Apenas ha levantado revuelo todavía la iniciativa para rebajar la edad de voto que ha puesto en marcha el Ministerio de Juventud e Infancia encabezado por Sira Rego, militante del Partido Comunista que engrosa las filas de Izquierda Unida y, por ese camino, también de Sumar; algunos tienen que nadar en una sopa de siglas para llegar al gobierno. Bajo la denominación provisional de Ley de Juventud y Justicia Generacional, su formación llevará al Consejo de Ministros un anteproyecto que contempla la posibilidad de ejercer el sufragio activo a partir de los 16 años. Aunque la reforma no es parte del acuerdo de coalición entre PSOE y Sumar, ni eso importa demasiado –no somos Alemania– ni debe olvidarse que los propios socialistas se comprometieron a avanzar en esa misma dirección en su Congreso Federal del pasado mes de noviembre. Hay que suponer que el carácter preliminar de la propuesta ha atenuado su impacto sobre una opinión pública narcotizada por la producción incesante de anuncios “históricos” y escándalos judiciales. Pero el asunto, obviamente, tiene miga.
Tal como ha recordado oportunamente Josu de Miguel, no parece que la constitucionalidad de la rebaja pueda darse por supuesta: si nuestra norma suprema establece que la mayoría de edad son los 18 años, será por algo y para algo servirá. También en el ordenamiento civil –el penal es menos concluyente– se limitan ciertas facultades hasta alcanzarse esa edad. Naturalmente, se trata de una convención: por más que asociemos la madurez intelectual con la mayoría de edad, lo que a su vez genera la expectativa de una conducta personal responsable, nada hubiera impedido que el constituyente hubiera escogido los 17 o los 19 años para cumplir esa finalidad. Que sea una convención no significa que el número sea arbitrario; entendemos que la adolescencia es un periodo de la vida en el que carecemos aún de las capacidades intelectuales y del sentido de la realidad que caracterizan –o deberían caracterizar– al adulto.
Y si lo que se exige para el ejercicio del sufragio activo son facultades mentales plenas, habría que preguntarse cuál es su límite por el otro lado: ¿no se ven mermadas en algún momento las capacidades del anciano? El propio Josu de Miguel señalaba que el reconocimiento del derecho al voto de los discapacitados se produjo sin debate alguno sobre sus peculiaridades constitucionales. Es muy probable que ello se debiera al impacto marginal sobre el resultado electoral que cabe suponerle al voto agregado de todos los discapacitados españoles; otro gallo cantaría si pasaran a votar todos los que hayan cumplido los 16. De hecho, estas consideraciones normativas habrían de ser irrelevantes desde el punto de vista constitucional: si la norma dice que la mayoría de edad son los 18 años, no cabe usar una ley –ni ordinaria ni orgánica– para rebajarla a los 16; lo que toca es reformar la Constitución, procedimiento que requiere del consenso necesario para efectuar un cambio de tal envergadura. Por desgracia, bien sabemos que las cosas no funcionan así: cuando los partidos que gobiernan han capturado eficazmente al Tribunal Constitucional, la letra de la norma importa menos que el espíritu que anima las decisiones de los magistrados que deciden obedecer a quienes los han puesto donde están.
De ahí que resulte más provechoso centrarse en las implicaciones normativas de la posible rebaja, preguntándonos por su deseabilidad o indeseabilidad; aunque no podamos hacer tal cosa sin meter en la ecuación los intereses partidistas de quien promueve la reforma. Porque si a quien gobierna no le interesase la rebaja desde el punto de vista de su rendimiento electoral, no habría anteproyecto de ley sobre el que especular. Y si lo que nos preocupa es la infrarrepresentación de colectivos que deberían poder expresarse en las urnas, de hecho, el debate más pertinente es otro bien distinto: el que concierne a los europeos con residencia permanente en cualquier país miembro de la UE. En su momento, se reformó la Constitución para permitir el sufragio activo de los ciudadanos europeos en las elecciones municipales; y pueden asimismo votar –registrándose a tal fin– en las elecciones europeas. Pero ¿por qué no en las elecciones generales? Si viven aquí, afectándoles directamente lo que aquí sucede, ¿qué razón puede alegarse para negarles el derecho al voto? Ni siquiera tendrían por qué ser ciudadanos de otro país europeo; cualquier extranjero que venga residiendo legalmente en nuestro país durante un periodo prolongado –pongamos cinco años– habría de poder participar en las elecciones parlamentarias. Es un tema del que no se habla demasiado, pese a que los flujos migratorios y las naturalizaciones a las que dan lugar están empezando a producir impacto electoral en nuestro país –pensemos en los españoles de origen marroquí o en aquellos que provienen de Iberoamérica– y cabe imaginar que el reconocimiento del derecho al voto a todos los residentes extranjeros podría generar incentivos perversos en materia de política migratoria.
