Hace un par de semanas tuve la ocurrencia de publicar un breve artĆculo de opiniĆ³n en el que expresaba mi rechazo de la tauromaquia, sugiriendo que la defensa de la llamada fiesta nacional carece de argumentos convincentes y se apoya en la fuerza numĆ©rica residual de sus aficionados: ningĆŗn legislador se atreve por el momento a plantear su prohibiciĆ³n, salvo que pueda justificarla sobre la base del sentimiento antiespaƱol que cristalizĆ³ en la decisiĆ³n del gobierno catalĆ”n allĆ” por el aƱo 2010, anulada despuĆ©s por el Tribunal Constitucional debido a que con ella se invadĆan competencias exclusivas del Estado; los votos que estĆ”n en juego disuaden a quien tiene que enfrentarse a las urnas y a ello contribuye la chocante asociaciĆ³n āpopular entre polĆticos conservadores madrileƱosā entre el toreo y la libertad.
Me esforcĆ© por presentar mi tesis de manera ordenada, apelando a la racionalidad del lector. SirviĆ³ de poco: con algunas excepciones a las que enseguida me referirĆ©, los comentarios en web o redes sociales recurrĆan al insulto o la descalificaciĆ³n. Y si bien eso no es nuevo ni inusual, confirmaba una vez mĆ”s que el debate pĆŗblico es un intercambio de monologuismos donde nadie atiende a razones. Pero tampoco es eso lo que me interesa tratar aquĆ; o no exactamente. Lo que me llamĆ³ la atenciĆ³n fue la similitud que las reacciones filotaurinas a mi artĆculo poseĆan con otras expresiones de fe religiosa o ideolĆ³gica que presuponen la interiorizaciĆ³n de un cuerpo de creencias que se basta a sĆ mismo como forma de justificaciĆ³n: a quien permanece fuera de ellas se lo considera incapacitado para entender el fenĆ³meno al que se refieren y, desde luego, desautorizado para emitir juicio alguno sobre el particular.
Se puede estar dentro o se puede estar fuera; para quien estĆ” dentro, en cambio, solo se puede estar dentro; y solo quien estĆ” dentro estĆ” legitimado para expresar sus preferencias, que naturalmente y por descontado le serĆ”n favorables. āNo entiendes nadaā fue la respuesta estĆ”ndar a mi artĆculo, lo que debe traducirse como āno has interiorizado nuestras creencias ni posees nuestra vinculaciĆ³n emocional con la tauromaquiaā y, en consecuencia, nada de lo que yo dijera podĆa ser sometido a consideraciĆ³n. Hubo algĆŗn lector que llegĆ³ a preguntar quĆ© aspecto de las corridas de toros me llevaban a afirmar que en ellas se inflige violencia al animal: la perfecta demostraciĆ³n de que el aparato ideolĆ³gico que sirve para justificar la tauromaquia logra suprimir la violencia de las banderillas y el estoque, convirtiĆ©ndolas en una estĆ©tica que hace desaparecer incluso el sistema nervioso de los mamĆferos.
Insisto en que no se trata de un rasgo exclusivo de los aficionados a la tauromaquia: hallamos una actitud semejante en los fieles a una religiĆ³n (fuera de la cual nada de ella es comprensible en tĆ©rminos trascendentales), en quienes se adhieren a determinados cuerpos ideolĆ³gicos (los marxistas con su lucha de clases, las feministas radicales con sus postulados culturalistas que suprimen los rasgos biolĆ³gicos, los libertarios con su desprecio al Estado) o en los miembros de una asociaciĆ³n ufolĆ³gica (persuadidos como estĆ”n de que los extraterrestres tratan de comunicarse con nosotros). Aunque los grados de sofisticaciĆ³n intelectual difieren en cada caso, podemos hablar de metafĆsicas impermeables para referirnos a aquellos colectivos humanos en los que la adhesiĆ³n a una doctrina se convierte en fundamento de un modo de vida o en la base que justifica alguna prĆ”ctica compartida. Hay de todo: tambiĆ©n los fans de Bob Dylan organizan congresos donde analizan los detalles de la obra del genial cantante norteamericano y jamĆ”s admitirĆ”n que alguien pueda rivalizar con Ć©l. Por lo demĆ”s, todos formamos parte de alguna secta y seguramente, la familia es la primera. Pero ni todas las familias son iguales, ni lo son los distintos espacios de socializaciĆ³n en los que nos desenvolvemos.
