La España de Julio 

En el libro ‘El español que enamoró al mundo’, Ignacio Peyró demuestra la perfecta sincronía que existió durante décadas entre Julio Iglesias y España.
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Mi conocimiento de la producción musical de Julio Iglesias es más bien escueto, limitado a la escucha esporádica de alguno de sus greatest hits y siempre al socaire de la sesión privada de Spotify, funcionalidad que propicia el deleite con esos pequeños placeres culpables mientras se mantiene una reputación de melómano refinado. Y respecto al Julio Iglesias humano me interesa más su padre, falangista de primera hora, ilustre ginecólogo pionero del parto sin dolor, padre a los noventa años, hacedor de expresiones que ya forman parte del acervo popular y, ante todo, Abraham de una estirpe follarina. 

Por estas razones El español que enamoró al mundo, escrito por Ignacio Peyró (Madrid, 1980) y publicado en Libros del Asteroide, no es un libro que de antemano captaría mi atención. Sin embargo, acaso este prejuicio resulte equivocado. Si bien tanto el subtítulo, Una vida de Julio Iglesias, como la foto de la cubierta mostrando su innegociable perfil derecho dejan claro que esta es una obra sobre –perdonen el convencionalismo– nuestro cantante más universal, es más que eso. Y es ese extra el que libera al texto del nicho de fans de Iglesias (un reducto, por otro lado, que ya quisieran muchos para sí) y permite que el lector que aún sigue enquistado en la canción protesta de Woody Guthrie, lo más antijulio que a uno se le podría ocurrir, se interese por la vida y milagros de este niño bien de Argüelles. 

Ese extra lo conforman dos factores: el primero, el padre de la obra. Ignacio Peyró, que ha echado raíces en el sello dirigido por Luis Solano, ejerce lo mismo de diarista, cronista gastronómico, enciclopedista del ethos inglés que de insospechado biógrafo de Julio Iglesias. El libro, de hecho, se abre con un “¿Por qué?” con el que el autor sosiega un lógico desconcierto. Esta no es una hagiografía, tampoco un libelo como el que publicara algún mayordomo resentido. Peyró hace que Julio nos caiga bien, que esas veces en las que la vida le fue perra nos compadezcamos de él –compadecerse de Julio Iglesias, qué cosa– y que nos alegremos con sus triunfos y con cada cero que se añade a su cuenta corriente. Los reconocimientos que hay que inventar porque los discos de platino se quedan cortos para medir su éxito son, así, un poquito nuestros. El autor se divierte y esboza en breves capítulos la vida de Julio Iglesias con la misma ligereza con la que los yates del cantante surcan los cayos de Florida. Da la sensación de que si a Peyró le diera por escribir sobre el apareamiento de los caracoles, cuestión de indudable enjundia pero de difícil acercamiento al público general, generaría un repentino interés en los usos amorosos de los gasterópodos. 

Y el segundo factor es la trayectoria paralela que han seguido la vida de Julio Iglesias y la España de los últimos sesenta años: si hablamos de las deficientes carreteras españolas que segaron más de una meteórica carrera musical, del Real Madrid yeyé, de la España franquista que ansiaba venderse allende los Pirineos, de la transición a la democracia, del terrorismo etarra, de los pelotazos inmobiliarios en la Costa del Sol o –un tema más de nuestros días– del alarmante crecimiento vegetativo de España, ahí aparece en negritas el nombre de Julio Iglesias. 

Vayan tres ejemplos. 