Conflicto intergeneracional
Volvamos, pues, a los adolescentes. Como era de esperar, la propuesta de ley justifica la medida diciendo que ha de aumentarse la representatividad de los jóvenes en el proceso político, facilitando su participación en el diseño de las políticas públicas que les conciernen. Desde luego, no van a decir que a los partidos del gobierno les conviene –o al menos eso creen– aumentar el censo por ese extremo. En sus libros sobre el populismo latinoamericano, Carlos Granés nos ha recordado que el mismísimo General Perón implantó el sufragio femenino en Argentina porque así le convenía y no porque fuera lo correcto; salta a la vista la dificultad que supone criticar a quien toma una decisión acertada cuando lo hace por las razones equivocadas. También en el caso que nos ocupa hay una brecha considerable entre las intenciones y el discurso: nada más fácil que defender la expansión de los derechos de los ciudadanos. Pero es un caso muy distinto: que las mujeres no voten supone una discriminación injustificable; que no lo hagan quienes tienen entre 16 y 18 años es debatible: conceder ese derecho requiere de una justificación específica.
Sin embargo, la hipótesis de que ahora mismo existe un conflicto insalvable entre las diferentes generaciones de españoles solo queda implícita en la propuesta ministerial. Y eso que la crisis demográfica, en combinación letal con la creciente cuantía de las pensiones de jubilación, ha inclinado peligrosamente la balanza en favor de los mayores y en detrimento de los jóvenes. Si nos fijamos en los números, se diría que vivimos una auténtica “tiranía de la mayoría”, ya que hasta diez millones de votantes –súmense familiares dependientes de ellos– se muestran dispuestos a castigar al partido que no atienda sus reclamaciones. ¡Dictadura del pensionista! Pero si aumentase el número de votantes jóvenes, ¿no podrían equilibrarse las fuerzas entre esos dos grupos sociales? Nótese que aquí hablamos solo de los extremos: de un lado, jóvenes por debajo de 30 años de un lado; del otro, los. Pero entre uno y otro grupo hay mucha gente que también vota.
Tradicionalmente, la teoría política ha prestado más atención a conflictos intergeneracionales en los que la separación entre las distintas cohortes es mucho mayor. Recordemos el conocido debate que tuvo lugar entre Thomas Paine y Edmund Burke después de la Revolución Francesa: Paine sostenía que la interpretación que Burke hacía del papel de la constitución suponía en la práctica maniatar a las nuevas generaciones, vinculándolas legalmente a decisiones adoptadas sin su consentimiento. Para Paine, cada nueva generación habría de estar legitimada para reescribir la norma suprema: “la vanidad y presunción de gobernar más allá de la tumba constituye la más ridícula e insolente de las tiranías”; huelga decir que Burke veía con horror la posibilidad de andar elaborando nuevas constituciones cada pocos años. Pero el pensamiento político contemporáneo se ha fijado, sobre todo, en el legado que las actuales generaciones dejarán a las futuras: la consideración moral de estas últimas ha ocupado a los filósofos morales y a los teóricos políticos, muchos de los cuales se han centrado en el cambio climático y demás obstáculos a la sostenibilidad medioambiental. Como ha señalado la filósofa Julia Mosquera, la representación política de las generaciones futuras presenta extraordinarias dificultades debido a un hecho elemental: se trataría de defender los intereses de personas que no existen todavía.
