Precariedad

Es posible que la renovación de la literatura latinoamericana no se encuentre en mundos fantásticos y postapocalípticos, sino en la realidad más inmediata e hiriente, que pocos se han atrevido a mirar a la cara.
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Esta es la duodécima y última entrega de Palabras latinoamericanas, una serie que busca entender el presente de la región a través de la literatura, y viceversa, a partir de palabras clave.

Es verdad que, en este siglo, Latinoamérica se convirtió en una región de clase media. No en la realidad, pero sí en la literatura: algo es algo, supongo. Mientras las estadísticas oficiales consideraban como parte de la clase media a una población que percibía un ingreso que no se correspondía con el imaginario social de lo que significa un nivel de vida clasemediero, la literatura latinoamericana representó ese nivel como si fuera el imperante. De esta forma, en los maravillosos años noventa del siglo pasado, el porcentaje de pobreza de cada país descendía según los datos de sus ministerios de Economía, aunque el salario oficial de la clase media ni siquiera alcanzaba para pagar renta en una típica colonia de esta clase social. Mientras tanto, la presencia de las cafeterías de moda y los menús vegetarianos se hacía habitual en las novelas de las mesas de novedades de las librerías de cadena.

Era como si de pronto los novelistas se hubieran puesto a revisar los informes del Banco Mundial en lugar de darse un paseo por la ciudad (del campo, mejor ni hablar). Las torres de marfil de toda la vida seguían en pie, con la diferencia de que en ellas ya no se leía poesía, sino gráficas enamoradas de su propio optimismo. Las reformas neoliberales y el auge de la hoy cancelada globalización exigían una nueva forma de expresión, lejos de las comalas miserables y los barrocos macondos. Con ánimo emprendedor, los jóvenes escritores pronto promocionaron el lanzamiento de la nueva literatura, como se leía en el prólogo de antología más influyente de la época: “En McOndo hay McDonald’s, computadores Mac y condominios, amén de hoteles cinco estrellas construidos con dinero lavado y malls gigantescos”.

Fueron años felices, aquellos del fin de la historia, ahora lo podemos decir, hoy que la incertidumbre –normalmente cosa del futuro– se trasladó al presente más inmediato. Fueron los años de la autoficción más estereotipada, en la que el escritor narraba sus conflictos en un barrio hipster de una capital latinoamericana; de las novelas centroeuropeas del crack; de las viejas intrigas oficinescas, ya ubicadas en corporativos trasnacionales; de la literatura de campus o de residencia artística donde los escritores contaban su dura vida becada por el Estado o la fortuna familiar –o ambas, por qué no– en la Costa Este o en París, y de la referencia pop que –con guiños a la última película ganadora del Oscar, personajes con ropa de marca, y tramas y prosas adaptables y traducibles a Netflix y al sueco– disimulaban más bien mal su aspiración a convertirse en un producto de mercado exitoso, garantía de calidad literaria. Fue tal la felicidad que, contra la fugacidad que se le suele reprochar, duró al menos un par de décadas, durante las cuales la literatura repudió en términos generales las apuestas formales y la conciencia social para concentrarse en la eficiencia lingüística, narrativa, comercial y en cualquier ámbito al que se le pudiera aplicar este sustantivo empresarial.

Con todo, sería una mentira afirmar que la pobreza no tenía cabida en esta literatura lista para, en cualquier momento, como el México salinista y la Argentina menemista, convertirse de primer mundo. Después de todo, la pobreza es muy redituable, como lo saben los políticos populistas, los narcotraficantes y los escritores comprometidos. Varias de las principales líneas temáticas de la literatura latinoamericana fueron y son protagonizadas por personajes que podríamos catalogar como pobres. Así sucede con la literatura de la migración, con la narcoliteratura –aunque esta suele deslumbrarse más bien con el poder y la estética de los capos– y en general con la literatura de la violencia.