En los primeros pasos de la carrera musical de Iglesias fueron cruciales la suerte, un instinto de saber dónde hay que estar y la cabezonería. Y también, por qué no, los contactos. Iglesias recurrió a todo esto en julio de 1968, mientras París buscaba la playa bajo los adoquines. En aquel entonces un municipio a orillas de la Costa Blanca, veinte años atrás apenas un pueblecito pesquero de 3.000 habitantes, seguía el camino contrario, un idealismo más urbanístico: en Benidorm brotaban ladrillos y hormigón, grúas y rascacielos descollaban en su horizonte. La localidad alicantina se erigía en símbolo del desarrollismo, una villa hecha resort donde nórdicas ávidas de rayos de sol iban a lucir bikini. En ese año de protestas sociales en Checoslovaquia, Francia, México y Estados Unidos, el franquismo detectó trazas de subversión en “La vida sigue igual”, un tema compuesto por Iglesias y que iba a defender en la décima edición del Festival de la Canción de Benidorm. Para desatascar el asunto Julio Iglesias padre acudió a sus contactos dentro de la Secretaría General del Movimiento. Dicho y hecho: José Solís, procurador en Cortes y franquista campechano antes de que en España se extendiera la palabra campechano, otorgó el nihil obstat a la tonada. Así, en una muestra del carácter arbitrario del que toda dictadura comme il faut debe preciarse, la letra con ramalazos sediciosos dejó de tenerlos sin necesidad de tocar una coma. Iglesias ganó el festival, se embolsó 150.000 pesetas y empezó a sentir la necesidad de un mánager que le administrase el éxito que se avecinaba. 

Julio se convierte en un producto de masas, se democratiza, y España también. El 15 de junio de 1977 se celebran las primeras elecciones generales tras la dictadura. Es una España bisoña donde el politiqueo no ha tenido aún ocasión de percolarlo todo, sin pactómetros ni analistas que, como leyendo los posos del café, desmenucen las israelitas. Lo que Televisión Española ofrece en ese ínterin entre que se cierran las urnas y se conocen los resultados definitivos es una gala en el Florida Park conducida por José María Íñigo, con actuaciones de los artistas del momento y entre ellos un Julio altanero que se sabe estrella internacional y quiere hablarnos de sí mismo. Durante el recuento de votos, los españoles escuchan por primera vez “Soy un truhan, soy un señor”, compuesta para Iglesias por el Dúo Dinámico. Mientras se va configurando el legislativo, lo que se instila en las mentes de los españoles es ese nanaraná que ya no se va a ir. 

El tercer ejemplo de la sincronía entre España y Julio, Julio y España, es el secuestro de Julio Iglesias Puga por ETA, episodio al que Peyró dedica la sexta parte del libro, una de las más divertidas. A principios de los ochenta, el cantante vive a todo tren, algo que le marca como objetivo idóneo para una extorsión. Resumidamente, así ocurrió: el rapto se produjo el 29 de diciembre de 1981, durante la etapa más mortífera de la banda, y fue ejecutado por una pareja de tórtolos, ella más comprometida con la construcción nacional de Euskal Herria, él más monosabio de su amada miliciana. Iglesias hijo se enteró de la noticia en su fortaleza de Miami, a medio camino entre Camelot y la mansión Playboy. A Iglesias Puga lo tuvieron apenas –es un decir– veinte días encerrado en un zulo en Trasmoz (Zaragoza), en una casa en la plaza de España del pueblo por eso de añadirle comicidad al asunto y probar que Dios escribe derecho en renglones torcidos. (El episodio ha inspirado la novela Moncayo estrés, de Miguel Mena.) La operación de rescate fue profesional, quirúrgica pero no demasiado discreta: con todos los que se juntaron ahí para liberar al ínclito ginecólogo –geos, inspectores, guardias civiles y demás agregados–, Trasmoz experimentó una explosión poblacional transitoria como no ha vuelto a vivirla. Cuentan que las primeras palabras de Iglesias Puga tras ver a sus libertadores fueron: “joder, lo que habéis tardado”. 

Tras relatar su ascenso y permanencia en el estrellato, en la segunda mitad del libro se percibe una melancolía. Y es que hoy, ganados ya los ochenta años, Julio Iglesias puede resultar un fenómeno trasnochado. En un momento de letras sin remilgos, pimpam, el mensaje de “Soy un truhan, soy un señor”, “Gwendolyne”, “Quijote” o “Torero” se ha quedado algo acartonado, antiguo, alcanforado. Y sin embargo, después de haber leído El español que enamoró al mundo, servidor tiene la tentación de hacer sonar bien alto esos ritmos tribales de Ae, Ao (Peyró los tilda de “ráfaga tropical de felicidad”) que me recuerdan levísimamente, Dios me perdone, al Graceland de Paul Simon. Y hacerlo sin esconderme en la sesión privada de Spotify, que lo sepa el mundo.


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