentidos que se convierten en testigos protegidos, de pandilleros de doce años capaces de matar a machetazos; de pescadores nicaragüenses que se enriquecen cuando encuentran un bulto de cocaína flotando mar adentro. Crónicas que dan voz al policía y al asesino –a menudo la misma persona–; a los integrantes de la Mara Salvatrucha y a los del Barrio 18; a madres de universitarios ejecutados por la policía y a madres que han sobrevivido los ataques de un hijo psicópata; a los narcos bananeros, hinchados de dólares y whisky importado, y los narcos lumpen, campesinos desalojados de sus tierras por las transnacionales y obligados, por el hambre, a trabajar para los lores del crimen.

Abunda, en este conjunto de relatos, el reportaje extenso que sutura con hilo fino los testimonios, los informes de agencias internacionales y sus cifras, y las experiencias personales para explicar fenómenos tan complejos como la explosión de las maras en El Salvador y Honduras, como lo hacen Carlos Martínez y José Luis Sanz en “El Barrio roto”, y Óscar Martínez y Juan Martínez, en “La espina del Barrio”. Óscar Martínez, en solitario, realiza en “Guatemala se escribe con zeta” una verdadera cronología de las formas que el narcotráfico ha adoptado en dicho país, que inicia con la aparición de microempresarios locales de la droga y que culmina con el vasallaje impuesto por mexicanos sin escrúpulos y con ambiciones monopólicas.

Hay también trabajos más arriesgados, casi atípicos en el periodismo encorsetado que nos hemos acostumbrado a leer en México, como la crónica “La locura de El Malvado” de Daniel Valencia Caravantes, un texto híbrido que coquetea con el subjetivismo –“pecado mortal” del diarismo más rancio– pero que presenta un relato elocuente de un niño abandonado que se convierte en un multihomicida fúrico al que su propia banda condena a muerte. O la crónica “Ser nadie en tierra de narcos”, del ya citado Óscar Martínez, quien aprovecha la estructura circular del cuento clásico para narrar las desventuras de una comunidad indígena arrancada de sus tierras del Petén guatemalteco, zona que por su condición de frontera con México se ha convertido en la puerta dorada de todo tipo de contrabando. Asimismo, las crónicas de Roberto Valencia –pienso en “La triste historia de un reclusorio para niños” o en “Barrio Jorge Dimitrov”– aprovechan con tino los variados recursos de la tradición literaria latinoamericana para construir relatos en donde los protagonistas no son víctimas lacrimosas o villanos melodramáticos sino personas que luchan por encontrarle sentido a la sinrazón de este mundo. Las crónicas de Valencia (y en general los trabajos de los autores aquí reunidos) no apelan solo al “vómito de números” que tradicionalmente se le exige al periodismo, esa avalancha de datos duros y cifras que las más de las veces atonta e insensibiliza, que actúa como una coraza “que impide escuchar los latidos de un lugar”. Incluso los asesinos de estas historias –con apodos inolvidables como “Sherlock”, “Hamlet”, “Little Scrappy” o “El Niño”– son presentados por Valencia y el resto de los autores como seres que hablan y piensan, que odian, aman y se arrepienten, y no solo como soldados condicionados a disparar a ciegas.

Crónicas negras desde una región que no cuenta es un libro indispensable para el lector que, más allá del racismo y de los prejuicios, intenta comprender lo que sucede allende las endebles fronteras de un México acribillado. Y es indispensable no porque sus autores nos presenten aristas inéditas de la crueldad humana (la que los mexicanos ya contemplamos con indiferencia), sino justamente porque son historias tan semejantes y tan cercanas a lo que vivimos que funcionan como un espejo: del río Bravo para abajo, comprendemos al leerlas, todo es cementerio.

Es un libro ejemplar, también, para el periodismo narrativo mexicano: no solo por la ejecución implacable de las técnicas reporteriles y narrativas, o por la parsimonia que requirió su ensamblaje –en algunas de estas crónicas, nos informa la cuarta de forros, “se invirtieron más de seis meses de trabajo”, lo que en términos periodísticos significa un esfuerzo semejante al de un escritor que le dedica cinco años a una novela–, sino también porque se aleja de la cursilería y el victimismo al que los medios de comunicación mexicanos recurren incansablemente y a cuyos efectos ya somos insensibles. Lo que el equipo de Sala Negra nos demuestra es que la escritura misma puede convertirse en una forma de resiliencia, en una manera de entender y de hacer entender: escribir para esclarecer los rincones sombríos de nuestra América. ~

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(Veracruz, 1982) es periodista, editora y escritora. Este año publicó dos libros: Aquí no es Miami (Almadía/Producciones El Salario del Miedo/UANL) y Falsa liebre (Almadía)


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