Huelga decir que tales modos de vida y sus prĆ”cticas distintivas no tienen por quĆ© aparejar fricciĆ³n social alguna: el reconocimiento jurĆdico del pluralismo en las sociedades liberales persigue la debida protecciĆ³n de la diversidad que se deriva del ejercicio de la autonomĆa personal, incluso si puede sospecharse que las conductas asĆ protegidas āpensemos en el uso del burkaā se derivan de una socializaciĆ³n mĆ”s dogmĆ”tica que abierta. En condiciones ideales, nuestras sociedades se parecerĆan al retrato que de ellas dibujase Robert Nozick: un lugar donde cada uno puede vivir como quiera y asociarse con quien desee para realizar su utopĆa privada, sin por ello obligar a los demĆ”s a hacer lo propio ni imponerles creencia alguna a travĆ©s del poder pĆŗblico. Por lo general, los archipiĆ©lagos asociativos que componen una sociedad libre āla imagen es del teĆ³rico polĆtico Chandran Kukathasā no se solapan entre sĆ; las actividades de orden recreativo en las que participamos junto a otros individuos rara vez entran en conflicto con los intereses ajenos: podemos reunirnos para hacer surf, leer a Blumenberg o estudiar a los pĆ”jaros binocular en mano sin molestar a nadie. En ese caso, el poder pĆŗblico tiene poco que decir, si bien algunas de esas actividades deben ser reguladas por implicar un uso mĆ”s o menos intenso del espacio pĆŗblico: hacer skating, procesionar tronos, celebrar despedidas de soltero. Para quienes no participan en ellas, quizĆ” no tienen nada de valioso; nadie podrĆ” convencer a un ateo que detesta la Semana Santa de que esta Ćŗltima es objetivamente interesante. De nuevo, la diferencia crucial se plantea entre interioridad y exterioridad; pudiĆ©ndose estar dentro o fuera de distintas maneras segĆŗn cuĆ”l sea el grado de elaboraciĆ³n teĆ³rica que cada uno aporte a la justificaciĆ³n de su modo de vida particular.
Por desgracia, hay supuestos en los que el conflicto con bienes jurĆdicos que gozan de especial protecciĆ³n se vuelven especialmente agudos. Dado que los Testigos de JehovĆ” rehĆŗsan la transfusiĆ³n de sangre ajena, se plantearĆ” un problema allĆ donde quien la necesite sea un menor de edad al que sus padres quieren proteger de la impureza āa nuestros ojos imaginariaā con riesgo para su vida; con buen sentido, el Estado ordena la protecciĆ³n del menor de edad e impone la transfusiĆ³n obligatoria contra la voluntad de sus padres. Y de sobra conocemos los problemas morales que plantea el aborto, donde la dificultad estriba en determinar cuĆ”ndo existe un tercero cuyos intereses han de ser tomados en consideraciĆ³n por mĆ”s que el famoso eslogan feminista āānosotras parimos, nosotras decidimosāā sugiera que ningĆŗn lĆmite legal serĆa aquĆ admisible. En una sociedad moralmente heterogĆ©nea donde no se produce la adhesiĆ³n unĆ”nime a una sola cosmovisiĆ³n ideolĆ³gica o religiosa, la moralidad serĆ” forzosamente contenciosa y uno de los problemas que de ello se derivan es la fijaciĆ³n de los criterios que nos permitan tomar decisiones colectivas acerca de los casos difĆciles. Ni siquiera estĆ” claro de quĆ© manera puede arbitrarse un diĆ”logo o entablarse una negociaciĆ³n cuando al menos una de las partes esgrima una metafĆsica impermeable como justificaciĆ³n de sus prĆ”cticas; volveremos sobre esto.
