Foto: César MR, CC BY 2.0 , via Wikimedia Commons

Las naranjas de la ira

Se habla mucho de que el ser humano no ha transformado su esencia en miles de años, pero tenemos muchas diferencias con los antiguos griegos y romanos.
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Esta semana escuché a un hombre despotricar en una frutería de Madrid. Era un español con naranjales en Valencia. Se lamentaba de que estaba al borde de la ruina, pues los intermediarios le pagan apenas a veinte centavos de euro el kilo y los precios siguen a la baja por tanta naranja que se importa del norte de África, cultivadas con mano de obra barata y “casi esclava”. Pagué mis aguacates mexicanos y pensé en la antigua Roma.

Cuando llegué a casa, fui al nicho de clásicos en mi librero. Ahí me puse a barajar páginas hasta dar con lo que buscaba. Will Durant dice de manera natural que la revolución en Roma del siglo segundo antes de Cristo se debió primeramente a “la importación de cereal cultivado por esclavos proveniente de Sicilia y África, lo cual arruinó a los agricultores italianos al reducir el precio de los granos locales”.

Se habla mucho de que el ser humano no ha transformado su esencia en miles de años, pero yo noto que tenemos muchas diferencias con los antiguos griegos y romanos. Supongo que el citricultor de Valencia no estaba pensando en promover una insurrección, sino en lamentarse de su suerte para luego volver a casa y mirar una serie.

En su Historia de Roma, Tito Livio cuenta sobre algunas leyes decretadas por Publio Valerio. Nos dice que entre las más populares estaban “las que concedían el derecho de apelar al pueblo contra la sentencia de un magistrado y la que permitía consagrar a los dioses a la persona y los bienes de cualquiera que albergase proyectos de convertirse en rey”. Bonito eufemismo: “consagrar a los dioses” significa matar, y no fueron pocos los hombres asesinados por la sospecha o certeza de que querían convertirse en reyes.

El mismo Publio Valerio se sintió en riesgo por su propia ley, pues se puso a construir una enorme mansión en la colina Velia y la gente comenzó a murmurar que era una edificación digna de un rey. Publio Valerio, alias Publícola, hubo de derrumbarla para evitar que cualquier romano lo acuchillara con todas las de la ley, y se buscó una existencia más modesta.

Aunque en aquel entonces no se había planteado explícitamente lo que hoy se llama utilitarismo, que justifica acciones que procuren la mayor felicidad para una mayor cantidad de personas, se entendía que eso precisamente se procuraba al liquidar a un reyezuelo o autócrata. Pero la ética, las costumbres y las leyes han caminado por otros senderos desde los años de Publícola.

La historia nos ha mostrado que ciertos países se van al diablo por falta del oportuno y afilado espíritu romano; pero también enseña que aquel espíritu romano no salvó a Roma de irse al diablo. Fascinantes son las lecciones ambiguas.

Antes que publícola, romana o utilitarista, hoy prevalece la ética dostoyevskiana, específicamente la de Iván y Alioscha Karamazov.

Pensemos en todos los grandes villanos de la historia, y pensemos que todos ellos fueron niños. Iván pone a Alioscha a imaginar que tiene el poder de darle la felicidad a todos los seres humanos. Mas para para eso es “menester, de modo indispensable e ineludible martirizar a ese niñito que se aporreaba con sus puñitos el pecho, y sobre sus no vengadas lágrimas fundar ese edificio”. Alioscha responde que no se avendría a tocar a ese niño.

Yo comí mis aguacates y al día siguiente me encontré con el escritor y periodista Carlos Rubio Rosell, que recién llegaba de Valencia. Me hizo dos regalos. Una novela de Andréi Platónov y una bolsa con naranjas. “Tenemos un huerto”, me dijo.

Ahora mismo estoy mirando las naranjas sobre mi mesa. Son tan regordetas, bellas y aromáticas que da pena comérselas. Sin duda valen más que veinte centavos por kilo. Hace dos mil doscientos años habrían valido una revolución.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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