Por sus ideas, conocieron la persecución o el exilio, fueron marginados o se jugaron la vida. Hablamos de Spinoza, Olympe de Gouges, Simone Weil o Sócrates. Filósofos, pensadoras, escritores que Víctor Gómez Pin (Barcelona, 1944) ha reunido en un volumen, El honor de los filósofos, editado por Acantilado. El ensayo es un discurrir por hombres y mujeres que mantuvieron fidelidad a sus teorías, a sus tesis, sus criterios, tantas veces incómodos con las costumbres de su tiempo, con un orden social hegemónico. Gómez Pin presenta sucesos clave en la vida de autores como Leibniz o Tomás Moro, que nos sirven para comprender lo difícil que ha sido llegar a conocer nuestro mundo tal como lo conocemos. Un mundo que siempre ha tenido sitio para integristas y dogmáticos, para quienes temen nuevas miradas, nuevas voces, ya sea en la Iglesia o en la política, y también, contra ideas consabidas, en la ciencia o en el arte. Es este un enfoque interesante, que evita cualquier discurso naíf sobre el asunto que aquí se trata.
En El honor de los filósofos leeremos nombres que fueron ejemplo de lucidez y de inteligencia, pero también de valor; antepusieron sus principios morales y su honestidad intelectual a sus propios intereses, a su propia conveniencia. Así lo cuenta Víctor Gómez Pin de Aristóteles, quien, por sus convicciones, tuvo que exiliarse de Atenas en dos ocasiones. La segunda, para no volver. La primera vez que el filósofo macedonio huyó de Atenas viajó a Anatolia, donde se intuye que recopiló la información necesaria para trabajar sus estudios biológicos. Aristóteles escapó de Atenas por el recelo de los atenienses respecto de los macedonios, un recelo que creció con la llegada al poder del partido antimacedonio, cuyos integrantes consideraron a Aristóteles un hombre sospechoso de “insumisión”. Cinco años pasó el filósofo en el exilio hasta que pudo regresar, aunque no a Atenas, sino a Macedonia, donde Filipo II le presentó a su hijo Alejandro. Años después, Aristóteles tuvo que exiliarse de nuevo, por una razón similar a su primer exilio: la guerra que Atenas declaró a Macedonia. Fallecido Alejandro Magno, los atenienses aprovecharon para contrarrestar el poder de los macedonios. Aristóteles es calumniado e incluso acusado del asesinato a su sobrino, Calístenes de Olinto. Escribe Gómez Pin que “regida por tales principios, Atenas vendría a ser marco paradigmático para el despliegue de la vida humana. Pero es precisamente a quien la había proyectado como ese espacio admirable, al Aristóteles ya debilitado por la enfermedad, que Atenas calumnia, repudia y fuerza al destierro”.
Emocionante e interesante también resulta el relato de la vida de Tomás Moro, encarcelado en la Torre de Londres por posicionarse, incluso con conocimiento de que le perjudicaría, contra los deseos de Enrique VIII. Tomás Moro, como es de sobra conocido, fue decapitado. En su historia convergen luchas de intereses entre el poder religioso y el poder civil, encarnados en la figura del papa y de Enrique VIII, respectivamente. Aunque el monarca fue una especie de protector e incluso cómplice en la vida personal de Tomás Moro, este decidió no firmar el documento que apoyaba la disolución del matrimonio de Enrique VIII y Catalina de Aragón. Gómez Pin recoge una teoría de Churchill, quien dijo que “la resistencia de Moro (y Fisher) a la supremacía real en el gobierno de la Iglesia era una heroica postura. Eran conscientes de los defectos del sistema católico existente, pero odiaban y temían el agresivo nacionalismo que destruía la unidad del cristianismo. Vieron que la ruptura con Roma acarreaba el riesgo de un despotismo libre de toda atadura”. Tomás Moro tuvo que escoger entre el deber o el interés personal, y optó por lo primero.
Olympe de Gouges, escritora francesa, autora de la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana también fue decapitada. De Gouges defendió la abolición de la esclavitud y fue partidaria de los ideales de la Revolución, aunque no compartió ni la violencia ejercida ni la respuesta autoritaria de Robespierre o de Fouquier-Tinville –este último fue quien decidió mandar a la escritora a la guillotina, al igual que hizo con el propio Robespierre–. Por apostar por otra revolución, serena y sin ajusticiamientos ni sangre derramada, fue acusada de monárquica por algunos destacados revolucionarios. Además de insultada y calumniada, fue despreciada con comentarios sexistas, como el que se refería a ella como “blandengue y llorosa, (…), débil, temblorosa”. Fue asesinada, en 1793, por sus compañeros de revolución. Un hecho que nos recuerda los complejos matices de la historia y de los ideales.
Cierra el volumen –al margen de un epílogo– un capítulo dedicado al escritor Marcel Proust, que supo sobreponerse a la adversidad en aras de la creación literaria, del oficio de la escritura. Aprovecha Víctor Gómez Pin en este capítulo para analizar la obra del escritor y reflexionar sobre ella. Con apuntes sagaces y oportunos, aunque sean habituales, como en el resto del ensayo, digresiones que a menudo dificultan la atención de la lectura. En el epílogo de El honor de los filósofos nos encontramos con un notable ejercicio de síntesis sobre la lección que recorre la obra: por qué hay quien, a pesar de las dificultades –la condena social, la humillación, la pena de muerte–, no cede en ideas que cree beneficiosas para el interés general y fundamentadas con argumentos racionales. En este sentido, el autor profundiza en conceptos como el de la “esperanza” en los creadores o en la razón por la que se persigue o reprime a quien piensa desde otra perspectiva.
El propósito de El honor de los filósofos está claro: retratar la vida de filósofos que fueron esenciales para el progreso moral, y cuyas obras e ideas contribuyeron a mirar nuestro mundo desde nuevas ópticas y dar luz a las oscuridades, tanto a las intelectuales como a las materiales.
El honor de los filósofos.
Víctor Gómez Pin.
Acantilado, 2020. 600 páginas.
Gonzalo Gragera es poeta y colabora en The Objective, Clarín y el Diario de Sevilla.