En el caso de la tauromaquia, el acuerdo social es inexistente: asĆ como quedan muchos aficionados, seguramente es mayor el nĆŗmero de los indiferentes y no es pequeƱo el nĆŗmero de los que renegamos de una āfiestaā que implica el sufrimiento gratuito de un animal. Digo āgratuitoā porque entiendo que la finalidad a la que sirve ese sufrimiento no estĆ” moralmente justificada, a diferencia de lo que sucede āpor debatible que seaā con el que padecen los animales a los que sacrificamos para que nos sirvan de alimento. Este Ćŗltimo es un sufrimiento inevitable si deseamos seguir comiendo carne animal, pero puede atenuarse mediante procedimientos que restan al animal dolor fĆsico y conciencia de su propia muerte. Recuerdo que una lectora, en sus comentarios a mi artĆculo, se reĆa del adjetivo āgratuitoā y me reprochaba āuna vez mĆ”sā no saber (yo) de lo que hablaba. Es comprensible: para el partidario de la tauromaquia, el sufrimiento y la muerte del toro son cualquier cosa menos gratuita; su necesidad deriva de la ritualizaciĆ³n del enfrentamiento ādesigual conforme a las estadĆsticas, dĆgase lo que se diga acerca del riesgo que sufre el toreroā entre el animal y el āmatadorā. Y de ese hilo quisiera tirar ahora, no sin antes hacer dos matizaciones.
Primera: el argumento segĆŗn el cual solo los vegetarianos pueden someter a crĆtica las corridas de toros es absurdo, ya que la industria animal puede y debe mejorar la vida de los animales y yo mismo serĆa partidario de establecer restricciones al tipo de animales que son criados y sacrificados para esos u otros fines. Por otro lado, algo tendrĆ”n que decir los defensores de los toros al vegetariano que se opone por igual la existencia de cualquier forma de explotaciĆ³n animal. Y por Ćŗltimo: pese a las excepciones que reconoce a esos efectos del derecho europeo, el sacrificio domĆ©stico de animales por motivos religiosos deberĆa asimismo prohibirse, pues nada garantiza ātodo lo contrarioā que el sufrimiento del animal serĆ” aminorado por los matarifes.
Segunda: para quienes crean que los animales no experimentan dolor o creen que ese dolor carece de cualquier significaciĆ³n moral, la tauromaquia no plantearĆ” ningĆŗn problema y no habrĆ” nada que hablar al respeto. Bien. Pero no hace falta estar de acuerdo con los filĆ³sofos que ācon Peter Singer a la cabezaā llaman āespecismoā a la discriminaciĆ³n de las demĆ”s especies animales por parte de la especie humana para reconocer que la ciencia no miente cuando nos asegura que los animales sufren cuando se los hiere o maltrata o tortura y, en consecuencia, merecen una consideraciĆ³n moral que habrĆ” de tener expresiĆ³n polĆtica en forma de leyes que regulen la manera en que debemos comportarnos con ellos. Tampoco es necesario abandonar el antropocentrismo para ello: la preferencia por la especie humana puede coexistir con el tratamiento reflexivo de los demĆ”s animales en el marco del gradual refinamiento de las relaciones humano-animales.
AhĆ es donde se plantea el problema de la tauromaquia: ĀæestĆ” moralmente justificado herir y matar al toro? NĆ³tese que quien haga tal cosa con un perro en un descampado serĆ” juzgado por un delito de maltrato animal; la tauromaquia reclama su excepcionalidad atribuyĆ©ndose una significaciĆ³n āestĆ” reconocida por nuestra jurisprudencia como un bien culturalā que transmuta la violencia en algo diferente gracias a su ritualizaciĆ³n. O sea: la violencia infligida contra el animal es objeto de resignificaciĆ³n a ojos del aficionado debido a su valor estĆ©tico y/o trascendental. Pero no todos somos aficionados. Y asĆ como no nos molesta que una viuda lleve luto por su esposo muerto, pese a tratarse de una costumbre de raigambre religiosa que ya se encuentra en desuso, el maltrato de un animal resulta moralmente cuestionable: no vemos trascendencia alguna ni aceptamos el valor catĆ”rtico del rito. Donde el aficionado con inclinaciones filosĆ³ficas ve una suerte de contienda mitolĆ³gica entre el hombre y la bestia, el crĆtico solo ve sufrir a un animal inocente āno sabe lo que es un toreroā mientras la multitud disfruta del espectĆ”culo.