Cuando los intereses de los mayores se ven privilegiados a costa de los jóvenes, como sucede en sociedades donde el envejecimiento tensiona al Estado de Bienestar y los gobiernos incrementan el gasto social para pagar pensiones y un creciente coste sanitario más allá de lo que sería justo o razonable, el asunto es muy distinto. En este caso, las generaciones en conflicto coexisten en el tiempo; lo que se dice buscar es un mayor equilibrio entre sus respectivas fuerzas. Y no solo por razones de masa electoral; los jóvenes se organizan peor y suelen votar menos que los mayores.
Para colmo, nada garantiza que el joven politizado vaya a ser capaz –antes o después de los 16 años– de identificar con acierto las causas de los problemas que le afectan ni de elegir las mejores soluciones que pudieran aplicárseles. Ahí tenemos a los jóvenes manifestantes que piden una vivienda accesible y proponen lograrlo controlando los precios o restringiendo el derecho de propiedad, sin percatarse de que son medidas contraproducentes; a los que piensan que no hay que reducir el gasto en pensiones, sino que basta con aumentar el gasto público total a fin de que haya mucho para todos; o a quienes creen que la sociedad española es muy peligrosísima para la integridad física de las mujeres, pese a que los datos indican justamente que lo es en medida mucho menor que otras.
Dicho de otra manera: que vote un mayor número de ciudadanos jóvenes puede ser o no justo, pero en nada contribuye al propósito de mejorar las políticas públicas que se ocupan de ellos. No se olvide que los intereses de los jóvenes podrían ser atendidos sin necesidad de una revolución electoral; bastaría con que los grandes partidos así lo decidiesen mediante un pacto de no agresión (las pensiones solían estar salvaguardadas de la contienda electoral gracias a ese Pacto de Toledo que pasó a mejor vida) y/o que los votantes de mayor edad se percataran de que han pasado a capturar rentas que no han producido, perjudicando a otras cohortes generacionales –las de sus hijos y nietos– por el camino. Nada de eso sucede en nuestro país, ni cabe esperar que suceda: solo una crisis fiscal obligará a nuestros dirigentes a hacer reformas abruptas que nadie –los votantes han sido ya maleducados sin remedio– entenderá. Hecho esto, el partido al que le toque la china solamente habrá de esperar a que pase el tiempo para reescribir el pasado: ahí tenemos a los socialistas diciendo que no era Zapatero quien gobernaba cuando estalló la Gran Recesión. ¡Orwell vive, la lucha sigue! Sería interesante que una encuesta nos aclarase qué porcentaje del electorado de izquierda cree hoy que era Rajoy quien estaba al mando en aquel momento.
Madurez e inmadurez del votante
Ahora bien: si el principal argumento normativo en contra de la rebaja de la edad legalmente exigible para ejercer el derecho al voto es la falta de madurez intelectual del adolescente, no puede decirse que estemos ante un argumento demasiado sólido. La razón es sencilla: los votantes en general, sea cual sea su edad, no se caracterizan por su madurez intelectual. O lo que es igual, la mayoría de los votantes carece de la información necesaria para comprender el estado del país en el que emite su voto, desconoce los principios constitucionales y los procedimientos democráticos que habrían de regir el funcionamiento de la vida política, suelen votar en función de identificaciones partidistas más emocionales que ideológicas y, en fin, se comportan de manera más expresiva que pragmática en lo que a la política se refiere. En el mejor de los casos, se limitan a poner su interés particular por encima del interés general; algo que, como se ha dicho para los pensionistas y podría decirse para los funcionarios, estimula sin remedio el clientelismo electoral.