La pobreza aparece aquí, sin embargo, con un rostro exótico, tendiente al cliché demagógico, como inevitable causa y fondo, pero no como el interés principal. En el mejor de los casos, un decorado que permite alguna reflexión; en el peor, la normalización de lo que se considera inmutable: una situación tan natural que ni siquiera se presta al conflicto dramático que mal que bien sigue necesitando la narrativa. Recuerdo a un personaje de un cuento de Marcelo Birmajer, muy popular a principios de siglo, que confesaba, angustiado, ya tras la crisis argentina de 2001, que lo que más temía en el mundo era dejar de ser de clase media y convertirse en pobre. Allí había un conflicto, pero una vez que el personaje se hubiera convertido en pobre, o peor aún, si hubiera sido pobre desde siempre, se acababa la literatura, salvo que, como sucede en los barrios marginales según la peor novela social, no le quedara otra opción que recurrir a la violencia.

Claro que hay excepciones y, de hecho, la historia de la literatura está compuesta de ellas (ver “Violencia” y “Migración” en esta misma serie). En México, por ejemplo, quizás las dos mejores novelas de lo que llevamos de siglo XXI tratan sobre la pobreza, no como tema principal sino como una atmósfera que, en estos casos, trasciende el simple decorado para acabar siendo parte esencial de la obra. La pobreza, aquí, ya no es mero fondo, sino que adquiriría el estatuto de metafísica si no fuera tan cruelmente real. Me refiero a Canción de tumba (2011) y a Temporada de huracanes (2017), dos obras tan distintas –la primera, un relato de duelo autobiográfico de escritura obsesivamente meditada, y la segunda, una novela tremendista de prosa salvaje ubicada en un territorio imaginario– que lo único que comparten es la pobreza que representan de forma contrastante. Ambas obras, que se centran en otras preocupaciones, parecen afirmar de manera implícita que cualquier reflexión que se toque en el México contemporáneo, de carácter social pero incluso intimista, más tarde o más temprano, partirá de la pobreza o llegará a esta.

Pero la historia, tanto la literaria como la otra, siguió su marcha. Una a una se fueron desmoronando las ilusiones neoliberales, lo que exigió no que la literatura dejara de ser neoliberal, sino que lo fuera de diferente manera. Las novelas centroeuropeas desaparecieron de golpe, como el Imperio Austrohúngaro en 1918, y también como él se transformaron en una multitud de pequeños territorios de libros pequeños, de muchos nombres notables de los cuales no sobresalía con claridad uno solo. El yo, con su reivindicación identitaria y su individualismo inconfesado y escandaloso, desplazó a la tercera persona omnisciente, por siglos dueña de la novela. Los escritores se agolparon a narrar sus experiencias de lo que fuera, en las que no abundaba la pobreza. Por más que la figura de la víctima se convirtió en la heroína de nuestro tiempo, el origen clasemediero o aristocrático de la mayoría de los escritores dejaba fuera a los primeros siete deciles de las estadísticas de ingreso familiar. Había que buscarse otra opresión, porque de la económica no podía hacerse gala, o incluso emigrar a Estados Unidos y convertirse en latino y así, ya vuelto minoría, quejarse con autoridad.

Uno de los pocos libros en primera persona en los que la pobreza es un tema central es La cabeza de mi padre (2022), de Alma Delia Murillo. La escritora mexicana narra cómo su madre, sus hermanos y ella decidieron viajar a un pueblo en Michoacán para reencontrarse con su padre, quien había abandonado a la familia hacía décadas. El trayecto se convierte también en un viaje al pasado en el que Murillo rememora su infancia, el descubrimiento de la vocación artística, las primeras lecturas, la llegada a la universidad y la vida laboral, todo ello inmerso siempre en distintas facetas de la pobreza.

Primero en una vecindad en la colonia Santa María la Ribera de la ciudad de México, y después en Ciudad Nezahualcóyotl, Murillo muestra sin piedad y sin autocomplacencia –una rareza, hoy en día– la forma en que la pobreza permea todo y cómo se manifiesta de diferentes maneras, de la violencia de género a la laboral, pasando por la precariedad presente en todos los ámbitos. Murillo no idealiza, ni se victimiza, ni resalta su excepcionalidad por haber logrado desarrollar una carrera literaria y periodística exitosas, a pesar de que las cifras de movilidad social en México lo hicieran casi imposible. El encuentro del padre, como no podía ser de otra manera, es amargo, pero no solo por los motivos personales y familiares, sino porque entre otras muchas cosas también representa otro de los rostros de la pobreza, la rural, ahora mezclada con el crimen organizado.

