Al cliché de que podemos resolver cualquier obstáculo con voluntad política ha sucedido, como reacción, un nuevo cliché. Es el que sostiene que la situación de bloqueo actual que impide la formación de gobierno no se supera con voluntad política, pues obedece a la racionalidad de los actores y la lógica de los incentivos. No hay nada, pues, que se pueda hacer, salvo esperar a que las urnas resuelvan el entuerto.
El primer cliché puede que sea una simpleza, una afirmación cándida y pueril que no nos llevará mucho tiempo desacreditar. El segundo, en cambio, es más difícil de combatir, porque pretende presentarse con el barniz de lo académico. Nunca Arrow, Pareto o Condorcet fueron tan famosos como hoy, ni se habló tanto del dilema del prisionero, el juego del gallina o la transitividad de las preferencias. Analistas de todo pelaje han diseccionado el impasse español desde la óptica de la teoría de juegos, el teorema de la imposibilidad o la elección racional, para concluir que nada puede hacerse para escapar al bloqueo político.
Si el cliché voluntarista era pueril, este segundo cliché racionalista es una condena. Una sentencia fatalista que nos aboca como país al desgobierno, al incumplimiento de nuestros compromisos con Bruselas y a vivir en una campaña electoral circular y eterna.
No se trata de negar el peso de los incentivos en la toma de decisiones políticas. No cabe ninguna duda de que los actores políticos optan siempre tratando de maximizar sus beneficios y reducir los riesgos. Sin embargo, la política es un universo complejo en el que cohabitan los límites de la racionalidad, la información imperfecta y la incertidumbre. Por eso hay una categoría profesional de lo político, que no puede ser reemplazada por la tecnocracia, y que requiere de habilidades que no son científicas. El político ha de actuar en el veleidoso margen que media entre los criterios técnicos y las regulaciones legales, y, pese a lo denostado de su actividad, su trabajo es imprescindible.
El cliché racionalista pasa por alto que vivimos en una democracia representativa. Y ese apellido, “representativa”, importa. Esto significa que los partidos y sus líderes deben interpretar la decisión compleja que los ciudadanos expresan en las urnas y tomar decisiones políticas en consecuencia. Sí, el trabajo de los políticos es tomar decisiones políticas. Sin embargo, hoy parece que algunos partidos quieren eludir esta responsabilidad, poniendo de manifiesto la crisis de liderazgo que atraviesan los grandes partidos.
En los últimos años, y en lo que respecta a las grandes cuestiones que nos afectan como país, los partidos tradicionales han evitado involucrarse. Los conflictos territoriales pretenden judicializarse, de modo que sea el Tribunal Constitucional el que resuelva los entuertos. En lo económico, las formaciones mayoritarias han evitado cualquier propuesta ambiciosa para resolver el desempleo y los problemas estructurales que padecemos, dejando que sea la Unión Europea la que, como una madre, nos guíe en estos designios. Y, ahora, cuando nos vemos en la mayor encrucijada política desde la transición, los principales partidos permanecen en su estasis evolutiva.
Una parálisis que se entiende en el miedo al juicio del electorado, pero que solo se explica por la debilidad de los liderazgos que la protagonizan. Un líder político no es solo el que aparece en lo más alto de una lista electoral. El líder tiene que tomar decisiones que son siempre complejas, que obedecen a menudo a una conjunción de múltiples variables, que generan ganadores y perdedores, y que tienen consecuencias electorales. Y un líder se distingue, precisamente, con ocasión de los mayores dilemas. Un líder es capaz de afrontar la realidad, tomar una determinación y explicar su postura a su electorado. Un líder es también quien sabe corregir el rumbo de su partido, cambiar de opinión y hacer que sus votantes lo acompañen en el giro.
Suárez prometió al ejército y a Estados Unidos que jamás legalizaría el PCE, para abrirle después las puertas de la democracia un Sábado Santo, sin merma para su victoria electoral. Felipe González se opuso ferozmente a la entrada de España en la OTAN, para después convencer a los ciudadanos de que se había equivocado. Y antes había guiado al PSOE hacia la socialdemocracia, persuadiendo a sus compañeros de que había que abandonar el marxismo. Ambos tomaron una decisión difícil que les obligaba a desdecirse, pero lo hicieron con la convicción de que hacían lo correcto y con el liderazgo necesario para poder explicarse ante todos los españoles.
Hoy, los candidatos de los principales partidos están atenazados por un miedo escénico que les impide adoptar decisiones difíciles, poniendo de manifiesto que el liderazgo político vive horas bajas en nuestro país. Tratan de delegar en los ciudadanos la responsabilidad que la democracia representativa ha reservado a los políticos. Pero desvirtuar la lógica institucional y deslizarnos por una espiral electoral interminable no resolverá los problemas de España. Y, por supuesto, no garantizará su cabeza a ningún candidato. El liderazgo no se ejerce en una tabla de Excel.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.