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Daños colaterales

Dentro del movimiento magisterial hay grupos interesados en escalar el conflicto, radicales con agenda propia, mientras que del otro lado hay una autoridad congelada.
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A mediados de 2006, un enfrentamiento entre policías y comerciantes ambulantes arropados por el Frente de Pueblos Unidos en Defensa de la Tierra, a los que se pretendía reubicar, terminaría convirtiéndose en una batalla de varias horas entre habitantes de Atenco, armados con machetes, piedras y bombas molotov, y elementos estatales y federales. En medio de los disturbios y de un escenario de abusos que más tarde se documentarían con mucha más amplitud, un muchacho de 14 años murió por un disparo de arma de fuego.

“Eso les va a costar. Que se cuiden las espaldas esos perros, que mañana y hoy mismo será uno de su lado”; gritaba América del Valle, líder atenquense, quien advertía que sus seguidores tenían licencia "para machetear a cualquier militar, policía o granadero”, pues debía considerarse un acto en defensa propia. Esa misma tarde conocimos las imágenes captadas desde un helicóptero que mostraban la suerte de un agente rezagado de la Policía Federal Preventiva a quien los pobladores de Atenco patearon en la cabeza y los testículos hasta dejarlo inconsciente (ver detalle al minuto 1:45).

El 12 de diciembre de 2011, un grupo de estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa se enfrentó con elementos policiacos enviados a ponerle fin al bloqueo que los jóvenes mantenían en la Autopista del Sol. Dos estudiantes murieron por disparos de arma de fuego realizados por agentes ministeriales de Guerrero, mientras que el empleado de una gasolinera que intentaba sofocar el fuego causado a una bomba despachadora durante la trifulca fue alcanzado por un explosión de combustible que lo mató tras una agonía de 19 días en la ciudad de México.

No pocos medios y periodistas eligieron su trinchera en esos episodios. Desde ahí justificaron o guardaron silencio sobre las acciones de unos, minimizaron muertes y omitieron profundizar en actos brutales o criminales como si se tratara de inevitables daños colaterales de la protesta social o de la intervención de la fuerza pública.

Desde el pasado 19 de agosto, miles de profesores de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), principalmente del estado de Oaxaca, que pretenden frenar la discusión de la Ley del Servicio Profesional Docente y la reforma educativa en su conjunto, dieron a conocer su plan de acción: “Vamos a desquiciar la ciudad de México”.

Las pérdidas, la interrupción de actividades, los bloqueos de vialidades y el cerco a las cámaras del Congreso y al Aeropuerto Internacional de la ciudad de México, con algunos destrozos en el camino, continúan frente a los ojos de una autoridad local que ha argumentado que contener las protestas puede terminar en un derramamiento de sangre.

La Comisión de Derechos Humanos de la capital ha reconocido el uso de la fuerza como medio legítimo para poner fin a bloqueos, dado que los derechos de manifestación y protesta no son absolutos. No obstante, algunos medios asumen que la exigencia de intervenir y adoptar de medidas es un llamado a “la represión de las disidencias, y la criminalización de los movimientos sociales”. Esta idea, expresada en las páginas de La Jornada, sería válida si no fuera porque para el análisis de esta coyuntura particular les ha bastado con desempolvar un Editorial de hace cuatro meses  y publicar de nuevo las mismas ideas, algunas de manera casi textual.

En un artículo reciente, Jesús Silva-Herzog Márquez advertía cómo desde el tratamiento maniqueo del tema se ha construido una falsa disyuntiva, de manera que parece que solo se puede escoger entre el caos y la represión. Además de admitir tácitamente que los cuerpos de seguridad carecen de la conducción, el entrenamiento y las reglas de procedimiento necesarios para cumplir con su deber de preservar el orden público en la ciudad, el gobierno declina una de sus obligaciones más importantes: garantizar el ejercicio de derechos como el libre tránsito y la seguridad de las personas aun en casos de extrema tensión.

Detrás de la inacción —dice el periodista Julián Andrade— hay una enorme confusión acerca de lo que es el ejercicio legítimo de la autoridad, como si el único escenario posible fuera el crimen de Estado. Tienen que existir límites y hay que entender y asumir que “despejar una calle no es volver a la Plaza de las Tres Culturas, ni mucho menos”.

Raymundo Riva Palacio, Enrique Quintana y Salvador García Soto dan una buena idea de los errores políticos que se cometieron en los últimos días y que nos han dejado aquí. Sin embargo, de nuevo, la prensa ha fallado en su explicación de los hechos más allá de cargar las plumas contra “las hordas de vándalos integrantes de la Coordinadora” o minimizar el impacto de las acciones de los profesores, relegando a un quinto plano y a una nota de cien palabras  las afectaciones a los ciudadanos.

Dentro del movimiento magisterial hay grupos interesados en escalar el conflicto, radicales con agenda propia, mientras que del otro lado hay una autoridad congelada, que consiente el estrangulamiento reiterado de arterias de la ciudad y el ejercicio violento de una minoría por el miedo al resultado de la próxima elección. Llega tarde la promesa del gobierno  de actuar en el momento que se requiera, condicionando la intervención de la fuerza pública a que un ciudadano sea lastimado en su persona y su patrimonio, no antes.

Los habitantes de la ciudad son daños colaterales de una decisión que se presume ejercicio de prudencia. Asumir que el garantizar a todos el ejercicio de sus derechos pasa por provocar un baño de sangre es no entender el rol de gobierno.

 

 

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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