Basta leer la descripción de los años que Murillo pasó en la periferia de la Ciudad de México para dar idea del tono del libro, que no endulza la pobreza por una malentendida fidelidad a los orígenes y evade cualquier idealización en nombre de una literatura más amable:

Pero en ese lugar están reunidos todos los círculos del infierno porque ahí no hay dignidad, ni derechos, todo huele a mierda, a corrupción, a leyes que se violan, a cuerpos arrojados en el Gran Canal o en el río de los Remedios, a casuchas resquebrajándose bajo el sol inclemente. […] La mitad del mes no hay agua y la otra mitad no hay luz. Una primitiva tragedia en el marco del triunfo electoral de una dinastía de saqueadores que han devastado hasta el último de sus rincones. Eso es el Estado de México, una cápsula de la que es muy difícil romper el techo no de cristal, sino de mierda.

Sobre esta periferia, pero desde la crónica, también escribe Emiliano Ruiz Parra en Golondrinas (2022). A la crónica latinoamericana se le puede reprochar su afición por la actualidad más amarillista y por las expresiones más folclóricas, como si quisiera fusionar la nota roja con el realismo mágico para conseguir, al fin, el boom que tanto se ha anunciado y sigue sin llegar. Ruiz Parra, sin embargo, se aleja de esa mirada oportunista y realiza una investigación profunda sin centrarse en un drama coyuntural o extravagante, sino en uno permanente y continuo que no constituye una anomalía en la vida latinoamericana. Las favelas, las villas miseria o las ciudades perdidas que rodean a toda urbe ubicada entre Buenos Aires y Tijuana son una parte ya consustancial del funcionamiento e identidad de la Latinoamérica urbana, y su rara aparición en la literatura dice mucho sobre los orígenes y preocupaciones de los escritores latinoamericanos.

Golondrinas es una colonia de Ecatepec, una de las más precarias y de las últimas en levantarse, de manera irregular y a lo largo de décadas, en un municipio que, para los chilangos, a pesar de ser adyacente a la Ciudad de México, representa el fin del mundo. Pero quizás es el inicio y el centro, como afirma Ruiz Parra, si se toma en cuenta que en Ecatepec y en general en las periferias viven los habitantes que se encargan de que la ciudad funcione. Para poder proveer de servicios a la ciudad que los usa de día y los expulsa de noche, los migrantes del interior del país levantaron, con sus propias manos, asentamientos cuya calculada irregularidad sirve para que las autoridades los extorsionen con la amenaza de la expulsión. A través de los perfiles de los habitantes de Golondrinas –algunos de los fundadores, luchadores sociales, políticos corruptos, líderes vecinales y trabajadores– y de la microhistoria de la colonia, la crónica logra capturar la vida de una pequeña parte de la periferia donde, según las previsiones, está destinada a habitar en un futuro no lejano la mayoría de la población latinoamericana. Expulsados del campo y del centro de las ciudades, siempre viviendo en función y al servicio de una urbe que los niega, estos migrantes que llegaron de un lugar a ninguna parte huyendo de la pobreza acabaron por inaugurar una nueva forma de esta: la de la población productiva y empleada en el sector de servicios a la que no llega ni una gota de la riqueza que produce. Con rigor y sensibilidad, y sin sentimentalismo ni condescendencia, Ruiz Parra consigue narrar, a través de una colonia, uno de los mundos pasados y por venir más injustos del continente.