Hace ya mucho tiempo que sabemos que el votante real tiene poco que ver con el votante ideal que dibujan las teorías normativas de la democracia; lo que pasa es que poco se puede hacer al respecto y abundan los que prefieren engañarse al respecto. Y quiere la casualidad que haya pasado hace poco por España el economista norteamericano Bryan Caplan, de quien la editorial Deusto ha traducido por fin –la edición original es del año 2007– su bien conocido El mito del votante racional. En el libro, Kaplan plantea una paradoja de la democracia relacionada con nuestro tema: ¿cómo es posible que las malas políticas prosperen en las democracias, donde a diferencia de las dictaduras es posible cambiar de gobierno a través del voto? No es un misterio, dice Caplan: los votantes son ideológicos y emocionales. Así, por ejemplo, tienden a apoyar medidas proteccionistas porque sientan bien a pesar de que su disfuncionalidad está más que acreditada. Para Caplan, en suma, la democracia fracasa porque hace lo que quieren los votantes; solo partiendo de esa premisa, empíricamente comprobada, podemos dar forma a una concepción realista de la democracia. También Jason Brennan ha defendido la idea de que la ignorancia racional de los votantes –¿para qué tomarse el trabajo de adquirir conocimiento si el voto de un individuo carece de todo impacto sobre el resultado?— contamina las urnas, sugiriendo la conveniencia de supeditar el ejercicio del derecho al voto a la superación de un examen básico de ciudadanía.
Es improbable que tales pruebas lleguen jamás a celebrarse: ahuyentar a los ciudadanos menos educados desembocaría en una suerte de epistocracia o gobierno de los más educados que incrementaría la desigualdad política, ya que sesgaría las políticas públicas en favor de los grupos sociales autorizados a votar. Pero el problema subsiste, ya que la ignorancia de los ciudadanos es un hecho y no una fantasía compensatoria de elitistas descontentos. Más aun: que la ignorancia de los ciudadanos sea siempre racional no es tampoco seguro. La desinformación, como ha señalado Ilya Somin, puede ser efecto de una ignorancia involuntaria que se producirá cuando el votante no sepa que existe información que podría serle útil; o bien derivarse de una ignorancia irracional en la que alguien –propone Daniel Williams– incurre cuando los sesgos cognitivos le impiden adquirir información valiosa. Nada de esto permite explicar por qué el votante mediano desconoce los hechos políticos más elementales. A no ser que lo fundamental para el votante sea validar en las urnas su identificación partidista o ratificar sus creencias más acendradas; en ese caso, no habrá nada irracional en su ignorancia. De ahí que Caplan proponga hablar de “irracionalidad racional”: saber más puede, incluso, complicarnos la vida.
Así las cosas, ¿qué importancia puede tener que se vote a partir de los 16 años en lugar de a los 18? En principio, muy poca. Demos por bueno que el votante adolescente es más impresionable que sus mayores, pues carece de experiencia vital: si vivir es ver volver, que dijo Azorín, a ellos no les ha dado tiempo. Por esa misma razón, el adolescente desconoce la complejidad del mundo y se sentirá atraído con mayor facilidad por las distintas manifestaciones del romanticismo político; querrá acomodar el mundo a sus ideales en lugar de lo contrario. Si aceptamos esta razonable premisa, la conclusión lógica sería retrasar la edad a la que se puede ejercer el derecho de sufragio activo: primero madurar, luego votar. ¿O es que a los 18 se adquiren facultades inéditas de raciocinio y madurez? Ocurre que esa conclusión únicamente se sostiene si damos por buena una premisa todavía más inverosímil, a saber: que los individuos maduros son también, por lo general, votantes maduros. Tal como puede atestiguar cualquiera que haya intentado convencer a un pensionista de la injusticia del actual sistema de pensiones o departido con un simpatizante socialista acerca de la moralidad de las actividades profesionales de Begoña Gómez, sin embargo, no hay tal cosa como un votante racional. O, mejor dicho, su número es demasiado escaso.
Acabamos, pues, donde empezamos: el debate sobre la expansión del derecho de sufragio activo a las personas que hayan cumplido 16 años se abre porque quienes lo abren esperan obtener tajada electoral de esa hipotética reforma. Ni puede esperarse de la misma que mejore la calidad de nuestras políticas públicas, ni supondría una debacle cognitiva en el nivel agregado. Y como cambiar las reglas del juego para obtener ventaja resulta moralmente injustificable, la reforma debe rechazarse hasta que no suscite —si eso llega a suceder— un consenso amplio entre partidos y ciudadanos. El resto, como casi siempre, es partidismo.