Alegando la conveniencia de aceptar la permisibilidad de la tauromaquia por el valor superior que tiene el rito ejecutado en la plaza, el escritor y ensayista Ernesto HernĆ”ndez-Busto me enviĆ³ unas pĆ”ginas del filĆ³sofo Fernando Savater en las que este desarrolla, con su conocida elocuencia, ese mismo argumento. Se trata de un pasaje que ilustra de manera cumplida los problemas que plantea la defensa pĆŗblica de la tauromaquia en una sociedad liberal donde ni siquiera el valor del rito estĆ” asegurado: unos ven metafĆsica donde otros ven una mera ilusiĆ³n, dicho sea en el doble sentido de la palabra. Para el filĆ³sofo donostiarra, el toreo es āel arte de evitar lo inevitableā, que es la muerte: āla muerte hace de comparsa para que la vida se afirmeā. Leemos que en los juegos tĆ”uricos de la antigĆ¼edad, vinculados a rituales de fertilidad, āel toro acudĆa al festejo no para quitar la vida al hombre, sino para darle mĆ”s vidaā. De modo que en la plaza no tiene lugar una āmelancĆ³lica sangrĆaā, sino una afirmaciĆ³n de la vida que la āconfirma y aumentaā. SeƱala Savater que la IlustraciĆ³n āperdiĆ³ de vista el profundo sentido liberador del mitoā, malinterpretando al torero como mero opio del pueblo; en realidad, el matador cumple una funciĆ³n social: distribuye entre el pueblo āla vida regenerada que acababa de conquistar en el ruedo.ā Luego se pone ferlosiano y habla del Capital y de la mercancĆa que todo lo degenera, negando sin embargo que en la plaza haya solo mercancĆa. No: el toreo simboliza āel enfrentamiento con la bestia que es sĆmbolo y guardiĆ”n del poder, que juntamente posibilita y defiende el acceso a la fuerzaā. Y remata, citando a Nietzsche: āSolo el amor puede juzgarā.
TambiĆ©n el filĆ³sofo francĆ©s Francis Wolff, referencia para los taurinos interesados en la reflexiĆ³n teĆ³rica, plantea argumentos similares. En el frontispicio de sus 50 razones para defender las corridas de toros pide a los crĆticos que sepan comprenderlas, lo que incluye aceptar que la violencia en la plaza estĆ” āsublimada y ritualizadaā, hasta el punto de que el aficionado siente āadmiraciĆ³nā hacia el toro bravo que se revuelve contra el destino y lucha por su vida. La corrida es un espectĆ”culo de primer nivel, una āfiesta total de la grandeza y de la desmesura [que] recibe el nombre de lo sublimeā. AsĆ que quienes reprochan a la tauromaquia el maltrato del animal se equivocan, ya que āintentando alzar a los animales hasta el nivel en el que debemos tratar a los hombres, necesariamente rebajamos a los hombres al nivel en el que tratamos a los animalesā. De ahĆ que, para Wulff, la tauromaquia permita mantener viva en una sociedad tecnolĆ³gica la experiencia āaquĆ ritualizadaā del enfrentamiento del hombre con el mundo natural. Escribe:
āJustamente porque nuestra Ć©poca ha perdido poco a poco el sentido de los ritos, de la muerte, de la naturaleza, de la animalidad, es por lo que necesita volver a encontrar al mismo tiempo la realidad, la imagen y el sĆmbolo en la corrida. Ā”De ahĆ su modernidad!ā
Desde este punto de vista, lo moderno no es refinar la relaciĆ³n humana con los animales una vez que se los ha neutralizado como amenaza, ni rebajar en la medida de lo posible el sufrimiento que se les causa; lo moderno es sacar un toro a una plaza para asaetearlo y matarlo, porque eso nos vuelve a conectar con el sentido de la existencia. AnĆ”logamente, tratar mejor a los animales se interpreta como una rebaja del valor de los hombres, una peligrosa inversiĆ³n de los valores que pervierte la naturaleza de las cosas.
