Foto: Tânia Rêgo/Agência Brasil, CC BY 3.0 BR, via Wikimedia Commons

Beatriz Sarlo: la juventud permanente

Para la escritora argentina Beatriz Sarlo (1942-2024), la orilla fue una forma de posicionamiento intelectual de cara a un presente que analizó con humildad y coraje.
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Beatriz Sarlo murió el martes 17 de diciembre en Buenos Aires a los 82 años. Se va sin publicar su autobiografía, que se iba a llamar No entender. Puede que el título suene a falsa humildad en alguien de opiniones fuertes sobre casi todo, pero refleja bien su forma de escribir y de pensar, guiada por una curiosidad genuina e inagotable.

Sarlo nació en 1942 en la misma ciudad en la que murió y en la que vivió toda su vida. Aunque tuvo largas estadías en distintas ciudades del mundo, siempre decía que no podía estar demasiado tiempo alejada de Buenos Aires. Allí hizo la escuela primaria y secundaria en un colegio inglés de Belgrano. Allí estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Allí hizo sus primeras incursiones en el mundo editorial, en la Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba), y en el de la gestión cultural, en el Instituto Di Tella. Allí estuvo a cargo de revistas culturales que fueron fundamentales para la formación intelectual de varias generaciones; primero Los Libros, con Carlos Altamirano, Ricardo Piglia y Héctor Schmuckler; después Punto de Vista, por la que pasaron todos los nombres que, tarde o temprano, marcaron el desarrollo del pensamiento en la Argentina. Y en Buenos Aires, también, se hizo cargo, con el retorno de la democracia en 1983, de la cátedra de Literatura Argentina en la UBA, modificando para siempre la forma de leer a autores como Borges, Puig y Saer.

Sarlo eligió la orilla como metáfora para entender la literatura de Borges, reincorporando la dimensión local que las lecturas universalistas, una vez hecha su fama en el exterior, borraban. La orilla, explicaba, era la condición periférica que permitía al escritor argentino tratar con irreverencia toda la cultura occidental. Y la orilla fue también el método de Sarlo y su sensibilidad: tenía un ojo inigualable para detectar en su momento germinal las ideas que después se volverían tendencia, como hizo con las teorías de Raymond Williams, Frederic Jameson, o Edward Said, pero las utilizaba, más temprano que tarde, para tratar de entender el verdadero objeto de su obsesión: la Argentina. La orilla fue también su forma de posicionamiento intelectual: escribía sus notas para la revista Viva mientras preparaba las clases magistrales que daría en Cambridge; discutía sobre literatura, música o política en una fiesta o en un programa de televisión del prime time con la misma pasión y falta de condescendencia con la que lo hacía en sus clases de la UBA.

Es difícil hacerle justicia a una vida tan intensa en pocas palabras. Sarlo vive no solo en sus casi treinta libros y en sus innumerables artículos en revistas académicas y populares, en diarios nacionales e internacionales, sino también en centenares de entrevistas, en clases grabadas y transcriptas, en intervenciones televisivas memorables, en memes. También vive en sus discípulos, que enseñan y discuten su obra en las universidades argentinas y latinoamericanas, pero también en las más importantes de Estados Unidos y Europa. Beatriz Sarlo es desde hace muchas décadas una de las intelectuales de habla hispana de mayor impacto en todo el mundo. El lector podrá hacer su propia búsqueda. Aquí quisiera detenerme en algo que considero un rasgo definitorio de su personalidad: la juventud permanente.

Aunque la división en etapas (período juvenil, de adultez, maduro) es siempre una arbitrariedad de la crítica, se trate de un músico, un pintor o un intelectual, en el caso de Sarlo es directamente impensable: ni sus ideas ni sus posiciones políticas responden a una teleología clara; van y vienen, se contradicen, se discuten a sí mismas. Siempre fue el presente lo que dictó su agenda, no por un afán de estar a la moda sino por una mezcla justa de humildad intelectual y coraje. Humildad para aceptar que en el presente, por más mediocre que parezca, siempre puede surgir algo nuevo; coraje para analizarlo en simultáneo, a sabiendas de que sus explicaciones serían equivocadas o, cuanto menos, mejorables.

Sin identificarse explícitamente con el feminismo, se fue a vivir sola a los 17 años en una Argentina aún muy conservadora. Confesó públicamente haber practicado abortos cuando el aborto estaba lejos de ser legal. Se acercó y se alejó y se volvió a acercar al peronismo; en la década de 1970, militó en el Partido Comunista Revolucionario (PCR), que estuvo a cargo inicialmente del financiamiento de Punto de Vista. Editó y distribuyó clandestinamente la revista durante la dictadura militar, incluso después de que asesinaran a toda la directiva del Partido. Admitió, en esa misma revista una vez retornada la democracia, los errores de su generación (“Hemos aprendido dolorosamente que pedir lo imposible no implicaba conseguir lo posible, sino, por lo general, todo lo contrario”) y se comprometió públicamente con cada figura política que encarnara, aun imperfectamente, el liberalismo de izquierda que promulgó hasta su muerte, desde Raúl Alfonsín hasta Elisa Carrió.

Su amor por las vanguardias estéticas, que muestra en libros como Una modernidad periférica (1988) o La imaginación técnica (1992), no la hizo perder de vista nunca los consumos populares, que analiza en libros como El imperio de los sentimientos (1985) o La pasión y la excepción (2003). De esta forma negociaba su afinidad por las intervenciones estéticas disruptivas con las masivamente aceptadas, o en otras palabras, el presente deseado con el presente real. Logró, incluso, imponer un orden sobre el otro, al instalar, por ejemplo, la prosa árida de Saer dentro del canon literario nacional, o al reconocer tempranamente las virtudes literarias de Selva Almada, que hoy es recomendada hasta por Dua Lipa.