No puede hablarse de literatura y pobreza sin mencionar Perras de reserva (2022), el exitoso libro de la también mexicana Dahlia de la Cerda. Se trata de una colección de cuentos protagonizados por mujeres en diferentes situaciones de vulnerabilidad, la mayoría explicadas por su situación económica, pero también por su pertenencia a familias de la política o del narcotráfico. De la Cerda utiliza varias poéticas –del realismo sucio a la narcoliteratura– para mostrar un México despiadado, aunque la simplicidad formal y un uso demasiado estereotipado de la oralidad acercan los textos peligrosamente a la caricatura. No obstante, no es con los clásicos criterios literarios –de pronto anticuados ya no se diga para el mercado, sino para determinados sectores de la academia y el mundo cultural– como se debe leer a de la Cerda, sino desde un nuevo paradigma, construido en la época de las redes sociales y la inteligencia artificial.

La polémica que genera la literatura de de la Cerda no se suele centrar en su calidad, sino en su legitimidad, es decir, en la autoridad que tiene el escritor para tratar determinados temas. Todo depende del lugar de enunciación, que sin duda es un punto significativo en los textos autobiográficos y en general en la no ficción. Sin embargo, en los últimos tiempos, la importancia de la biografía también se ha trasladado al campo de la ficción, sobre todo en Estados Unidos, que parece haber sustituido su crisis industrial con la manufactura de identidades. El escritor, según este punto de vista, ya no podría o al menos no debería escribir ficción sobre lo que sea, sino solo para lo que lo habilite o le permita su biografía. Así, la literatura perdería posibilidades y amplitud temática e incluso estilística, pero ganaría en “honestidad”, el adjetivo máximo con que las redes y los blurbs suelen premiar una obra, signifique lo que signifique ese puritano golpe de pecho.

De la muerte del autor pasamos a la muerte del texto, pues este último es relegado a un segundo plano si ya el autor logró conseguir la tan ansiada legitimación identitaria. Esta no se reparte arbitrariamente, hay que advertirlo, sino que es el propio autor quien debe construir su imagen –en un proceso ya tan crucial como la escritura– a través de las redes sociales, de una estratégica semblanza autoral, de crónicas y ensayos autobiográficos encaminados más al delineado de un determinado perfil que a la indagación literaria, y de los temas que trata y la forma como lo hace. Cuando la honestidad es premiada por el mercado –el viejo emisor y receptor de toda la vida, aunque con nuevos rostros y sin que el mensaje importe mucho–, el éxito literario está asegurado, aunque no se sepa dónde quedó la literatura. Así, Perras de reserva puede considerarse pornomiseria –si se juzga que la autora no debe tratar temas alejados de su realidad– o un retrato honesto del México contemporáneo –si se le concede la legitimidad para hacerlo–. Aclaro que mi forma de leer no es ésta, y que yo, trasnochado, sigo creyendo en el significado del texto literario a partir del cruce de fondo y forma, y desde este punto de vista la literatura de Dahlia de la Cerda me resulta decepcionante.

Dicho lo anterior, hay también libros escritos desde el yo más radical y que buscan crear un personaje reconocible –lo que de manera más o menos explícita busca todo texto autobiográfico– que resultan novedosos en su forma. Pienso en Diario del dinero (2020), de la actriz, cantante y escritora argentina Rosario Bléfari. En este breve diario, Bléfari consigna no reflexiones sesudas o chismes sabrosos, sino sus gastos, y lo hace obsesivamente. De forma aséptica, sin que se escape una emoción o un adjetivo, Bléfari enumera sus acciones cotidianas sólo para especificar cuánto gasta en cada una de ellas, desde comprar una golosina hasta las facturas médicas derivadas de su tratamiento contra el cáncer.

El diario también consigna los ingresos de la artista y lo que sufre para poder ganarlos y cobrarlos –casi un trabajo extra–. Bléfari se enfoca en la precariedad del medio artístico y cultural, pues a pesar de ser una artista reconocida en sus tres vertientes –como música, actriz y escritora–a duras penas malvive de sus decenas de trabajos. El romanticismo asociado a estos oficios ni siquiera aparece de refilón, y eso es lo de menos, pues la vida misma se convierte en una calculadora en la que el resultado siempre es un número negativo. Atrás quedaron los tiempos cuando se vivía para trabajar; en el Diario del dinero, la vida desaparece por completo y queda reducida a un medio indispensable e inevitable para ganar algo de dinero y pagar las cuentas. El minimalismo casi burocrático del libro, a fuerza de la acumulación, adquiere un tono primero lleno de angustia y ansiedad y ya después trágico, sobre todo al tomar en cuenta que la autora murió en las mismas fechas de su publicación:

Deudas y cuentas se me aparecen como un sueño, como si al final no importara. Toda esa preocupación eterna por el dinero que me acompañó toda mi visa parece, de pronto, perder peso y lugar. Tal vez si muero ya no importe de verdad. Se encargarán otros, del dinero que se debe, del que me deben, del que podría ganar…, algo de lo que hubiera querido no tener que preocuparme nunca… o algo en lo que me hubiera gustado ser más ¿práctica o afortunada?

La precariedad laboral, como lo sabe cualquier latinoamericano, no es exclusiva del medio artístico. En la mayoría de nuestros países, el salario mínimo con trabajos puede pagar el costo de la canasta básica, cuando lo hace, lo que no impide que los centros de poder empresarial rechacen cualquier incremento en nombre de la estabilidad macroeconómica, convertida en una nueva y cruel deidad, siempre ávida de sacrificios. Parecería que la única forma de representar esta situación en la literatura sería por medio del realismo más tradicional, pero El trabajo (2007), del argentino Aníbal Jarkowski, muestra que no es así.

En la novela, Diana, una joven huérfana sin ahorros tras la quiebra del negocio familiar, busca trabajo desesperadamente, para lo cual acude diario a todas las entrevistas laborales que consigue. Finalmente, recurre a su cuerpo para ser contratada como secretaria en una empresa trasnacional. Allí conoce a otras mujeres en su misma situación, atrapadas en un trabajo que consume la totalidad de su vida a cambio de un salario que con trabajos les permite sobrevivir. Todas las violencias se acabarán cruzando en el cuerpo de Diana –la laboral, la machista, la policiaca, la política y la delincuencial–, con lo que Jarkowski muestra que, lejos de ser fenómenos aislados, son parte de un engranaje perverso que funciona a la perfección para conseguir que una élite mantenga sus privilegios sin que nadie escape a su control de manera exitosa.

El gran mérito de la novela consiste en la atmósfera de irrealidad que la atraviesa, como si se tratara de un sueño en el que las cosas se muestran incompletas y borrosas, pero que el lector reconstruye sin mayor problema gracias a su conocimiento de la realidad. Nunca se menciona, por ejemplo, que la acción transcurre en Buenos Aires tras la crisis de 2001, sino que solo se describe una ciudad oscura, sórdida e implacable, con elementos distópicos, que por fantástica que parezca acaba siendo tristemente real. En un momento dado, en la novela interviene un escritor también arruinado, víctima no solo de la pobreza sino también de la censura, en un orden que dicta lecciones de moral mientras explota y destruye a los trabajadores. El trabajo también es una reflexión sobre el lugar de la literatura y del arte en el mundo contemporáneo, que parece incapaz de soportarlas si no son una mera simulación biempensante o un producto obediente y exitoso. El viejo mantra literario de mostrar y no nombrar es renovado por Jarkowski quien, a partir de una premisa que parecía condenada a la literatura social más chata, renueva el realismo a tal punto que el lector se pregunta si sigue siendo tal. Pero las pesadillas también son parte de la realidad.

Quizás la poca representación de la pobreza y la precariedad en la literatura latinoamericana contemporánea se deba también a que no hay una poética definida para escribir sobre ellas, como sí sucede con el narcotráfico y la violencia en general. Abordarlas, entonces, exigiría imaginar nuevas formas literarias, como lo hace Jarkowski, si el escritor no quiere imitar narrativas maniqueístas y mostrar que el realismo socialista sobrevivió a la muerte del socialismo. Resulta curioso que una literatura eminentemente realista esté tan lejos de la realidad, lo que desde el punto de vista literario abre un horizonte: es posible que la renovación literaria no se encuentre en mundos fantásticos y postapocalípticos, sino en la realidad más inmediata e hiriente que muy pocos se han atrevido a mirar de frente. ~


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