No tiene sentido insistir. Wulff tiene razĆ³n cuando seƱala que āningĆŗn argumento podrĆ” jamĆ”s convencer a aquellos que imaginan la corrida de toros como la tortura de una bestia inocenteā, pero habrĆa de aƱadir que ningĆŗn argumento podrĆ” jamĆ”s tampoco convencer a quienes imaginan la corrida de toros como un rito que devuelve a los hombres el vĆnculo con las fuentes primitivas de la existencia o ācomo seƱala Savaterā distribuye vida entre la comunidad cuyo hĆ©roe ha luchado contra la muerte y salido victorioso. En el conflicto entre diferentes interpretaciones de una misma realidad, el dato objetivo lo proporciona la violencia infligida contra un animal que sufre y muere para que una comunidad de aficionados experimente sensaciones sublimes.
ĀæY quĆ© hacemos con esto? Wulff alerta contra la tentaciĆ³n de aplicar una āmoral prohibicionistaā que se muestre intolerante hacia manifestaciones culturales legĆtimas y cargadas de tradiciĆ³n. Pero es un hecho que las leyes prohĆben las peleas de perros o gallos, que tambiĆ©n van sobradas de tradiciĆ³n y cuyos aficionados tienen asimismo por legĆtimas. La cuestiĆ³n sigue siendo la misma: en una sociedad heterogĆ©nea que ya no es comunidad cerrada que necesita cohesionarse a travĆ©s de ceremonias unĆ”nimes, sociedad donde la evitaciĆ³n de la crueldad ācomo querĆa Richard Rortyā constituye un objetivo generalmente compartido y el mundo animal ha sido dominado por el ser humano, perdiendo asĆ sentido los ritos consistentes en simbolizar la lucha del hombre contra la bestia, Āætiene justificaciĆ³n la tauromaquia? Y sobre todo: dada la imposibilidad de que se entiendan entre sĆ aficionados y crĆticos, ĀæcĆ³mo puede tomarse una decisiĆ³n al respecto? ĀæDe quĆ© manera pueden hablar quienes en modo alguno llegarĆ”n a entenderse?
El sociĆ³logo Anthony Giddens tiene dicho que la modernidad implica un cuestionamiento de la tradiciĆ³n, pero que de ahĆ no se deriva automĆ”ticamente el fin de la tradiciĆ³n; lo que no cabe ya es defender la tradiciĆ³n āal modo tradicionalā, o sea seƱalando su continuidad histĆ³rica como argumento de autoridad. Dicho de otra manera, la tradiciĆ³n debe justificarse pĆŗblicamente con argumentos coherentes. Y pudiera suceder que estos Ćŗltimos no resultaran persuasivos; hay tradiciones que no deberĆan mantenerse, lo que no quiere decir que puedan hacerse desaparecer fĆ”cilmente. John Rawls recomendaba que ninguna cosmovisiĆ³n sea defendida en el espacio pĆŗblico mediante argumentos metafĆsicos, que por su propia naturaleza no pueden ser validados ni refutados: son creencias ajenas a quienes no las comparten. Por el contrario, decĆa el filĆ³sofo norteamericano, hay que plantear argumentos polĆticos basados en valores y estĆ”ndares pĆŗblicos; no constituyendo valores pĆŗblicos aquellos que son internos a asociaciones como las iglesias o los clubs privados. Si no exigimos razones pĆŗblicas, los conflictos solo podrĆan resolverse mediante la exhibiciĆ³n de fuerza de quien puede imponer sus valores privados al resto.
ĀæTiene el club de los aficionados a la tauromaquia buenas razones pĆŗblicas para defender la continuidad de eso que ellos entienden como un rito sublime y otros vemos como el gratuito ejercicio de violencia contra un animal? A mĆ me parece que no: sus razones son privadas y derivan de una metafĆsica impermeable que se vuelve problemĆ”tica a partir del momento en que un tercero āen este caso un animalā sufre las consecuencias. Y aunque entiendo que ellos lo vean de otra manera, sus apasionadas creencias me resultan insuficientes como justificaciĆ³n de un rito que pierde su sentido en una sociedad que se quiere āsi se quiereā ilustrada.
(MĆ”laga, 1974) es catedrĆ”tico de ciencia polĆtica en la Universidad de MĆ”laga. Su libro mĆ”s reciente es 'FicciĆ³n fatal. Ensayo sobre VĆ©rtigo' (Taurus, 2024).