Aunque, como dije antes, Sarlo era antes que todo una apasionada de la Argentina, su trayectoria intelectual fue siempre enemiga del nacionalismo. En su libro autobiográfico Viajes, confiesa que el desembarco del ejército argentino en las islas Malvinas, que iniciaría la guerra con Inglaterra en 1982, fue uno de los hechos más traumáticos de su vida política durante la última dictadura militar. Su posición contraria a la toma de las islas “implicaba formar parte de un grupo casi invisible”. El acompañamiento de la sociedad argentina a esa aventura delirante fue prácticamente unánime: el dictador Galtieri habló a una de las plazas de Mayo más numerosas de las que se tenga memoria; los dirigentes de los partidos políticos, salvo contadas excepciones, se pronunciaron en la misma línea; varios exiliados a causa de la misma dictadura que llevó adelante el operativo (responsable, además, del asesinato de gran parte de sus compañeros de ruta) firmaron documentos que, a pesar de todas sus reservas, adhirieron a la causa nacional. “Nunca me sentí más lejos del país donde vivía que en esos meses en los que todo había sido eclipsado por la ilusión de que guiada por la dictadura, la Argentina vencía a Gran Bretaña. Esa fantasía colectiva fue mi pesadilla”, escribe Sarlo, y con esa declaración replica el título del capítulo del libro, “Una extranjera en las islas”. La causa Malvinas la convirtió en una extranjera en su propio país; las islas, a las que viajaría en 2013 para cubrir el referéndum en el que los isleños se pronunciaron en un 99% a favor de pertenecer a Gran Bretaña, le harán experimentar la extranjería en el mismísimo territorio que se reclamaba como propio. Sarlo recorre las islas como un fenomenólogo analizaría las experiencias sensibles, intentando dejar de lado sus prejuicios, viendo qué de ellas podría identificarse con su país. El paisaje, es cierto, le recuerda a la Patagonia. Los homenajes a los caídos del ejército argentino la sensibilizan. Y aun así, las islas le parecen extranjeras por su lengua, por su cultura, su demografía y sus costumbres: “No me pronuncio sobre su soberanía, sino sobre aquello que construye, día a día, lo que aprendimos a valorar: la densidad de la vida cotidiana”.

Sin embargo, el viaje tendrá un momento de inflexión. Durante su estadía, Sarlo se hospedó en la casa de una familia local, sospechando que de esa forma tendría un acercamiento privilegiado al punto de vista de los isleños sobre el referéndum. La actitud esquiva de las hijas de Joost, su anfitrión, que desviaron la conversación cada vez que la escritora intentaba llevarla a su objeto de interés, volvió ilusoria esa pretensión. La anteúltima noche en las islas, sin embargo, cuando ya no esperaba nada nuevo de los habitantes de la casa, la suegra de Joost, que estaba de visita, le ofreció “sin quererlo o quizá con astucia, la mejor historia”. Ann Chiswell tomaba un martini cuando Sarlo regresó a la casa después de un día de trabajo. La conversación que tuvieron le trajo inmediatamente una reminiscencia, aunque imprecisa, un eco muy lejano: “No podía separarme de los sonidos que pronunciaba Ann y solo seguía lo que estaba diciendo como si sucediera en un segundo plano, un plano menos importante”. El cambio súbito de lengua interrumpe de manera brusca ese extrañamiento: “Decime, ¿vos de qué barrio sos?”, pregunta la inglesa, y la frase se convierte en una epifanía: “Como si me hubieran iluminado, entendí todo”. El eco lejano era de su infancia:

Ann hablaba inglés con el mismo acento con que lo hablaban mis profesoras del Belgrano Girls’ School, el acento del inglés de Belgrano, un poco arcaico, hipercorrecto, donde no se perdía un sonido y todo era filoso y límpido. Y el castellano que usó para hacerme la pregunta también era el viejo castellano de Belgrano, de esas familias de origen británico, cuyas hijas cabalgaban entre dos culturas mientras enseñaban la lengua de sus abuelos.

En ese recóndito lugar del planeta en el que se siente extranjera Sarlo se reencuentra, irónicamente, con las voces de su infancia. La suegra del isleño que lo alojó había sido alumna del mismo colegio en el que pasó sus primeros once años de formación y hablaba en Belgrano English y Belgrano Spanish, “dos lenguas muertas que revivían para mí en Stanley”.

Aunque el relato tenga un tono nostálgico, y aunque la nostalgia no haya escapado a sus reflexiones (analizando Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes, escribe: “La nostalgia tiene dos objetos: una edad perdida desde el punto de vista biográfico; un mundo social que desapareció”), Sarlo no la ejercitaba. En una de las últimas entrevistas que dio, hace pocos meses, en un canal de streaming, dijo: “La nostalgia es un sentimiento que desconozco. Sé que fui joven, sé que fui muy feliz en el campo cuando era chica pero el caballo tobiano que yo montaba ya no existe. No voy a llorar por la inexistencia de un caballo”. No sorprende la indiferencia a este sentimiento en alguien que escribió siempre no para explicar, sino para entender. No sorprende, tampoco, que se haya ido sin entender: atentaría contra su rasgo más definitorio, la juventud permanente. ~

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es graduado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y tiene un máster en Literatura Latinoamericana por la Universidad de San Martín. Actualmente está terminando su doctorado en literatura latinoamericana en la Universidad de Princeton.


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