La crisis económica en España se vivió con tal magnitud que desencadenó otra crisis política y social. Los vectores del descontento que tomó las plazas de España en 2011 eran de dos tipos: un malestar económico y laboral, y otro político e institucional. A la luz de los padecimientos que sufrieron entonces millones de ciudadanos, algunas prácticas de los partidos que hasta el momento habían sido toleradas se tornaron inadmisibles. En cierto modo se produjo un divorcio de parte de la ciudadanía respecto de su clase política que se tradujo en la quiebra del bipartidismo en las elecciones de 2015, con la irrupción de dos nuevos partidos en el Congreso de los Diputados, Podemos y Ciudadanos.
La introducción de competencia en el parlamento debía haber desencadenado una espiral virtuosa que empujara a los viejos partidos a dar respuesta a las demandas de los españoles. Sin embargo, la segmentación de los electorados y la emergencia del eje nuevo-viejo no han satisfecho las aspiraciones puestas en el nuevo sistema posbipartidista.
Por un lado, los viejos partidos, atendiendo a la composición de su electorado, no han encontrado incentivos suficientes para proponer reformas en el ámbito laboral y el de la regeneración democrática. En este sentido, solo la necesidad de llegar a acuerdos con una nueva fuerza política capaz de imponer los cambios puede hacer posibles las reformas regulatorias e institucionales. Es la estrategia que siguió Ciudadanos para suscribir su malogrado pacto de gobierno con el PSOE tras las elecciones de 2015 y para respaldar la investidura de Mariano Rajoy tras la repetición electoral de 2016.
Sin embargo, la moción de censura ha inaugurado un tiempo político nuevo en el que un acuerdo entre Sánchez, Podemos y las fuerzas nacionalistas ha permitido a los socialistas recuperar el gobierno. Pero, esta vez, Podemos no está actuando como la fuerza de arrastre capaz de forzar al Ejecutivo a suscribir políticas de reforma en el ámbito laboral e institucional.
Al contrario, los de Pablo Iglesias parecen haber abandonado esa vocación rupturista que enarbolaron en sus inicios, y que hoy solo conservan en lo que atañe a la superación de la democracia representativa, con la defensa del llamado derecho a decidir, o con las críticas a la independencia judicial que consagra la separación de poderes, ambas posturas coincidentes con su proyecto populista. Por lo demás, Podemos ha dado muestras de tener prisa por integrarse en el sistema, pero precisamente en aquellas cuestiones en las que el sistema ha sembrado dudas sobre su buen funcionamiento. Valgan como ejemplo su entusiasta participación en el reparto de RTVE o su reciente integración en el acuerdo de PP y PSOE sobre el nuevo Poder Judicial.
Si Podemos no tira de sus socios en el gobierno, el nuevo Ejecutivo no encontrará incentivos para alterar las viejas prácticas en las que PSOE y PP llevan décadas incurriendo sin consecuencias. No habrá una propuesta para el mercado laboral que permita atajar la desigualdad y la precariedad que protagonizaron las protestas del 15M, y que tienen fundamento en nuestro modelo dual. Y tampoco se impulsarán las medidas de regeneración política e institucional que aguardan los ciudadanos.
El nuevo gobierno de Sánchez nació con una capacidad ejecutiva limitada por sus escasos 84 escaños, pero eso no negaba la posibilidad de una acción parlamentaria protagonista. Al revés, se abría una oportunidad para poner el parlamento en el centro de la política. Sin embargo, la Cámara baja acaba de ser testigo de cuán lejos queda ya la crisis, sus lecciones y las buenas intenciones de enmienda.
Ayer, la comisión de investigación sobre la gestión política de las cajas de ahorros que condujo a su multimillonario rescate en 2011 votó las conclusiones de más de un año de trabajo durante el cual han comparecido ante los diputados 82 personas, en calidad de expertos o responsables de aquella gestión. El informe final, aprobado con los votos a favor de PSOE y PP, la abstención de Podemos y la oposición de Ciudadanos, es un ejercicio de exculpación política y de amnesia malintencionada que tira a la basura muchos meses de investigación y que sienta las bases para repetir los mismo errores que condujeron al desastre de las cajas de ahorros.
PSOE, PP y Podemos votaron en contra de señalar la politización de las cajas y de sus consejos como causa diferencial de la crisis financiera española. El PSOE, además, no reconoce ninguna responsabilidad por haber negado la crisis en su fase inicial, una decisión que incrementó notablemente el coste del rescate posterior. Tampoco considera, como no lo considera el PP, que sea necesario mejorar la independencia y meritocracia de reguladores financieros como la CNMV, la CNMC, la AIReF o el ICAC.
Los tres partidos anteriores, PSOE, PP y Podemos, niegan la realidad: que los aproximadamente 60.000 millones de euros que costó el rescate financiero son imputables a las cajas de ahorro. Y también rechazan que las comunidades autónomas, a través de los nombramientos en los consejos de administración, ejercieran un poder político sobre las cajas. Asimismo, niegan que hubiera una motivación política en la desastrosa salida a bolsa de Bankia, con el consecuente perjuicio a cientos de miles de ahorradores, y consideran que las tarjetas black no son un ejemplo de corrupción de los partidos que involucra dinero público.
Estas actuaciones tienen una explicación sencilla: PP, PSOE e IU participaron de la politización y las malas prácticas que han costado a los españoles 60.000 millones de euros. Lo vivido ayer en el Congreso es desolador porque invalida una labor de investigación meticulosa y ardua, y porque pone en evidencia lo difícil que va a ser que este país pueda acometer las tareas de regeneración institucional y las reformas estructurales pendientes.
Hacia la derecha, Casado ha hecho de Rajoy un líder vanguardista. Hacia la izquierda, han pasado tres años desde que Podemos llegara al Congreso de los Diputados, pero pareciera que fueran tres décadas. Solo hay un partido que haya envejecido más que ellos en menos tiempo: el nuevo PSOE de Sánchez, que hoy luce más apolillado que aquel de Rodolfo Llopis.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.