Desde donde estoy puedo casi tocar con los ojos el contorno de la República Dominicana, el lugar donde se desarrolla la novela que tengo en mis manos. Es de madrugada, época de ciclones, en una playa desértica en Puerto Rico. Leo a un autor que y una página de la historia que no conocía, no conscientemente. Leo sobre Rafael Leónidas Trujillo, asesinado en 1961, después de 31 años de tiranía. Un Calígula más entre otros, descrito en el año de su declive, cuando su próstata lo ensucia y ya no le deja poseer tan gloriosamente todas las virgencitas del país que sus vasallos paisanos le regalan, ni todas las mujeres de sus ministros y colaboradores que él seduce abiertamente para, a través de esta estrategia de humillación, asegurarse de su lealtad absoluta.
Lo que captura la novela de Mario Vargas Llosa es que, para que el chivo sea chivo, se requiere de una tropa para seducir y manejar. El tirano necesita la adhesión y la complicidad familiar de todo el pueblo para mantener el orden, es decir, la ceguera de la población. Todas las personas sospechosas de no adherirse incondicionalmente a los deseos arbitrarios y perversos del gran jefe, hallarían fuera de sus hogares a los “caliés”, quienes los llevarían sin demora a la Cuarenta, la prisión donde Abbés García se encargaría de obligarlos a comerse sus propios testículos.
Yo mantenía mi lectura, cautivada, desde una distancia, una generalización: el carisma seductor de cualquier tirano, la ceguera y el servilismo apasionado de su gran familia. Los nombres citados entre los ocho jóvenes conspiradores que van a intentar lo imposible y obligatorio, o sea, el tiranicidio –Antonio de la Maza, Salvador Estrella Sadhalà, Antonio Imbert, Fifí Pastoriza–, sonaban muy españoles, lo que en el contexto de un relato latino no tenía nada de sorprendente. Una rama de mi familia se llama Pastoriza, por el matrimonio de una hermana de mi abuela paterna, pero es sin duda, pensé, como Dupont en Francia, o Smith en Estados Unidos; un Pastoriza debe ser como un García.
Ignoraba con una magnífica constancia que el ilustre que había escrito este libro era el escritor peruano por excelencia, mundialmente famoso y con una carrera política célebre, y que la cuestión de la esclavitud de un pueblo a un régimen tiránico era su tema predilecto porque él mismo había intentado sacar a su país de esta corrupción presentándose en la elección presidencial en 1990. No fue electo, el régimen mantuvo su lugar. Él concluyó: “el pueblo tiene el gobierno que merece”.
¿Cómo se puede hasta este punto ignorar estos objetos culturales? ¿Cómo era posible que no conociera a Mario Vargas Llosa, la historia de Perú, la historia de la República Dominicana, la existencia real de Trujillo? La ignorancia de la historia me reprimió un capítulo entero de la mía. Los objetos culturales ignorados escondían objetos reprimidos pertenecientes a mi historia personal, su herencia común: la muerte del padre alienante era igual de cercano a mi corazón que al de Vargas Llosa. En esta página de la historia que me había parecido tan lejana como si hubiera sido inventada, se alojaba un pedazo de mi herencia histórica. Qué tan real y qué tan aterrador: la muerte del padre, el abandono de la madre, el asesinato del tirano, la tortura del hijo.
Detrás de la Ciudad Trujillo de la que habla Varga Llosa se escondía la ciudad de la que tanto había escuchado hablar de niña, Santo Domingo. Detrás del apellido Pastoriza se escondía Robert, apodado Fifí. Claro, de repente regresa claramente a mi memoria, Fifí, el primo de mi padre, el hermano de Loulou, el hijo de mi tía Martha, el sobrino de mi querida abuela Bonnette. Fifí, el tío que nunca conocí porque murió participando en un atentado, en este atentado. Pasé veranos enteros jugando con sus sobrinos y muchas vacaciones con su madre y mi abuela en la montaña.
Fifí, ciudadano francés, oriundo de París, se quedó allá en Santo Domingo, el país de su padre, por asuntos políticos. Se quedó con su hermanito de catorce años, Papinet. Su padre murió en 1941 de un infarto, sin duda nutrido de las persecuciones incesantes de Trujillo. Su madre, mi tía Marthe, no aguantó más, por cierto nunca aguantó la República Dominicana a donde llegó en 1928. Fifí le regaló un viaje ida y regreso tres meses a Francia, en 1948. Ella se quedó en París en la casa de mi abuela, su hermana, donde Loulou, su segundo hijo, estaba ya realizando sus estudios de medicina. Mi tía Marthe no tomó el vuelo de regreso a República Dominicana, ni volvió a ver a su hijo Fifí.
¿La ignorancia de nuestros objetos culturales no se detiene seguido en un rechazo del duelo de nuestros propios objetos perdidos? Con toda franqueza, no habría sabido nada de Trujillo si no fuera por la novela extremadamente documentada para mantener vivo a Fifí Pastoriza, ocultos el dolor y la ambivalencia familiar. Pero al hacerlo, al esquivar el duelo de mis objetos perdidos, yo mantenía ignorada la herencia que tengo y el hecho de que la relación con el objeto no estaría fundada sin el parricidio.
Al final de esta lectura, de todo lo que sabía sin querer recordarlo, se agregó lo que no sabía, pero que hubiera debido deducir de lo que sabía si me hubiera acordado. Fifí Pastoriza y sus acólitos estuvieron salvajemente torturados en la Cuarenta por el hijo de Trujillo en persona, Ramfis, encarnación de la corrupción y del salvajismo. Fueron denunciados por el chofer de Trujillo padre y no lograron el atentado. El golpe de Estado no funcionó como lo habían previsto, pues el general Roman estaba también seguramente ligado al jefe por el odio y el deseo de ver su cadáver solamente por la sangre filial y el miedo de tomarle el poder. Fifí no pudo beneficiarse de la protección que la nacionalidad francesa por su madre le debería de haber concedido, porque no se había acercado antes a la embajada francesa de Santo Domingo, la cual, en pánico, después del atentado, no le otorgó asilo. Los seis acusados de la muerte de Trujillo, entre los cuales está Fifí Pastoriza, fueron misteriosamente transferidos de una prisión a otra para una supuesta reconstitución del crimen, y a pesar de la alerta general de las altas instancias del nuevo gobierno de la República Dominicana y de la prensa internacional, no se pudo hacer nada: los seis fueron asesinados durante este desplazamiento oficial, sin que jamás se hiciera justicia. La tiranía reinó sobre la vida y sobre la muerte de Fifí Pastoriza.
Levantar el velo de mi ignorancia, decir el fruto de mi descubrimiento: hacer justicia. ~
Traducido del francés por Fernanda Ballesteros.