En los últimos años se ha popularizado el término “sanchismo” para hacer referencia a los gobiernos del PSOE liderados por Pedro Sánchez, cuya aproximación a la política y estilo personal inauguran una diferencia sustantiva con respecto a sus predecesores socialistas, hasta el punto de justificar una nomenclatura propia.
En este artículo trataré de argumentar que tal vez quepa ya adosar al apellido de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, el sufijo que denota una doctrina o una escuela: el “ayusismo”, que se presenta como el reverso derechista que se opone y desafía al sanchismo.
Pedro Sánchez supo convertir la socialdemocracia española a la nueva política para competir con la izquierda emergente, que en las postrimerías de la gran recesión amenazó la hegemonía del PSOE en el espectro progresista. Bajo el liderazgo de Sánchez, el viejo socialismo adoptó la forma y las maneras de los partidos plataforma, más livianos y manejables, fuertemente jerarquizados y con una tendencia al cesarismo que rompe con las robustas y pesadas formaciones de burócratas que protagonizaron la edad de oro del socialismo.
El PP no fue capaz de completar esa transición. La etapa de Mariano Rajoy puede calificarse de conservadora, no tanto por las políticas de su gobierno como por su modo de entender el poder. Rajoy fue un presidente que practicó la aversión al riesgo y desestimó la audacia táctica. Se sintió más cómodo en el parlamento que en los platós de televisión y, cuando necesitó asociarse con el centro que ocupó Ciudadanos, concedió espacios que Albert Rivera supo aprovechar con inteligencia.
Con la sucesión de Rajoy tomó el relevo Pablo Casado. Cabía esperar que, bajo su liderazgo joven, el PP acometiera la transición a la nueva política, adoptando las estrategias y el lenguaje de un tiempo posbipartidista. Sin embargo, Casado resultó no ser muy distinto de Rajoy: buen orador en la tribuna, pero renuente al envite o la osadía mediáticos; bisoño pero de talante conservador, no ha conseguido tomarle la medida a Sánchez ni el pulso al país.
Tampoco ha sido capaz de instaurar un caudillaje comparable al que el presidente logró imponer en el PSOE, y cierto es que la debilidad electoral del PP no lo ha ayudado a blindar su poder. Casado heredó un partido venido a menos e internamente dividido, y después la coyuntura externa ha contribuido a desdibujar su perfil, al tiempo que algunos rivales tomaban vuelo. La pandemia ha relegado al parlamento y puesto el foco en el poder ejecutivo, concentrado primero en Moncloa, hasta que la desescalada abrió la puerta a la cogobernanza. Esta decisión, con la que Sánchez buscó la elusión de responsabilidades en la gestión de la crisis, tuvo consecuencias quizá no planeadas, la más destacada de las cuales es la elevación del perfil del poder regional.
La presidenta madrileña ha sabido aprovechar esta autoridad en un contexto político dominado por la polarización. Desde el gobierno autonómico se ha erigido como antagonista del sanchismo, y su capacidad de mando, que contrasta con la impotencia de Casado en un Congreso acallado por el estado de alarma, la ha alzado como líder oficiosa de la oposición. A diferencia del presidente popular, Ayuso no destaca por su retórica, pero está dotada de ciertas cualidades personales que generan adhesión y rechazo donde otros solo suscitan indiferencia, y estos atributos son electoralmente valiosos en un entorno político marcado por la fractura identitaria.
Ayuso y su equipo han entendido que librar la guerra cultural en términos binarios era rentable, pues le permite capitalizar el rechazo a todo lo que el sanchismo representa en términos simbólicos y de gestión, desdibujando a un tiempo las demás alternativas. Así, mientras la polarización ha favorecido el crecimiento de Vox en España, en Madrid Ayuso ha conseguido neutralizarlo, ahogando su discurso y ocupando su espacio. En una contradicción del teorema del votante mediano, Sánchez y Ayuso han comprendido que posicionar a sus partidos lejos de la moderación les permite anular a sus competidores extremistas y aglutinar todo lo que queda entre ellos y el centro.
El eslogan de campaña de la presidenta, “comunismo o libertad”, da cuenta de esta lectura disyuntiva que explota la polarización y se brega en la batalla cultural. Sin embargo, explicar la fortaleza de Ayuso necesita más argumentos que el de la guerra identitaria en el contexto de pandemia que pone los focos en el poder ejecutivo. Y para encontrar esos argumentos hay que pasar de lo simbólico a lo sustantivo.
Con la peor recesión del mundo el pasado año, resulta sorprendente que las preocupaciones materiales no sean omnipresentes en el debate público español. Pero resulta más llamativo aún que el discurso materialista en nuestro país lo encabece una líder de la derecha, mientras la izquierda parece perdida en reivindicaciones identitarias, de la ley trans que divide al feminismo a un mural modesto ascendido a categoría de Banksy. Ayuso no solo ha sido capaz de hablar el lenguaje de la nueva política y de la guerra cultural triunfante, mientras Casado se perdía en su búsqueda de una moderación que solo ha sido entendida como banalidad. También ha sido capaz de hablar el lenguaje de los trabajadores en su defensa de la hostelería o el comercio madrileños.
Después del 4 de mayo gobernará y, tanto si necesitara integrar a Vox en el ejecutivo como si pudiera hacerlo en solitario, Ayuso ya ha normalizado ante la opinión pública el acuerdo con la extrema derecha, del mismo modo que Sánchez normalizó antes la asociación con la extrema izquierda y el independentismo. El ayusismo, como el sanchismo, ha naturalizado la idea de que, en un parlamento fragmentado, gobernar requiere acuerdos con las fuerzas que quedan en los extremos.
Algunos dan por sentado que la presidenta regional sustituirá a Casado al frente del PP para disputar el gobierno a Sánchez. Es pronto para aventurar el recorrido político de Ayuso, que de momento es un fenómeno de la derecha madrileña cuya capacidad de arrastre en la arena nacional no ha sido testada. Lo que parece claro es que superar al PSOE en votos y sobrepasar con Vox la suma de los socialistas con Podemos no le garantizará el poder en España. Sigue habiendo medio centenar de escaños de partidos nacionalistas, regionalistas y minoritarios que dan ventaja al bloque de izquierdas, y que sugieren que, sin un partido de peso en el centro, la alternancia política se complica.
Un centro para el que, no obstante, continuará habiendo espacio mientras a los ciudadanos se les planteen dilemas tan lacerantes como el de elegir entre un gobierno de Gabilondo con Iglesias y otro de Ayuso con Vox.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.